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Hoy les ofrecemos este extracto del libro de Fabiola del cardenal Patrick Wiseman. Roma, inicios del siglo IV d.C. Fabiola, una joven patricia insatisfecha, posee todo lo que, en apariencia, da la felicidad: belleza, fortuna e inteligencia. Las conversaciones con su esclava Syra y su prima Inés, y el ejemplo modélico del soldado Sebastián, permiten a Fabiola descubrir la respuesta que busca. Muy a su pesar, esta parece estar en esa doctrina que, sin conocerla, detesta; la misma que el emperador persigue, y que se llama Cristianismo.
El descubrimiento
Apenas había amanecido cuando Corvino ya se había levantado y dirigido al Foro. Aquí encontró a los centinelas avanzados en sus puestos y se adelantó, no sin cierta ansiedad, hacia el objeto que tanto le preocupaba. ¿Quién podría describir su sorpresa, su estupor, su cólera, cuando vio que había desaparecido el edicto de la tabla y acto seguido vio al soldado dacio clavado e inmóvil como una estatua, con aire de estúpida tranquilidad?
Corvino sintió tentaciones de abalanzarse a su cuello como un tigre, pero le disuadió la mirada de hiena que vio brillar en sus ojos de bárbaro. No pudo menos, sin embargo, de prorrumpir en amargos improperios y, con la voz medio ahogada por la cólera, le dijo:
—¿Cómo es que ha desaparecido el edicto?… ¡Contéstame inmediatamente, bribón!
—Más despacio, señor Kornweiner—respondió el impasible hijo del Norte—: el edicto ahí está como lo dejasteis.
—¿En dónde, idiota? ¡Ven y mira!
El soldado se acercó, miró de hito en hito la tabla, y luego de algunos momentos replicó:
—Pues ¡qué! ¿No es esa la tabla que colgasteis anoche?
—¡La misma, animal! Pero del escrito clavado en ella, ¿qué se ha hecho? ¡Esto era lo que debías guardar!
—¡Bah, capitán! ¿Yo qué sé de escritos, sí nunca he ido a la escuela? Además, como ha estado lloviendo toda la noche, tal vez lo habrá borrado el agua.
—¡Eso es!… Y como hacía viento, el pergamino habrá volado.
—Sin duda, señor Kornweiner; decís perfectamente.
—¡Basta de bromas! ¿Quién ha estado aquí durante la noche?
—Eran dos.
—¿Dos qué?
—Dos brujos o duendes, o algo peor.
—No me vengas con necedades, o de lo contrario…
Los ojos del dacio centellearon otra vez, y Corvino, suavizando el tono, agregó:
—Veamos: dime quiénes eran esos dos y lo que hicieron.
—El uno era un muchacho alto y delgado que se arrimó al pilar, y quizá haya arrancado el papel que echáis de menos mientras yo me las había con el otro.
—¿Quién era ese otro? ¿Cuáles son sus señas?
El dacio abrió la boca y los ojos, miro unos instantes fijamente a Corvino, y contestó al fin con grotesca solemnidad:
—A fe mía, que si no era el dios Tor en persona, le faltaba muy poco. Nunca he visto fuerza como la suya.
—¿Qué hizo, pues?
—Primero se me acercó amigablemente y empezó a hablarme del frío que hacía y de otras cosas indiferentes. Sin embargo, acordándome entonces de la orden que me habíais dado, de partir por la mitad al primero que se me acercase…
—¡Bien! —interrumpió Corvino—. ¿Por qué no lo hiciste?
—Sencillamente, porque no me dejó. Le grité que se fuera si no quería que le atravesara, y dando un paso atrás enristré la lanza. Pero yo no sé cómo fue que me la arrancó de un manotazo, la partió en dos pedazos contra su rodilla, como si fuese una caña, y la arrojó a cien pasos de distancia. Vedla allí.
—¿Y por qué no le acometiste con la espada? Pero ¡demonio!, ¿dónde la tienes, que veo tu vaina vacía?
El soldado hizo un extraño gesto y, señalando con el dedo al tejado de la vecina basílica, dijo:
—Allá arriba… ¿No veis relucir algo sobre las tejas?
