La cobardía y el silencio cómplice reinan en la Conferencia Episcopal Española

Resulta ya insoportable el silencio de los mitrados españoles ante el ataque sistemático contra el Valle de los Caídos.

Mientras el Gobierno avanza en su estrategia de resignificación —eufemismo de profanación—  los obispos españoles no solo callan, sino que, para escándalo de muchos fieles, se han mostrado satisfechos. Presumen de que “se mantiene el culto”, de que “la cruz permanece” y de que “la comunidad benedictina sigue allí”. Pero la realidad es otra: han cedido sin pelear, han entregado el alma del Valle a quienes desprecian su significado y han permitido la decapitación moral del prior, Santiago Cantera, cuya retirada no puede interpretarse sino como un acto de rendición, abandono y cesión al chantaje del Gobierno de Sánchez.

No se trata de una mera cuestión política o estética. Estamos hablando de la renuncia consciente a defender la verdad, la historia y la fe. Y lo más grave: lo hacen con una sonrisa, sin una palabra, sin una homilía valiente, sin una nota pastoral. No están solo callando: están consintiendo. Porque, en efecto, la resignificación del Valle es una profanación, y su aceptación es una complicidad. Y esa complicidad se convierte en traición cuando, además, se blanquea a herejes y se aplauden panfletos progres que deforman la doctrina católica con auténticas aberraciones teológicas. Muchos obispos, en lugar de condenar estas desviaciones, se dejan acariciar por ellas: guiñitos, carantoñas, sonrisas cómplices en encuentros y comidas, con el dinero siempre sobre la mesa como pegamento que todo lo justifica.

¿Qué ha sido de aquellos obispos que no tenían miedo? ¿Dónde están los sucesores de mártires, de confesores de la fe, de los que alzaban la voz sin importarles las consecuencias? Hoy, el episcopado español vive en un letargo tibio, cómodo y anestesiado. No dicen nada ahora, pero quizás se animen cuando ya estén jubilados, cuando ya no tengan que rendir cuentas a nadie ni afrontar consecuencias. Entonces escribirán sus memorias o darán entrevistas contando lo mucho que les dolía, lo que pensaban en privado. Pero eso no vale. El testimonio se da en vida, en el momento justo, cuando más cuesta. Lo otro es cobardía disfrazada de prudencia.

Y sí, algunos obispos callan por miedo, otros por conveniencia… y unos cuantos por convicción. Porque hay quienes realmente comparten ese progresismo eclesial que justifica la herejía como diálogo, que ve en el relativismo una virtud pastoral, y en el error doctrinal una oportunidad de apertura. Son estos los que colaboran directamente con el mal, los que blanquean a los enemigos de la fe desde dentro, revestidos de púrpura y escudados en una falsa misericordia.

El Valle de los Caídos ha sido entregado sin luchar, como símbolo de una Iglesia que ya no combate, que ya no arde, que ya no escandaliza al mundo porque ha decidido adaptarse a él. Pero la verdad no se resignifica, la fe no se negocia, y los fieles no merecen pastores que solo cuidan su imagen, su agenda y su sillón.

Aún es tiempo de reaccionar. Pero para ello, hace falta valentía, fe auténtica y amor verdadero por Cristo y su Iglesia. Lo demás —las sonrisas, los comunicados vacíos, las fotos en actos institucionales— es humo. Y de ese humo, ya estamos más que hartos.