Dicen los que saben de esto que las dos palabras más eficaces en publicidad son, por este orden, ‘gratis’ y ‘nuevo’. Lo primero parece fácil de entender, pero no tanto lo segundo.
La veneración por lo nuevo es, por redundar, relativamente nueva, en términos históricos. Aunque nuestra fe no está tanto en lo nuevo o lo viejo como en lo eterno, lo permanente, es cosa de mera constatación histórica que el Magisterio de la Iglesia, los doctores, los Papas y la Tradición aprecian más a menudo lo antiguo, que es lo original en el sentido de cercano al origen, que novedades que a menudo han condenado explícitamente los Papas.
Hoy el tiempo es otro, y por atracción ambiental de la extendida superstición iluminista del ‘progreso’, el ‘cambio’ se ha convertido en palabra talismán con un contenido invariablemente positivo, sin pensar que el cambio pueda ser a peor tanto como a mejor, que la enfermedad o la muerte son, al fin, cambios evidentes. En un país como el nuestro, donde el PSOE encadenó tres mandatos seguidos con la sencilla consigna de “por el cambio” no hace falta insistir mucho en esta idea.
El Papa Francisco es un gran partidario del cambio. De continuo nos anima a no mirar atrás (¡indietrismo!) sino hacia el futuro, aunque mirar al futuro es no ver nada precisamente porque aún no existe, y solo puede construirse a partir de lo que hay, que es fruto de lo pasado.
De hecho, el sínodo en curso podría llevar como lema ese mismo de los socialistas, ‘por el cambio’, y el propio Francisco ha remachado esta idea en la enésima entrevista, esta concedida al medio argentino Télam y glosada en estas mismas páginas.
La Iglesia tiene que cambiar, reitera Francisco. “La Iglesia tiene que cambiar, pensamos cómo cambió desde el Concilio hasta ahora y cómo tiene que seguir cambiando en la modalidad, en el modo de proponer una verdad que no cambia”, dice. “La revelación de Jesucristo no cambia, el dogma de la Iglesia no cambia, pero crece, se desarrolla y se sublima como la savia de un árbol”.
La imagen es hermosa, aunque quizá no muy acertada como analogía: el árbol no discierne, no toma la decisión de crecer y desarrollarse ni puede elegir en un arrebato de originalidad, siendo un manzano, ponerse a dar nueces. El árbol no es libre. Los padres sinodales y el propio Papa, sí.
Y sí, es cierto, la Iglesia puede cambiar “en la modalidad, en el modo de proponer la verdad”, e incluso es posible que deba hacerlo. No es lo mismo predicar a una parroquia bajomedieval que lleva siglos marinada en el cristianismo que a la Roma pagana o a los belicosos bárbaros del Norte.
Pero si la necesidad de esos cambios se basa en la eficacia apostólica, entonces hay un medio muy sencillo para juzgar cuándo son buenos y cuándo menos buenos: los resultados. Y aquí llegamos a lo intrigante, lo desconcertante: los cambios introducidos tras el Concilio Vaticano II se tradujeron en resultados desastrosos, se mire por donde se mire, cualquiera que sea la métrica objetiva que se use: proporción de católicos, influencia social, práctica de la fe, vocaciones, recurso a los sacramentos.
Así que, bien, admitimos de buen grado que la Iglesia deba cambiar en sus modalidades. Pero también que si los cambios aplicados no funcionan, seguir insistiendo en ellos parece demencial, literalmente esa definición de locura como aquello que nos lleva a aplicar siempre las mismas causas esperando cada vez efectos diferentes.
Y es que es imposible no ver que esa iglesia sinodal que nos urge a no mirar atrás, mira atrás, a ese fantasmal ‘espíritu del Concilio’ que se las prometía tan felices. Es un indietrismo de octogenarios que se resisten rígidamente a reconocer que sus experimentos en primaveras trajeron a la Iglesia el gélido invierno en que vivimos.
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El Concilio Vaticano II ya impulsó un cambio rupturista, y hasta se atrevió a modificar algunos aspectos de la doctrina inmutable, como hizo ante la enseñanza de que no hay salvación fuera de la Iglesia (a pesar de que lo dijo Nuestro Señor, San Agustín, el Concilio de Florencia, el de Trento, el Catecismo de San Pío X, y un largo etc.).
Y Francisco, que es un subproducto del Vaticano II, que además se ha contaminado con ideologías mundanas como las que se imponen en la Agenda 2030, está llevando la cuestión del cambio hasta niveles insospechados hace unos años, y para su plan enarbola el sínodo de la sinodalidad para buscar apoyos y excusas.
A Francisco y a sus sinodales, debemos recordarles lo que decía San Vicente de Lerins en su Conmonitorio: progreso sí, cambio no.
