Anunciar al Dios cristiano, hoy

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Ante todo, y ya que el asunto es de suma trascendencia para los días que corren, ¿qué le parece al lector si comenzamos nuestro opúsculo aludiendo al origen filológico de la palabra “paganismo”? En efecto, se trata de un término que proviene del vocablo latino pagus, es decir, “aldea” o incluso “campo de cultivo”.

Se trata de una denominación relativamente moderna en la lengua del Imperio romano, ya que fue acuñada en el siglo IV por los cristianos de entonces para aludir a las personas que, por no habitar en la Urbe, aún desconocían al Hijo de Dios y se aferraban equivocadamente a los mitos grecorromanos. En este sentido, y como curiosidad, cabe destacar que la palabra “propagar” comparte esta raíz y que, literalmente, significa “extender un cultivo” o “extender por un aldea”; de este modo, se trata de una acepción netamente cristiana que pretende señalar la labor de evangelización por aquellos hábitats adonde aún no había llegado la buena nueva.

Es interesante destacar que la creencia en los primigenios dioses nace precisamente en los campos, ya que en estos el ser humano experimenta las fuerzas de la naturaleza, en especial aquellas que le causan pavor: en este sentido, la tormenta es el ejemplo paradigmático. Más tarde, y cuando el hombre se convierte en una criatura sedentaria y agrícola, intenta controlar la furia de tales deidades a través de ofrendas agradables, para que su cosecha no se vea mancillada. Curiosamente, en la Biblia misma podemos encontrar un rescoldo de tales hábitos ancestrales: Caín y Abel ofrendaban a Dios sus primicias, para que este bendijese sus labores (cfr. Gén 4, 2-4).

Evidentemente, esta fe primigenia, que con toda seguridad solo consistía en rendir tributo a aquellos dioses de la naturaleza, fue evolucionando a medida que los hombres construían sus aldeas, donde pasaban más tiempo junto al fuego y en compañía de sus familias. En este punto de la historia (o mejor aún, de la prehistoria), surgirían los primeros mitos, ya que debían dar forma humana a aquellos elementos que tanto temían. Al principio no pasarían de meras historietas con poco fundamento, mas, en cuanto el talento narrativo alcanzase cierta madurez, se convertirían en auténticas leyendas bien estructuradas. Y esto, con el tiempo, se transformaría en una verdadera panoplia de relatos divinos.

Para comprenderlo mejor, pongamos el caso de Marte (o Ares, según la tradición helena). Si indagamos en su historia, descubriremos que se trataba originalmente de un dios que habitaba en los bosques y que gustaba de aterrorizar a los hombres con su estruendoso tambor, cuyas vibraciones aquellos identificaban con los truenos que preceden a la tormenta; sin embargo, y a medida que van naciendo las aldeas, se convierte en un insigne protector de los cultivos. Más adelante, y una vez que Roma ha sido fundada, se transforma en su conocido paladión y, por ende, en el eminente dios de la guerra, pues debe dotar a sus habitantes de la fuerza necesaria para vencer a los múltiples enemigos de alrededor.

Pero claro, Marte debe ser encuadrado en una historia particular que dé sentido al origen de Roma, así que aquellos primeros habitantes sueñan que fecundó a una vestal de cuyo seno nacieron Rómulo y Remo; de ahí, pues, a que se convirtiera en una deidad seductora y amante de la causa bélica, había un solo paso. Y se dio. De igual modo, los diversos protectores de otros empeños o sentimientos humanos fueron adquiriendo apariencia antropomórfica y protagonizando leyendas similares: por ejemplo, Venus, diosa del amor, o Vulcano, cuyo oficio de herrero engarzaba muy bien con las primeras artes romanas.

Ciertamente, nos hemos centrado en Roma, pues de la cultura que nos legó aún somos herederos, mas podemos delinear una historia parecida en lo que a otros ámbitos sociales se refiere: Grecia, Fenicia, Egipto, etcétera. Todos ellos tienen como base común la cuenca mediterránea, que es el semillero de la especie humana. Se da una particularidad entre todos ellos que no pasa desapercibida entre los estudiosos modernos: sus mitos son equiparables. De este modo, cuando los ejércitos romanos conquistaban un nuevo territorio, se percataban de que ya tenían dioses cuyas leyendas coincidían con las que ellos mismos exportaban: así pues, al vencer sobre los helenos, descubrieron que el panteón de estos era francamente parecido al suyo. ¿Cómo reaccionaban ante casos así? Adoptándolo y adaptándolo, hasta el punto que hoy es harto difícil desgajar la mitología griega de la romana.

