(Del blog de Antonio Socci)-Aristóteles decía que el saber -la filosofía- nace del asombro, y el belén fue inventado, hace exactamente 800 años, por un hombre, el hermano Francisco, que estaba lleno de asombro: por el sol, la luna, las estrellas, los campos en flor, por la hermana agua o el hermano fuego, pero sobre todo porque Aquel que había creado todo esto, el Dios todopoderoso, se había hecho hombre para salvarnos.
Niño pequeño en el seno de María, nació, como el más miserable, en un establo, con animales, su estiércol, su aliento, su olor, su paja sucia. En un pesebre, en lo más frío del invierno.
Francisco se estremeció ante un abajamiento tan vertiginoso, ante esta inaudita autohumillación de Dios. Le derretía aún más el corazón pensar que este niño, ya adulto, el Maestro, había sido crucificado como el más infame de los criminales, había sufrido torturas inhumanas, escupitajos e insultos.
Las fuentes franciscanas dicen: «En asidua meditación recordaba sus palabras [del Señor] y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (Vida primera I, 84).
Lo que había sucedido le parecía maravilloso y asombroso. Todas las religiones expresan el esfuerzo de la humanidad hacia el Misterio, para subir al cielo. El cristianismo, en cambio, es lo contrario: el cielo que viene a la tierra. Es una noticia histórica. Son acontecimientos concretos.
En una ocasión Benedicto XVI dijo: «‘El Verbo se hizo carne’ es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa. […] Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida. Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño» (Audiencia general, 9 de enero de 2013).
Francisco estaba feliz de ello. Así, unos días antes de Navidad, en 1223, le dijo a un querido amigo suyo, Juan, que vivía en Greccio: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (Vida primera I, 84).
Eso hizo Juan y llegó «el día de la alegría». Narran las fuentes: «Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche […]. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén» (Vida primera I, 85).
Los frailes cantan, todos se alegran, Francisco está «de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros». Después el sacerdote comienza la celebración de la eucaristía; Francisco -que es diácono- lee el Evangelio de Navidad y después predica al pueblo «que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice ‘el Niño de Bethleem’, y, pronunciando ‘Bethleem’ como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba ‘niño de Bethleem’ o ‘Jesús’, se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras» (Vida primera I, 86).
El belén de Greccio realiza el deseo de «ver con los ojos del cuerpo» al Salvador (son las palabras precisas de Francisco). Y después la misa, la conciencia de su presencia real que continúa en la eucaristía y en los hermanos (el misterio de la Iglesia).
El apasionado deseo de Francisco de ver, tocar, abrazar la concreción del Salvador, de Dios hecho carne, ya sea el Niño en el establo de Belén o el Crucificado, expresa el corazón del cristianismo.
Hoy en día lo acusarían de «fundamentalismo» porque escuchaba el Evangelio de manera literal, «sine glossa» (está escrito: ¿dad todo a los pobres y seguidme? Es lo que hace Francisco literalmente. Está escrito: ¿a quién os abofetea una mejilla presentadle la otra? Es lo que hace Francisco).
Su adhesión a las palabras precisas de Jesús y al acontecimiento desnudo y crudo, a la concreción de la Encarnación y de la Pasión, fue una tempestad para el pueblo cristiano que redescubrió con él el corazón de su fe.
También cambió la historia de nuestra civilización. El realismo de Giotto -que marcó el inicio del arte figurativo moderno- es inimaginable sin la espiritualidad franciscana (no es casualidad que sea su ciclo de Asís el que marque el punto de inflexión).
Un gran y agudo intelectual judío, George Steiner, escribió: «Las filosofías occidentales del arte y la poética derivan su lenguaje secular del sustrato del debate cristológico […]. El postulado de la kenosis de Dios a través de Jesús y de la disponibilidad inagotable del Salvador en la hostia y el vino de la Eucaristía condicionan no solo el desarrollo del arte y de la retórica misma en Occidente, sino, a un nivel mucho más profundo, el de nuestra comprensión y percepción de la verdad del arte».
Steiner habla de «revoluciones de la sensibilidad… Después de Cristo, la percepción occidental de la carne y la espiritualidad metamórfica de la materia se alteraron. El rostro y el cuerpo del hombre ya no se ven tanto como creados a imagen de Dios… como a imagen del Hijo luminoso o torturado… Es una profunda revolución de los valores visuales y táctiles, de los significados sensoriales y de su expresión también lingüística…. En las civilizaciones cristianas se ha hecho radical y paradójica la residencia del yo en su carnalidad».
Todo esto está presente en el belén. Allí se proclama la sacralidad intangible de la persona humana.
Traducido por Verbum Caro
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