Corvino miró en aquella dirección, y vio, en efecto, brillar a los rayos del sol naciente, algo parecido a una hoja de espada; pero no pudiendo dar crédito a sus propios ojos, gritó con ira:
—¿Pero cómo ha podido lanzarla tan alto, estúpido?
El dacio se retorció los bigotes y gesticuló de modo tan expresivo que obligó a Corvino a repetir su pregunta de manera más suave.
—¿Qué sé yo? —contestó el soldado—. Aquel dios, o aquel demonio, o lo que fuese, sin el menor esfuerzo y sin darme cuenta, me arrebató la espada y la lanzó al tejado con la misma facilidad con que podría yo tirar un palo a veinte pasos.
—¿Y después?
—Después el muchacho salió de detrás de pilar, y desaparecieron los dos en la oscuridad.
—¡Qué lance más extraño! —observó Corvino—. Y, sin embargo, todo indica que el hecho es cierto. Esto no puede ser obra de un cualquiera. Pero dime: ¿por qué no diste la voz de alarma? ¿Por qué no llamaste a los demás?
—Primero, señor Kornweiner, porque en mi país acostumbramos abatirnos con hombres, no con duendes o fantasmas. Y segundo, ¿para qué, si vi que estaba en su sitio la tabla cuya custodia me confiasteis?
—¡Estúpido! ¡Animal! —exclamó Corvino entre dientes, y luego añadió en voz alta—: Esto puede costarte muy caro; no ignoras que es un delito que se paga con la cabeza.
—¿Delito?
—Sí; el delito de permitir un centinela que se le acerque alguien y le hable sin pedirle la consigna.
—¿Quién os ha dicho que no se la he pedido?
—¿Y te la dio? En ese caso no podía ser un cristiano.
—Sí, señor; me dijo bien claro al acercárseme: Nomen Imperatorum.
—¿Como has dicho?
—Nomen Imperatorum —repitió el soldado.
—¡Idiota! ¡Numen Imperatorum era la consigna! —gritó Corvino, echando espumarajos de rabia.
—Nomen o Numen, ¿qué más da? No hay más diferencia que una letra, y yo no estoy obligado a saber las sutilezas de vuestro idioma.
Corvino se sentía más irritado consigo mismo que con el soldado, pues, aunque tarde, comprendía que habría logrado mejor su objeto poniendo de centinela a un soldado pretoriano inteligente y astuto, en vez de a un extranjero idiota y bárbaro.
—Bien —le dijo al fin—, darás cuenta al emperador de tu conducta, y sabes ya cómo perdona él semejantes transgresiones.
—Respecto a eso, señor Kornweiner —replicó el soldado con acento sardónico que hizo palidecer a Corvino—, creo que los dos estamos unidos al mismo yugo. Por consiguiente, procurad no perderme a mí si queréis salvaros. Vuestra, más que mía, es la responsabilidad ante el emperador, y…
—Tienes razón. Yo alegaré que un numeroso grupo de gente armada te agredió y dio muerte. Así pues, permanece oculto algunos días en el cuartel, en donde haré que no falte cerveza abundante, hasta que ya nadie se acuerde del suceso.
Era este el mejor partido para el soldado, y corrió a esconderse; pero algunos días después apareció a orillas del Tíber el cadáver de un corpulento dacio, con evidentes señales de haber sido asesinado. Se creyó que habría muerto en una riña de borrachos, y no se trató de hacer la menor indagación. Y así era; pero quien hubiese querido saber detalles, nadie como Corvino habría podido dárselos más exactos.
Este, antes de alejarse del Foro, registró minuciosamente el malhadado sitio del suceso, por si descubría indicios que le diesen alguna luz para averiguar quiénes habían sido los autores del atentado. Precisamente junto al pilar donde había estado expuesto el edicto encontró un pequeño cuchillo, el cual recordaba haber visto alguna vez en manos de uno de sus condiscípulos. Lo guardó como un instrumento de su futura venganza, y corrió a por otra copia del edicto.
***
Este fragmento, editado, ha sido extraído del libro Fabiola (2021) del cardenal Patrick Wiseman, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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