En este sentido, llama mucho la atención que la antropología actual haya procurado establecer lazos de unión entre todos estos mitos mediterráneos, para determinar cuál de ellos fue el primero y, descubriéndolo, conocer su verdadero origen. El modelo paradigmático de esta búsqueda radica en el diluvio universal, porque se trata de la leyenda más antigua de la humanidad y está presente de alguna forma en todas aquellas viejas historias. Para nosotros, ávidos lectores de la Biblia (o al menos, así lo esperamos), es bien conocido: Noé es impelido por Dios a construir un arca donde deberá resguardar tanto a su familia como a una pareja de cada especia animal, pues pretende anegar el mundo debido a que este se ha corrompido hasta extremos insospechados. Como el Altísimo es fiel a su promesa, al concluir el patriarca la construcción de su navío, abre los cielos y permite que el agua arrase con toda su creación; sin embargo, después de varios meses, el infortunado piélago decrece y tanto Noé como los tripulantes del arca —humanos y animales— desembarcan de ella y pueden repoblar la tierra.

Hasta aquí, el relato bíblico. Pero ¿sabía el lector que existen mitos ajenos al hebraico que apuntan igualmente a una suerte de diluvio universal? En Mesopotamia, por ejemplo, fue escrito el poema de Gilgamesh, cuya datación está fechada en torno al tercer milenio antes de Cristo. Básicamente, el texto relata que el dios Enlil decide destruir a la humanidad, pero que esta se salva gracias a que el héroe Utnapishtim —advertido en sueños por la diosa Ea— construye un barco en el que introduce a su familia, varias parejas de animales y un puñado de semillas. Otro dato de interés estriba en que, así como Noé, en la Sagrada Escritura, dejó volar consecutivamente un cuervo y una paloma para comprobar si el nivel del agua había bajado, el mentado héroe sumerio permite que estas aves también revoloteen por la nueva tierra hasta que ya no vuelven al barco; y del mismo modo que el patriarca judío acometió una ofrenda agradable a Dios, para que este no destruyese de nuevo la creación (cfr. Gén 8, 20-22), Utnapishtim honra a sus propios dioses con idéntico motivo.

Algo que caracteriza a entrambos mitos es que fueron desarrollados por culturas de la cuenca mediterránea, por lo que los expertos antropólogos defienden la existencia de un diluvio real que aconteció en la noche de los tiempos, quizás cuando el hombre aún estaba dando sus primeros pasos por este mundo (no obstante, y según dicha hipótesis, tal cataclismo quedó grabado en la memoria de los hombres y fue transmitido así en las sucesivas generaciones). Si volvemos a la mitología grecorromana, encontramos una explicación legendaria del hecho: cuando Hércules arribó a España para robar las manzanas del jardín de las hespérides, fue engañado por el titán Atlas, para que sostuviese la bola del mundo —¿de verdad alguien sigue pensando que los antiguos creían que la tierra era plana?— durante unos instantes; aunque el musculoso héroe accedió, pronto se percató de la finta, por lo que devolvió la carga a su legítimo penado, y con el propósito de que ninguna otra persona en el mundo cayera en la trampa, rompió el paso que había entre la península ibérica y el norte de África, donde se hallaba el titán. Por supuesto, esta ruptura dio paso al océano Atlántico, cuyas aguas inundaron el Mediterráneo, que hasta entonces era un inmenso valle.

Si el lector acepta esta teoría, déjenos que le demos una vuelta de tuerca: no solo las culturas mediterráneas se han transmitido este mito del diluvio desde el amanecer de los tiempos, sino que otras más distantes entre sí lo han hecho. En China, por ejemplo, también se relata un cataclismo similar que habría tenido lugar asimismo en torno al tercer milenio antes de Cristo; en la India, el dios Visnú se enfadó con los suyos alrededor de la misma fecha y los castigó con un aguacero devastador, y en todas las tribus americanas se narra que los cielos se abrieron para purificar a la humanidad mediante la inundación. ¿Quiere esto decir que efectivamente aconteció un diluvio universal, pero que luego fue mitificado por todas las culturas de la humanidad? Sin duda, eso parece.

Tal vez el lector piense que nos hemos perdido por los cerros de Úbeda, pero todo tiene aquí su sentido. La coincidencia de los mitos denota un sustrato de autenticidad. El primero que se percató de ello —al menos en nuestra época— fue Carl Gustav Jung (1875-1961), psicólogo suizo que le dio más de una vuelta al fenómeno religioso. Según defiende este erudito, todo este entramado forma parte de un sustrato colectivo inconsciente al que la humanidad recurre para probar sus traumas. Como suele ocurrir, mucha palabrería para poca solución. Sin embargo, dio en la clave de algo que atañe a nuestro asunto: la Deidad de Vida, un arquetipo, igualmente presente en todas las culturas humanas, que alude a la muerte y resurrección de un dios, cuyo sacrificio (voluntario o involuntario) derrama sobre los hombres un torrente de gracia.

