¡Portones, alzad los dinteles!

La sabiduría de los Salmos
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Hoy les ofrecemos este extracto del libro La sabiduría de los Salmos, de Peter J. Kreeft. ¿Qué oraciones rezaban Jesús y sus discípulos? ¡Los salmos! Los salmos son la primera respuesta de Dios a la petición «Enséñanos a orar». Cristo los rezó durante toda su vida: no solo en la sinagoga, sino hasta el mismísimo momento de su muerte.

Tanto la Biblia como el Libro de los Salmos no dejan de ser como el mar: siempre quedarán profundidades ocultas, insospechadas y sorprendentes por explorar. Los salmos son himnos, oraciones, poemas y canciones; formales e informales al mismo tiempo, espontáneos y litúrgicos, individuales y comunitarios. Es su propia naturaleza la que justifica su infinidad de significados.

Con esta obra, la intención de Peter Kreeft no es sino mostrar al lector aspectos bajo la superficie no contemplados antes: pequeñas perlas para el alma a lo largo de este recorrido por el profundo océano espiritual contenido en el Libro de los Salmos. Quizás, el lector que decida acompañar a Kreeft en su midrash exclame con ojos nuevos en su próxima visita al Libro de los Salmos.

¡Portones, alzad los dinteles!

Este salmo es más una melodía que un conjunto de palabras. Es un canto, un canto de triunfo y de alegría. La primera parte alaba al Dios Creador trascendente del universo y pregunta quién puede ascender a sus alturas, más allá del tiempo, el espacio y el pecado. La segunda parte responde a esa pregunta al alabar a Aquel que puede realizar esta tarea imposible. Es Cristo, aunque se le nombre como «el Rey de la Gloria» y está marchando, entrando triunfante por las puertas de su reino. Esto puede referirse a:

  1. Su Encarnación, en cuyo caso las «puertas» simbolizan a María.
  2. Su resurrección, en cuyo caso las «puertas» son las puertas de la muerte, que Él rompió.
  3. Lo más obvio de todo, su Ascensión, en cuyo caso las puertas son las puertas del Cielo y Él lleva a sus «cautivos al Cielo», su pueblo, a quien ha salvado por su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección.

Del Señor es la Tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

El Salmista establece primero el primer hecho, el hecho de Dios y su propiedad sobre todas las cosas en la tierra («y cuanto la llena»), especialmente la humanidad, «todos sus habitantes», las únicas criaturas que llevan su imagen y que son amadas por su propio bien.

«Del Señor es la tierra» porque la tierra es su firma. El argumento más obvio para la existencia del Creador es la creación, así como el argumento más obvio para la existencia del artista es su arte. Pero al mismo tiempo, el argumento más fuerte contra Dios es también el mundo: todo el mal y el sufrimiento que hay en él. Como dijo el antiguo escéptico: «Si hay un Dios, ¿cómo podemos dar cuenta del mal? Pero si no hay Dios, ¿cómo podemos dar cuenta del bien?».

Este salmo es la respuesta definitiva al mal porque es escatológico. Es una celebración del triunfo final y definitivo de Dios sobre el mal. La respuesta del mal no se da en un argumento, sino en un hecho, no en la filosofía atemporal, sino en un acontecimiento. (Lo mismo ocurre con el problema de la muerte: Dios no responde con una explicación, sino con la resurrección). Esto muestra por qué Dios permite el mal: solo porque de él, siempre saca un bien aún mayor.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?

Sí, Dios es santo. Pero nosotros no lo somos. ¿Cómo podemos, pues, ascender a su presencia y no morir? ¿Cómo pueden las tinieblas soportar la luz? Solo los santos pueden entrar en el lugar santo. La única respuesta a esa pregunta es Cristo, que asciende como hombre y puede ascender porque Él es Dios. El hombre necesita ascender porque ha descendido, ha caído, está contaminado. Pero el hombre no puede «estar en su lugar santo». Somos un acertijo koan viviente, un Catch-22.

El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos ni jura con engaño.

Este principio tiene que ser cierto. La suciedad no puede contaminar el cielo. De otra forma, el cielo no sería celestial. Pero ¿quién de nosotros puede decir que no está contraminado o que no es indigno? La vida es como la historieta del neoyorquino perdido en Vermont, que pide direcciones a un granjero para regresar y este le responde: «No se puede llegar desde aquí».

Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación.

La justicia exige estas recompensas, recompensas que se dan a los rectos. Pero la justicia también prohíbe que estas recompensas lleguen a los que no son rectos. Eso sería una mentira. Y Dios no puede mentir. Su justicia es tan absoluta, tan inevitable y tan exigente como su misericordia.

Esta es la generación que busca al Señor, que busca tu rostro, Dios de Jacob. (Pausa).

Aquí está el problema sin solución: lo buscamos; buscamos su rostro; nuestro corazón más profundo exige nada menos que ver a Dios cara a cara. Pero ningún hombre puede ver el rostro de Dios y quedar con vida (Ex 33,20) porque ningún hombre es puro. La luz de Dios nos disolvería como el sol disuelve una nube. Debemos ver a Dios, pero no podemos ver a Dios.

