(Eric Iborra en La Nef)-En un discurso clave pronunciado en el Colegio de los Bernardinos, Benedicto XVI demostró que el vínculo con Dios es el fundamento de la cultura europea y preserva la dignidad humana, hoy amenazada.
El 12 de septiembre de 2008, Benedicto XVI se dirigió al mundo de la cultura. Situándose en el terreno de su auditorio, lejos de ser un fanático de lo que estaba representando, invirtió completamente la perspectiva al mostrar que aquello de lo que la civilización europea se enorgullece con razón -las artes y técnicas que se han desarrollado en su seno- fue producido como por añadidura por una civilización que buscaba lo más elevado: Dios mismo. Benedicto XVI abrió su reflexión preguntándose por los lugares que le acogieron, el colegio cisterciense medieval.
Demuestra que la cultura no es un fin en sí misma, sino un subproducto de la búsqueda de Dios. Históricamente, los monjes no pretendían preservar la cultura antigua como tal ni crear una cultura nueva. Si ha surgido una nueva cultura, es como resultado de una búsqueda a otro nivel. Benedicto XVI parte del lema benedictino ora et labora. Por una parte, las exigencias de la oración nos llevan a examinar las Escrituras en las que Dios se da a conocer y nos sugiere las palabras y actitudes adecuadas para entrar en relación con Él. De esta búsqueda surgieron las ciencias auxiliares de la búsqueda espiritual, que florecerían en las disciplinas literarias y artísticas europeas. Por otra parte, la conciencia del trabajo como participación en la obra de un Dios que crea conduce a la valorización de la inventiva y de la actividad, lo que estimulará el florecimiento de esas técnicas que vuelven a constituir el legítimo orgullo de Occidente.
Por último, el papa habrá demostrado que, sin haberlo querido, la búsqueda medieval habrá producido la cultura moderna: «Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables». Esto zanja la cuestión de las raíces cristianas de Europa. A continuación hace esta observación, que también es una cuestión formidable: «Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura». Porque la tragedia de Occidente hoy es la exclusión de Dios. Esto repercute en la comprensión del yo y, por tanto, en la comprensión de la libertad. Para encontrar una solución a este problema, primero debemos dar un paso atrás y contemplar el universo en el que tiene lugar esta búsqueda de Dios. Aunque la búsqueda de Dios pueda parecer un asunto puramente privado, pronto queda claro que no es así. Dios se da a conocer en su Palabra, confiada a un pueblo, Palabra que se difracta en múltiples palabras humanas. Benedicto XVI responde: «La Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo». En otras palabras, la comunidad está en los dos extremos de la cadena: en la Revelación, que, al realizarse en la historia, multiplica las palabras (los libros bíblicos); y en la exégesis de estas palabras, que las une a todas para ver en ellas un único Libro. El lugar del diálogo entre Dios y el alma es, pues, la comunidad, y más concretamente la comunidad que actualiza la presencia del Interlocutor divino: la comunidad litúrgica.
Volvemos a encontrar uno de los elementos centrales del pensamiento de Benedicto XVI: la liturgia es el lugar teológico por excelencia de la fe. Es en la Palabra de Dios celebrada litúrgicamente donde mejor se actualiza el quaerere Deum. Esto tiene una consecuencia inmediata: puesto que el cristianismo tiene una dimensión inherentemente comunitaria, siendo él mismo la expresión del diálogo del logos humano con el Logos divino, sería un error negarle toda visibilidad social. Esta dimensión pública tiene efectos felices, argumenta el papa: la regulación comunitaria protege contra «los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra».
Al interpretar la Revelación, la comunidad creyente relativiza el yo al mismo tiempo que relativiza la letra (la verdad revelada que aparece en la sinfonía de textos).
Esta comunidad, dentro de la cual se desenvuelve el creyente, va más allá de las fronteras humanas, se extiende al cosmos, como subraya el papa en su análisis de la respuesta litúrgica, que toma la forma del canto: la armonía con Dios, dentro de la armonía de la comunidad celebrante, expresa la armonía mucho más amplia de la Creación y la solidaridad que une al hombre con el mundo creado. Estos son los cimientos de una ecología sana. Ahora podemos volver a la cuestión de la libertad.