Jung afirmaba que esta “deidad de vida” podía ser columbrada en diversos mitos, como el de Perséfone, que visita regularmente el inframundo para yacer con Hades, su marido: mientras esto ocurre, Ceres, su madre, cae en una profunda depresión que conlleva la venida del otoño y el invierno; mas, cuando aquella regresa, esta se hinche de felicidad, algo que deviene en las estaciones de primavera y verano. Por supuesto, estas dos últimas etapas del decurso anual son parte de la gracia que la resurrección de la rebelde diosecilla trae a los hombres. Y también podemos hallar mitos similares, que tienen como protagonistas a Osiris, Adonis, el ave fénix, Ishtar e incluso Baco. De hecho, echémosle un vistazo a la leyenda de este último, que nos servirá de falsilla para explicar el neopaganismo.

Baco (o Dionisos) era hijo del dios Júpiter y de la mortal Sémele, motivo por el cual, Juno, esposa de aquel, intentó liquidarlo mediante el poder de los titanes. Estos, en efecto, siguiendo las indicaciones de la despechada mujer, descuartizaron al pobre crío y esparcieron sus extremidades por diferentes puntos de la tierra. El dios Júpiter, sintiendo lástima de su propio hijo, recogió los pedazos y se los insertó en el muslo, para que adquirieran de nuevo forma humana y volviera a la vida (otros mitos señalan que lo inoculó en el seno de una virgen). Y cuando esto ocurrió, el redivivo Baco le regaló a la humanidad el jugo de la uva, que sin duda remoza el alma de todo aquel que lo prueba. Como también es una deidad eminentemente primaveral —sus festejos (las bacanales) tenían lugar durante la primera luna llena de tal estación—, el citado Jung vislumbra en ello un lejano antecesor del cristianismo (¿acaso los cristianos no celebramos la Semana Santa —es decir, la muerte y resurrección del Hijo de Dios— precisamente en el primer plenilunio de primavera?).

Esto tiene una explicación, que se aparta de aquella que defiende el psicólogo suizo. Para remontarnos a ella, dirijamos nuestra atención a dos autores que, pese a que deban su fama a sendas historias de fantasía, indagaron como ningún otro en esta problemática. Nos estamos refiriendo a J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis, creadores, respectivamente, de la Tierra Media y Narnia. Pero ¿qué tienen que ver estos dos escritores con el tema que estamos tratando? Muy sencillo: ambos beben de la teología narrativa de san John Henry Newman, quien postula que los mitos paganos se parecen al cristianismo porque tras ellos subyacía la semilla de la verdad, es decir, la Palabra de la Verdad. Tolkien llamaba a este hecho “mito verdadero”, porque, en su opinión, la historia de Cristo recababa en sí todos los mitos antiguos…, pero con una particularidad: había acontecido realmente en un momento concreto del devenir humano y en un lugar determinado de la tierra; Lewis, por el contrario, lo denominaba “sueños felices”. Centrémonos en la teoría de este último, que quizá se adecúe mejor a lo que aquí pretendemos demostrar.

En su obra fundacional, Mero cristianismo, C.S. Lewis dice lo siguiente: «¿Qué hizo Dios para no dejarnos al albur de Satanás tras la caída original? En primer lugar, nos dejó la conciencia, es decir, el sentido del bien y del mal, y a lo largo de la historia, ha habido personas que han intentado someterse a ella…, pero ninguna consiguió hacerlo del todo. En segundo lugar, Dios nos envió lo que yo denomino “sueños felices”, esto es, extrañas historias esparcidas por todas las religiones paganas acerca de un dios que muere y vuelve a la vida, y que por medio de su muerte ha dado de algún modo nueva vida a los hombres. En tercer lugar, eligió a un pueblo en particular [el judío] y pasó varios siglos metiéndole en la cabeza la clase de Dios que era: que no había otro dios fuera de él y que le interesaba la buena conducta. Pero entonces viene lo más chocante: entre estos judíos aparece de repente un hombre que va por ahí diciendo que él es Dios, que perdona los pecados, que afirma existir desde siempre y que vendrá al final de los tiempos para juzgar el mundo […]. Y todo esto tiene sentido si él es verdaderamente quien dice ser: Dios»[1].