Sería bueno saber quién le da órdenes a Bergoglio, y por qué las obedece.
Muy bueno.
Supongo que serán los oligarcas que dirigen el mundo, los que quieren crear el Nuevo Orden Mundial. Aunque no creo que lo consigan. Y si Bergoglio les obedece, es que le importa más este mundo que el otro…
¡Esta claro!, a Bergoglio le da ordenes el diablo
Lo que empieza a ser muy cansino, es que todos los actos litúrgicos sean precedidos por la matraca del sínodo, hasta en el santo rosario se ha metido la estafa sinodal. Consecuencias, que los escasos miembros de la iglesia que quieren participar en la Santa Misa por ejemplo, pues cambian de canal o se salen de la iglesia para que la indignación no influya en el Santísimo Sacramento. Ya sé que reciben órdenes de los esbirros de los prelados modernistas, pero los tradicionalistas estamos hasta los mismísimos de aguantar esta propaganda herética que supone el tiro de gracia de la iglesia que hemos conocido de siempre. La primavera conciliar se fue enfriando hasta llegar ahora a la glaciación total.
Totalmente. Como meter en las Letanías del Rosario el invento interesado ese de Bergoglio: «Consuelo de los MIGRANTES»… ideología de Agenda 2030 (la de invasión de Europa favoreciendo además la trata de seres humanos de las mafias, toma ya) metida para lavar el cerebro de los católicos ingenuos y/o papólatras…
Estoy de acuerdo con el Papá. Hay que cambiar. Y de hecho la Santa Iglesia Católica tiene cambios. En las últimas décadas han surgido nuevos caminos como el Opus Dei, los Franciscanos de la Inmaculada, los Heraldos del Evangelio, etc. A lo mejor estos cambios no le gustan a su Santidad. Qué le vamos hacer: nunca llueve a gusto de todos.
Sería un gran cambio que bergoglio y sus secuaces se marcharan ya, y dejaran en paz a la Iglesia de Nuestro Señor.
Un cambio que consiste en dar gato por liebre.
“La Iglesia tiene que cambiar, pensamos cómo cambió desde el Concilio hasta ahora y cómo tiene que seguir cambiando en la modalidad, en el modo de proponer una verdad que no cambia”
Santidad, el cambio del que habla no se ha limitado hasta ahora sólo a la «modalidad»: ustedes cambian, contradicen y tergiversan la Doctrina, el Catecismo, el Magisterio y la Liturgia como les da la real gana. Por tanto, el cambio perpetrado por ustedes es uno que modifica todo cuanto nos ha enseñado la Iglesia fundada por Nuestro Señor desde el principio.
Por tanto, no: no nos venga con monsergas ni ambigüedades, ni tampoco intenté darnos gato por liebre, que no cuela.
Y si de verdad quiere un cambio y «proponer una verdad que no cambia», es fácil: retráctense de todo cuanto han dicho y hecho tanto usted como el resto de la chusma herética que está dañando ahora mismo la Iglesia actuando contra esa Verdad, y vuelvan a ser ministros católicos fieles e íntegros en la Fe y en la Verdad.
Muy bueno su artículo Carlos Esteban, los «noveleros » están convencidos que la verdad comenzó con ellos y por eso les importa muy poco la TRADICIÓN milenaria de la Santa Iglesia Católica…. paciencia hermanos católicos,,, dice un Salmo «… no sufras por los malvados, no envidies a los que obran mal, se secarán como la hierba…. mi su sitio, ya no está… «
Veo que no entendéis lo que significa «cambio», cuando por razones históricas los cambios de algunas cosas se producen: cambios léxicos, cambios de costumbres, etc…nadie habla de cambio, sencillamente sucede. lo que quiere decir aquí esta palabra es alterar algo a voluntad sin intención de hacer reflexión alguna de si ha sido una buena idea. Si un tendero hace cambios en el establecimiento y no le va bien, deshace lo hecho y vuelve a lo anterior que le daba mejor resultado, pero esto no va así porque a un cambio sucede otro, otro y otro y así hasta la náusea. En todo caso la reflexión jamás llevará hacia atrás sino que la conclusión será que no se ha cambiado lo suficiente. El Concilio fracasó, según ellos, porque fue demasiado tímido en las reformas.
La palabra «cambio», se ha convertido en la palabra mágica del progresismo. Suena bien porque todo el mundo aspira a mejorar su situación, pero ahí está la trampa: el cambio puede ser a peor , el cambio puede ser un engaño para introducir elementos tóxicos y disolventes.
La palabra «cambio» es más propio de políticos que de religiosos. La palabra clave para un católico es «fidelidad» a la Fe recibida por Jesucristo y los Apóstoles.
Bien dicho, Fred.