La semana que viene celebraremos la Jornada Mundial de la Juventud. Siempre ha sido un motivo de entusiasmo para todo el mundo, especialmente, por supuesto, para los jóvenes.
Yo mismo recuerdo mis experiencias en Madrid y Colonia, por ejemplo, cuando vitoreábamos al papa Benedicto XVI y atendíamos con atención sus palabras cargadas de sabiduría; cuando asistíamos a las catequesis de los obispos para profundizar en el mensaje de Jesús; cuando nos pasábamos la noche rezando delante del Santísimo, o cuando, hora tras hora, confesábamos a la ingente cantidad de personas que acudían a nosotros. ¡Y qué decir del jolgorio que se montaba cuando el papa nos enviaba a evangelizar al finalizar la santa misa y se anunciaba la localización de la siguiente JMJ! Por desgracia, son recuerdos que no volverán a materializarse nunca más.
En efecto, el obispo auxiliar de Lisboa, Américo Aguiar —dentro de nada, cardenal— irrumpió en los medios con un escopetazo digno de una parodia de los Hermanos Marx (o peor aún, de la Iglesia actual): «La JMJ no está para convertir a los jóvenes a Cristo ni para llevarlos a la Iglesia católica»; ítem más, y por si esto fuera poco, anunció que podía participar cualquier joven de cualquier religión —judío, musulmán, budista, hinduista, mediopensionista, etcétera— o incluso de ninguna religión. Entonces, ¿para qué está la JMJ si no es para celebrar la fe católica?, ¿para qué nos enviaban los papas anteriores a evangelizar (sin hacer proselitismo, por supuesto, no vaya a ser que cometamos un pecado contra los respetos humanos)? Imagino que se equivocaban y que ahora son las nuevas hornadas de prelados pontificios los que han descubierto la quintaesencia de nuestra fe…
Yo estoy convencido de que veremos alguna que otra bandera arcoíris y, ¿por qué no?, el rosco de la Agenda 2030 decorando algún que otro stand. Y no me cabe ninguna duda de que las directrices de tan satánica agenda aparecerán de rondón por alguna que otra catequesis. Por cierto, llega a mis oídos que este año, como novedad, ya no habrá catequesis por parte de los obispos, sino que estos recibirán una catequesis por parte de los jóvenes: algo así como lo que pudimos ver —los que tuvieron estómago para aguantarlo (un servidor ni siquiera hizo el gesto de prender el televisor para tal fin)— en el horroroso documental Amén. Francisco responde, una catequesis de Jordi Évole con el papa Francisco como artista invitado.
Pero bueno, vayamos al grano, porque aquí se escribe sobre cine, no sobre política eclesiástica. La película que nos ocupa hoy se titula Siete ciudades de oro (Robert D. Webb, 1955), un film rodado en pleno apogeo del género histórico en Hollywood que versa sobre el padre Junípero Serra, santo de la Iglesia católica canonizado precisamente por el papa Francisco. Se trata de una biografía parcial, porque no aborda sus años mozos en Mallorca —aunque esta salga a relucir— ni su tiempo como profesor en la Universidad Luliana (aka, Universidad de las Islas Baleares), sino solo su labor como misionero en la bahía de San Diego, que es sin duda la más importante. Pese a ser un español de relevancia internacional —recordemos que hasta hace poco había una estatua en su honor en el Capitolio norteamericano—, y como suele ocurrir, en nuestro suelo nadie se acuerda de él y este es el único testimonio cinematográfico de su vida que podemos encontrar.
Ciertamente, advierto que la película no es gran cosa, aunque sí lo bastante aceptable para conocer la obra de san Junípero. Y es que este, en efecto, es abordado como personaje secundario y no como principal, ya que, como estamos hablando del Hollywood dorado, pesa más el romance entre un español y una india que otra cosa; o bien, destaca en mayor medida el diseño de producción —en aquella época de péplums, un factor relevante— que la historia en sí. Pero la figura del padre Serra está muy bien tratada: ahí aparece él, cojito y todo, como es menester; reprendiendo los excesos de sus compatriotas, rezando y mortificándose por el bien de las almas, y ejerciendo la caridad a diestro y siniestro. Aunque lo más llamativo es su labor con los indios. Esta parte es encantadora, porque vemos cómo se acerca a ellos y les ofrece baratijas, para doblegar su pagano corazón y terciarlo en favor de Cristo: una imagen de la Virgen, un rosario, un crucifijo, etcétera (por cierto, el término “baratija” ha sido escrito en letra bastardilla, porque es el nombre que les designan a tales objetos de piedad los detractores del santo). Los indios son como niños, dice Junípero, por eso deben adentrarse en la verdad a través de esos juguetitos.