Siguiendo, pues el símil que él mismo propone en sus propias páginas, Dios habría obrado conforme el filósofo Platón estipula en su célebre mito de la caverna: igual que el hombre necesita salir progresivamente de esta para evitar el deslumbramiento del sol, la religión verdadera debe ser manifestada poco a poco; y ese “poco a poco”, por consiguiente, son los peldaños de la mitología pagana. De este modo, una vez que Cristo vino para relatarnos su “mito verdadero”, el hombre habría comprendido que, en el fondo, siempre había creído en él de algún modo misterioso. Nosotros nos adherimos a esta postura, pues nos convence plenamente en su planteamiento y en lo poco que hemos podido bucear en las viejas leyendas de la Antigüedad. Pero ¿qué tiene esto que ver con el neopaganismo? Veámoslo a renglón seguido.

Como la propia palabra señala, “neopaganismo” busca hacer nuevo algo que ya existía (o, por mejor decir, revitalizarlo). De esta manera, pues, se traen a colación aquellos mitos antiguos, para que, o bien sean aceptados como válidos, o bien convivan con el cristianismo, o bien sean los sustitutos de este último. No es descabellado afirmar esto, ya que una de las características de este neopaganismo es precisamente su anticristianismo. ¿Cuántas sectas de hoy en día no buscan adorar otra vez a los dioses nórdicos, por ejemplo?, ¿o cuántas personas, que no pertenecen estrictamente a ningún grupúsculo religioso concreto, han recaído en la brujería o en otra suerte de ritos paganos? Y lo hacen (o al menos esta es la experiencia que u  he vivido) como una forma de contrarrestar el empuje del cristianismo, del que se sienten decepcionados, cuando no asqueados.

Pero este neopaganismo ostenta un error ab initio: los credos paganos apuntaban a la Verdad, revelada en Jesucristo; por tanto, volver atrás supone renunciar a la meta a la que tendían. Por decirlo de algún modo que probablemente ni los nuevos creyentes en los antiguos dioses se hayan planteado: obliga a desandar el camino recorrido. Otro equívoco evidente de este neopaganismo radica en la concepción actual, que, al ser anticristiana, yerra a todas luces en su propósito: no pretende buscar y establecerse en la verdad, sino afincarse en la mentira, y una mentira que abomina de la Revelación. Y aún podemos destacar un tercer fallo: el neopaganismo actual (valga la redundancia) no engarza con el viejo paganismo, porque los ritos con los que ahora se propaga nada tienen que ver con los de aquellos; y así, por ejemplo, detectamos en ellos un interés por la fraternidad universal, la tolerancia o el respeto a la diversidad que antaño no existían ni por asomo (una concesión clara a la manida ideología Woke que nos acogota en la actualidad).

En definitiva, lo que ha conseguido este paganismo de nuevo cuño consiste en cerrar las puertas a la verdad, que es Cristo. Los pobres correligionarios de esta ola —de los cuales, un servidor conoce a un puñado de ellos— se embeben tanto de esa mendacidad flagrante y de su desprecio al cristianismo que apartan su mirada de esta última meta, auténtico fin de aquellos dioses que procuran adorar. Por supuesto, y valga este renglón como acotación, estas deidades también adquieren forma más actual: el dinero, el sexo, el poder; o bien, las series, los filmes, los multiversos, los superhéroes, los caballeros Jedi, Harry Potter, y el placer, el bienestar, la naturaleza (en su vertiente más thunberigiana), etcétera. Nuevos y renovados dioses para una generación anticristiana.

¿Qué solución presentamos a esta problemática tan acuciante para nuestro tiempo? El cristiano está llamado a evangelizar, por lo que aquellas almas neopaganas están convocadas igualmente a conocer la palabra de Dios. El kerigma, pues, continúa siendo válido en un mundo como este. Por esta razón, considero que los instrumentos para alcanzar tal objetivo son idénticos a los que nuestros primeros hermanos utilizaron con ese fin: testimonio, liturgia y oración. Elaborar un tratado de cada uno de ellos excedería con mucho la extensión de este opúsculo, así que daremos únicamente las pinceladas necesarias para aventurarnos a probarlos (sepa el lector, no obstante, que no debe recurrir a ellas de manera consecutiva —es decir, primero una, después la otra y por último la tercera—, sino todas a la vez).