Ruptura del diálogo con Dios
La ruptura del diálogo con Dios, el Otro por excelencia, conduce a la desvalorización de la alteridad y, por tanto, a la disolución de la comunidad y al aislamiento del yo. El mundo de las artes, con su sensibilidad, es una ilustración de ello. En su reflexión sobre la música occidental -pero esto vale también para las artes plásticas- Benedicto XVI recuerda que en el origen de todo arte está el diálogo con Dios. «De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una ‘creatividad’ privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo». La secularización conduce a la desintegración del vínculo social y al ombliguismo de sus miembros, que se caracteriza por una decadencia del arte y la cultura.
Las mismas causas producen efectos similares en el mundo de la tecnología. La búsqueda comunitaria de Dios es al mismo tiempo el descubrimiento de la caridad fraterna y, por tanto, el origen de ese impulso que ha llevado al mundo cristiano a poner sus talentos intelectuales y técnicos al servicio de los demás. La civilización de la escuela y el hospital es una joya de la fe. Lo mismo podría decirse del progreso científico, cuyo objetivo ha sido mejorar la vida humana. Pero, ¿qué ocurre con este impulso cuando se separa de su fuente teológica? Los talentos humanos se ponen al servicio de un yo con aspiraciones ahora secularizadas, mientras se pierde la dimensión icónica de los demás y del cosmos. El mundo se convierte en una cantera de materiales y la sociedad en una reserva de mano de obra, que hay que explotar. Las personas y la naturaleza se instrumentalizan. Nos alejamos de los fines trascendentes e inagotables y apuntamos solo a fines naturales, limitados tanto en calidad como en cantidad. La antropología materialista de los racionalistas ingleses del siglo XVII condujo a esta deshumanización, que se reflejó cada vez más en la legislación europea y en la crisis social generalizada a la que Occidente arrastró al resto del mundo. «Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción». Y añade: «Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad solo como la falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad». En otras palabras, y este es el núcleo de su argumento, la libertad solo existe en el diálogo, como aquiescencia a un amor considerado y trascendente. No es autoposesión absoluta, es autonomía heteronormativa. Porque el hombre, como individuo en una comunidad, es imagen de un Dios que es comunión de amor. Autónomo, lo es porque solo hay amor en un diálogo libre; heteronormativo, lo es también porque esta ley del amor que le es interior no procede de él mismo sino de Dios que le ha creado. La libertad cristiana, lejos de conducir al subjetivismo y al aislamiento en uno mismo, abre la mente a Aquel que es el Origen de todo el cosmos y que vela misericordiosamente por cada una de sus criaturas.
Publicado por el padre Eric Iborra en La Nef
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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SU MAJESTAD DON CARLOS VII Y REAL FAMILIA VISITAN EL MUSEO CARLISTA DE MADRID
El pasado Lunes su majestad católica don Carlos VII de Borbón y Austria Este, en unión a sus hijos, Don Jaime, D@ Alicia, t D@ Beatriz y de su esposa D@ Berta de Rohán han realizado una visita al Museo Carlista sito en la localidad de San Lorenzo de el Escorial. Allí recordó en la sala de las batallas a sus principales colaboradores, el marqués de Valdeespina, y al general Ollo; pude haber muerto al mismo tiempo que el, por que habia abandonado el lugar donde explotó la granada momentos antes. Me miraba a los ojos y me decía si tu supieras lo que teníamos en la sala de las batallas de Loredán, allí tantos veteranos nos visitaban y se echaban a llorar y volvían a besar las viejas banderas. Don Jaime ante las gestas de los generales Zumalacárregi, Cabrera y Miguel Gómez, decía, eran hombres de otra raza, siempre luchando en minoria y siempre ganando.
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Se pararon ante la cruzada del 36 y allí rindieron homenaje a los caídos del Requeté, en especial a los mártires Molle Lazo, Agustina Simón, Felix Mendaza. Don Jaime Dijo, siempre supe que seguiría habiendo buenos carlistas, mientras hubiera buenos españoles. Después pasaron a la sala de los reyes. Ante el trono vacío, con el escudo de los reyes de España, a la espera, sabiendo que el tiempo no pasa para las Causas imperecederas como lo es la Santa Tradición. Doña Berta me comentó que el carlismo efectivamente había existido, que existe, y que seguirá existiendo mientras haya españoles que quieran conservar su memoria, y luchar por Dios, Patria, Fueros, y Rey legítimo. Al salir, su majestad besó el detente del Sagrado Corazón que está en la fachada, como depositario de sus anhelos. Se despidió pidiendo a los carlistas que visitaran el museo donde están contenidas las glorias de nuestra patria y de la Tradición.
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