Bueno, pues en realidad todo esto no vale para nada. A decir verdad, no sé por qué van a ver ustedes esta película sobre la evangelización de América, ya que, conforme hemos indicado, no debemos hacer nada para llevar el Evangelio a nadie. ¿Por qué vamos a hablar de Jesús a un mahometano, si este se puede salvar a través de su religión? Invitémoslo al ambiente festivo de la JMJ y ya está, pero ¿hablarle de Cristo? Aquí no estamos para eso. Ignoro qué llevó al padre Serra —y a tantos otros misioneros célebres, como nuestro ilustre san Francisco Javier— a embarcarse para el Nuevo Mundo, porque los indios no necesitaban del Señor para salvarse: con comerse de vez en cuando un corazón de búfalo y pasar la noche entera encaramado a una roca como Richard Harris en Un hombre llamado caballo, era suficiente. En la peli, el padre Serra dice que echa mucho de menos Mallorca y que se acuerda de España todos los días (sic), pero que Dios lo ha llamado a una misión mayor. Pues supongo que hizo el tonto, porque, si hubiera esperado unas centurias más, habría sabido que la religión de los indios era tan válida como la cristiana y que podría haberse quedado apoltronado en el sofá para opinar a golpe de tuit.
Pero volvamos a la película, porque este es un escrito sobre cine y no sobre política eclesiástica. Yo le pongo un solo inconveniente: la leyenda negra. En efecto, los españoles son presentados como una pandilla de pendencieros maleantes con sed de oro y hambre de mujeres. Y yo no digo que no hubiera alguno que fuera así, pero sí digo que no eran todos, como insinúa el filme. Aunque quizás sea un elemento retórico lícito, creado para que descuelle la figura de san Junípero, que se comporta como un cordero en medio de lobos. En cualquier caso, su resolución final en orden a la defensa de los indios concita el respeto por parte de todos, y los que antes lo veían como un frailecillo enclenque, lo consideran ahora como el más aguerrido de los soldados.
Para terminar, debo decir que hay una escena que, en opinión del que suscribe, está entre las más bellas del cine religioso. No quiero hablar mucho acerca de ella, para que se dejen cautivar ustedes cuando la vean, pero tiene que ver con la Sagrada Familia. Es tan emotiva que me emociono con solo recordarla. Por supuesto, su significado es más hondo que la mera estética, pues simboliza que san José, la Virgen María y el Niño Jesús no solo aprueban, sino que también apoyan la empresa de san Junípero. Me pregunto si aprobarán (y apoyarán) igualmente la deriva de la JMJ.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando
Muy bien escrito estimado Padre, sacarle un poco de buen humor serio a la tristeza he indignación que causan algunos nuevos neocardenales.
La verdadera Iglesia Católica
prevalecerá por sobre los infiltrados y las leyendas negras..
Siga escribiendo usted..
Propaganda antiespañola, basta ver un mapa del mundo, y que tienen los ladrones.
Gracias, padre, por su sabiduría cinéfila y por su comentario sobre la JMJ. No niego que a Fray Junípero se le hace un injusto olvido en España, mientras que en Estados Unidos tenía una estatua en la sede del poder político, pero así son las cosas, España no puede gratificar a sus héroes, simplemente porque los hay a miles, mientras que Estados Unidos lo tiene más fácil,
Que desilución te habrás llevado Paterjm al ver que no fue así como dices, es más, hasta un milagro parece se dio en una jovencita que padecía una cierta ceguera y que en Fátima recobró la vista cuando estaba el Papa ante la imagen de la Virgen de Fátima… no podemos vivir del recuerdo de que lo pasado fu mejor, es el estribillo de los viejos no tanto física sino de corazón, hay que abrirse a la novedad del Evangelio, eso es la Buena Nueva, y dialogar con el mundo actual con su propio lenguaje, así ha sido siempre. No podemos encerrar la Buena Nueva en las sacristías de nuestros templos y saberlo presentar con entusiasmo y alegría. Me extraña tu falta de ilusión así solo convences a unos cuantos meapilas y ya.
Qué discurso tan viejuno, propio de progresaurio sesentero que sólo convence a unos cuantos comecuras.
«no podemos vivir del recuerdo […] es el estribillo de los viejos no tanto física sino de corazón»
Pues ya sabe: modernícese usted, que los revolucionarios años 60 del siglo pasado no van a volver, y los pocos que quedan de su cuerda se están extinguiendo a toda velocidad (ley de vida) y sin reemplazo generacional. Y que atribuya «milagros» a distancia a Francisco (que niega milagros) es de coña.
En cuanto a sus ideas sobre el mundo, ¿a quién piensa que los católicos vamos a creer, a la Palabra de Dios o a usted?
«¿No sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (St 4,4).
«No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre» (I Jn 2,15).
«Que no os conforméis a este siglo [que no os adapteis a este mundo]» (Rm
La última referencia evangélica, que ha salido cortada, es: (Rm 12,2).