En primer lugar, el testimonio. En su tratado contra los gentiles, Tertuliano escribió una frase que ya forma del acervo cultural cristiano y que refleja el sentimiento que embargaba a nuestros primeros hermanos en la fe: «Mirad cómo se aman». Se trata de una aseveración cuya raíz podemos encontrar en diversos fragmentos de la Escritura, cuando no en toda ella: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34.35), «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), «Quien no ama a su hermano, a quien puede ver, mucho menos va a amar a Dios, a quien no puede ver» (1 Jn 4, 20) y etcétera. Es decir, el amor es el gran pegamento de esta cohesión a la que estamos llamados los cristianos, y su aroma, el mejor atractivo: un neopagano, absorbido por la mentira, engañado por un placer vacuo y egoísta, encontrará en nuestro cariño y entrega una respuesta a su inquietud (hace poco, de hecho, casé a una pareja —¡de veintitantos cada uno!— que cautivó a sus amigos, porque estos anhelan un amor eterno como el que ellos dos se profesaron el día de su boda).

En segundo lugar, la liturgia. Hoy vivimos en un mundo atestado de ruido y estímulos que, en el fondo, no dejan discurrir libremente el pensamiento ni mucho menos la imaginación: todo nos es dado mediante el teléfono móvil, un gran generador de opinión; todo debe ser divertido, sorprendente, innovador… Y cuando todo esto falla, rompedor. Pero ¿qué le ocurre al alma humana cuando se interna en una iglesia bien cuidada —a ser posible, con cierta penumbra y un leve olor a incienso— donde, al final del pasillo, descubre una tenue luz parpadeando junto al sagrario? El silencio, el recogimiento y la atmósfera la invaden inopinadamente para abrirle las puertas de un cosmos que desconoce y en el cual se halla Dios. Por supuesto que esa alma deberá luchar primero contra sus voces interiores, que intentarán acallar el silencio que la embarga, mas, pasado el instante de pugna, la pregunta sobre el significado de todo aquello es ineludible. ¿Y qué decir de una misa bien celebrada, en la que Dios se hace presente a través de los ritos litúrgicos, o de una homilía bien preparada? Sin duda, se trata de un paréntesis en medio del ajetreo mundano que nos ahoga a todos.

Por último, la oración, que, como anunciábamos arriba, entrevera cada una de las dos herramientas presentadas ahora. Primero, la oración de la Iglesia por esas almas perdidas —incluso me atrevería a decir “cándidas”, pues no dejan de ser víctimas de un mundo que los ha abocado al neopaganismo anticristiano—, para que se encuentren con Dios como cada uno de nosotros ya lo ha hecho (recordemos que el trabajo de conversión parte precisamente de nuestro Padre del cielo, no del empeño que pongamos nosotros); después, la oración de esa misma alma, que debe encontrar en este remanso la voz divina de aquel que lo quiere a su lado. Para este tercer paso, evidentemente, el interesado debe contar con nuestra compañía, porque rezar ha pasado de moda —aunque sus sustitutos (el yoga, la meditación trascendental, etcétera) trabajan por imponerse— y no es fácil arrodillarse en la soledad de una iglesia (bien cuidada, en penumbra y con olor a incienso quemado) o delante de un crucifijo; mas, con la perseverancia de aquel que Dios a puesto a nuestro cuidado, con nuestro cuidado mismo y con la guía del Señor, todo es posible.

Una última cosa, como el bonus de un videojuego al que el neopagano venera (o el spin-off de la serie de la que bebe a espuertas): la amistad bien entendida; no aquella que tiene como fin la conversión de una persona, que adultera el significado ímprobo y divino de la amistad misma, sino la que se fundamenta en el amor incondicional. ¡Cuántos de esos pobres neopaganos no han visto derruida su torre anticristiana cuando han conocido a un sacerdote o un laico que no los bombardea de continuo con la doctrina de la Iglesia! Sus prejuicios le llevan a creer que el cristiano solamente habla de Cristo —y así es, aunque no en el sentido que ellos piensan: el cristiano, como vive en Cristo, rezuma a Cristo, como el enamorado no puede negar su amartelamiento—, pero cuando descubre que puede tener gustos similares al suyo o que puede confiar en él, aquella fortaleza flaquea y se derrumba, y con el favor de Dios, da paso a una nueva construcción.

Hasta aquí, un somero acercamiento a la problemática neopagana que nos acucia y una posible solución. Por supuesto, el tema da para mucho más e incluso se podría realizar con él toda una tesis. Nosotros hemos querido plantear únicamente las bases y, como queda dicho, los cimientos de una nueva evangelización. Pero debemos saber que el trabajo no es solo nuestro, sino que el verdadero artífice es Dios, dueño de la historia. Cuando en 1970 el cardenal Joseph Ratzinger (ulteriormente, Benedicto XVI) fue preguntado sobre el particular, indicó: «El proceso será largo y laborioso […]. Pero tras la prueba de estas divisiones, surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza. Porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas».

[1] C.S. Lewis, Mero cristianismo, Ediciones Rialp, Madrid 2009, pág. 67

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