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Hoy les ofrecemos este extracto del libro ¡Dame almas! de Alberto González Chaves. Rafael Merry del Val (Londres, 10 de octubre de 1865-Roma, 26 de febrero de 1930) fue una de las personalidades más deslumbrantes de la Iglesia durante el siglo XX. Nombrado arzobispo titular de Nicea y presidente de la Pontificia Academia de Nobles Eclesiásticos en 1900 por el papa León XIII, fue secretario del cónclave que eligió a san Pío X en 1903. Tal era la confianza depositada en él por el nuevo pontífice que, apenas tres meses después de su elección, lo creó cardenal y lo nombró secretario de Estado del Vaticano.
Merry… ¡¿devil?!
Los primeros años del pequeño Rafael discurrieron en Inglaterra. Cuando su padre fue destinado como ministro de España a Bruselas, pusieron al niño con su hermano Pedro en el colegio de Baylis House, el único centro de educación católica de Inglaterra, regentado por tres solteras misses Butt. Era una hermosa casa de campo, con gran extensión de terreno y una huerta que surtía de víveres al colegio. Había alumnos españoles, ingleses, franceses e hispanoamericanos. El de más edad tendría unos diez años; Rafaelito sólo siete. La miss que le tocó era una profesora a la antigua usanza y no perdonaba los palmetazos en las manos. Alguna vez los llevó el pequeño Merry, por equivocarse en la lección de piano. Y eso que, por lo general, aprendía rápida y fácilmente, aventajando a los compañeros de clase en todas las disciplinas.
Mamá Josefina ─si lo hicieran todas las madres, no tendrían que lamentarse después, en tantos casos─ vigilaba y cuidaba amorosamente la infancia de sus retoños, ayudada por una institutriz inglesa, por supuesto, católica. Los siete añines de su ingreso en el Baylis tenía Rafael cuando, un día que se esperaba en casa la visita del futuro rey Alfonso XII, aún adolescente, su mamá encargó al pequeño que, al entrar su Alteza, se pusiera al piano y tocara la Marcha Real. Sentado en el suelo detrás del sofá, el niño se negó en redondo, ante la contrariedad de su madre. A su hermano Pedro, un año menor que él, para convencerle se le ocurrió la feliz idea de prometerle, si tocaba, un pito que le había costado un penique, por el que estaba pirrado Rafael. No hizo falta más. Al conjuro del soborno, el «pianista» se levantó como un resorte y, cuando don Alfonsito entraba en el salón, comenzó a interpretar con un solo dedo, único sistema que conocía, el Himno Nacional español.
Desde muy chico, a Rafael le tiraba ser sacerdote. Cuando su tío, el jesuita Francisco Zulueta, era aún novicio en Manresa, fue a verle Josefina con sus hijos. Uno de los padres, viendo los ojillos avispados de Rafael, que lo observaba todo, le hizo esa pregunta impertinente e inoriginal que solemos formular a los niños:
─ ¿Qué vas a ser de mayor?
El pequeño contestó sin titubear:
─ Sacerdote.
─ Jesuita, ¿verdad?
─ No ─respondió Rafael con la misma rapidez─ ¡obispo!
¡Así me gusta, chavalín! Que el señor san Pablo nos manda ambicionar los carismas mejores, y ya recordaba el Apóstol a su discípulo Timoteo: Si quis episcopatum desiderat, bonum opus desiderat, lo que en román paladino quiere decir que buena cosa quiere el que quiere ser obispo (1 Tim 3, 1). Y como es doctrina de la doctora Teresita de Lisieux que Nuestro Señor nos inspira deseos irrealizables, y en nuestro espabilado niño parece que el deseo viene de Dios, pues… «¡ya lo creo que llegará a obispo! Y a cardenal de la Iglesia Romana y a segundo de a bordo del papa. Y, lo que más nos importa, a santo, como esperamos sea declarado un día por la Iglesia Jerárquica, sometiéndonos en tanto a sus disposiciones».
En su casa, tomaba a veces una galleta y un vaso de agua y, alzándolos, decía: «─ Así haré cuando diga misa». Viendo tales disposiciones, su mamá, como tantas madres piadosas cuya máxima aspiración ha sido tener un hijo sacerdote, las alentaba. Josefina Zulueta hacía para su curilla casullas de juguete, y hasta le encargó un recado de misa a medida de sus ocho jacarandosos años. Allí viera usted al reverendo don Rafaelín, juntos índice con pulgar, alzar un pequeño cáliz vacío, colgándole el manípulo de su bracito izquierdo. Se relamía la mamá oyéndole chapurrar los latines… un deleite era el nene. Un día, de paseo con la institutriz, encuentran un entierro y Rafael, sin ser notado, se incorpora al cortejo fúnebre. Al darse cuenta de la falta del niño, la señorita le busca angustiada y, al encontrarlo se lo reprocha. Atienda usted a la respuesta, por favor: «─ Mamá me ha dicho que los que mueren van al Paraíso; yo también quería ir al Cielo con ese difunto». Como esas, tenía muchas. Pues, ¿y aquella vez que su madre quería hacerle entender el significado de la infalibilidad pontificia? ¡Se la enseñó su hijo a ella! Doña Josefina tomó un libro encuadernado en negro y preguntó al peque: «─ Rafael, si el papa dijera que este libro está encuadernado en blanco, ¿qué dirías tu?». Él, tan vivo, no necesitó para reflexionar más que un segundo. Enseguida respondió, con su ingenio rápido y agudo, como una ardilla: «─ Mamá, el papa no puede decir una cosa sin sentido común». Torne a por otra, señora de Merry, que tiene usted un hijo más listo que el hambre. Eso sí, un poco demasiado vivaz, tanto que a veces se pasa de ocurrente. Como el día que pensó hacer una gracia retirando la silla de un compañero al tiempo que este se sentaba. El batacazo provocó la risa general… excepto de quien lo protagonizó. Pero Rafael fue lo suficientemente humilde para, cuando le reprendieron, pedir perdón en público al amigo burlado y no parar hasta que este le dio un abrazo.
A sus diez años, en 1875, recibió la primera comunión en la iglesia de los jesuitas de Bournemouth, y el año siguiente, ya en Bélgica, donde estaba su padre, ingresó en el colegio, también jesuita, de Nuestra Señora de la Paz, en Namur. Allí estuvo dos años, y después pasó al colegio de Saint Michel, en Bruselas. (Ya no hay que decir que también en la Compañía…; más tarde cambiaría el nombre por el de san Juan Berchmans). Así que el pequeño Merry, más que en Inglaterra, se educó en Bruselas. En Saint Michel tenían costumbre de dar semanalmente a cada alumno una tarjeta con las notas; rosa, amarilla, verde o blanca, según la categoría, de más a menos. Rafael siempre llevaba la rosa.
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Este fragmento ha sido extraído del libro ¡Dame almas! (2020) de Alberto González Chaves, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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Esperaré hasta que llegue a Buenos Aires. El biografado y el autor me atraen muchísimo! Gracias, Homo Legens!
¿Y por qué «devil» (diablo)?