Nosotros no tenemos ninguna solución para el mayor de todos los problemas. Pero Dios sí. Solamente Dios la tiene. No hay «camino hacia arriba» humano sin un «camino hacia abajo» divino. Las demás religiones tienen «un camino hacia arriba» humano y ninguno funciona porque no conducen a la cima. Cristo es el «camino hacia abajo» de Dios, y «funciona» porque lleva a Dios hasta el fondo. Es por eso por lo que no hay paridad o igualdad entre las religiones del mundo, no importa cuánta verdad, bondad y belleza contengan. Hay muchas formas de ascender y ninguna de ellas puede reclamar superioridad absoluta o exclusividad; solo hay un camino divino hacia abajo, solo hay un hombre que es Dios.

¡Portones, alzad los dinteles!

Que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria.

Las «puertas» son «eternas», así que deben de ser las puertas del cielo. El Salmista se dirige a ellas como si fueran personas, ordenándoles que alcen ellas los dinteles. Quizá son ángeles, que vigilan las puertas del cielo y las protegen contra los ataques de los espíritus malignos, mientras al mismo tiempo, nos protegen a nosotros. La labor principal de tu ángel de la guarda es defensiva: el cielo nos envía un defensor personal contra el espíritu tentador del infierno, que es más inteligente y poderoso que nosotros, se nos envía un ángel que es igual en poder e inteligencia a un diablo, para preservar nuestra libertad de emitir el tercer y decisivo voto en cada elección moral que tomamos.

Las puertas del cielo no se abren excepto para los que pertenecen al cielo: Cristo y los cristianos, el Señor y los suyos. Las puertas del cielo no se abren nunca para dejar pasar extraterrestres y nunca se cierran a sus legítimos ciudadanos.

Muchos de los que entren serán «cristianos anónimos», aquellos que sin culpa desconocían que Cristo era realmente el objeto de cualquier fe, esperanza y caridad que tuvieran, que Cristo era Aquel a quien amaban cuando amaban lo bueno y que Cristo era Aquel a quien obedecían cada vez que obedecían a su conciencia, el profeta de su alma. En el Juicio Final, Él reclamará a todos los suyos, y nos llevaremos muchas sorpresas, porque nosotros no somos el Juez.

El Rey es «el Rey de la Gloria» solamente porque se ha convertido en el «hombre de dolores» (Is 53,3). La cruz va antes de la coronación, tanto para Él como para nosotros. De hecho, las marcas de su mayor gloria son las marcas de su dolor, es decir, las heridas que llevó incluso después de la resurrección. Son sus insignias de gloria, como también lo serán nuestras heridas menores. Su mayor gloria es su humildad, como también lo será la nuestra.

¿Quién es ese Rey de la gloria?

El Señor, héroe valeroso, el Señor valeroso en la batalla.

Es una pregunta retórica. Se pregunta, no por ignorancia, sino por conocimiento triunfante. El Encarnado ha vencido todo lo que el infierno podía arrojar contra Él: tentaciones, dolores, sufrimientos en el cuerpo y en el alma, odio, rechazo, escupitajos, asesinato, crucifixión. La batalla entre el cielo y el infierno comenzó antes de que el hombre fuera creado, y fuimos absorbidos y embaucados por ella en nuestro comienzo, en el jardín del Edén, y terminará solo cuando el tiempo termine. La batalla es la vida misma. Las imágenes más verdaderas de la vida son el amor y la guerra. La vida es nuestro romance con el cielo y la muerte es el romance con el infierno. En este final, volvemos al principio, al Salmo 1, a los dos caminos.

Aunque los dos caminos están igualmente abiertos, los bandos en la guerra no son iguales, porque el Señor es «valeroso en la batalla». David, mil años antes de la Encarnación, está celebrando ya la victoria de Dios.

¡Portones, alzad los dinteles!

Que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria.

Se repite este versículo, palabra por palabra, como el estribillo de una canción. La repetición es la estructura misma de los salmos. El paralelismo en cada uno de los versículos se refleja aquí en la repetición. Es como dos toques de trompeta, en lugar de uno: un alfa y un omega (Apocalipsis 22,13). Es una expresión en el tiempo sobre qué es lo atemporal.

Por este motivo el Rosario es una oración perfecta: sus tres componentes principales, el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria, son tan perfectos que ninguna otra oración puede rivalizar con ellos. La repetición elige no salir de ellos, fuera de las puertas de su ciudad, que es la Ciudad de Dios.

¿Quién es ese Rey de la gloria?

El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria. (Pausa).

La pregunta retórica «¿Quién es ese Rey de gloria?» se puede interpretar en el sentido de: ¿Quién es este hombre notable de nombre Jesús? Y la respuesta es «Él es Dios, Él es «el Señor de los ejércitos [de los ángeles]». Los ángeles son sus ángeles.

Él es el Rey de gloria en dos sentidos: es el Rey que eternamente tiene gloria, que viste de gloria, Aquel cuya gloria se refleja en toda verdadera gloria; y también es el Rey que la redefine, que transforma el significado de la vanidad y el orgullo de los Césares terrenales en servicio de amor y entrega (el «lavamiento de pies») que es la vida misma de Dios, de modo que en la medida en que participemos de ese amor, participaremos de esa gloria de Dios. La gloria que hay en una catedral es exactamente la misma que hay en un comedor social.

A pesar de que se suele traducir como «(pausa)», no está muy claro qué significa exactamente la palabra hebrea «selah». Es un término litúrgico que solo Dios conoce. Y es bueno que haya cosas de este tipo que nos recuerden nuestra ignorancia.

 

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Este fragmento ha sido extraído del libro La sabiduría de los Salmos (2023) de Peter J. Kreeft, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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