Ordet o el milagro de la palabra ante el silencio de Dios

Por Luis Durán Guerra Fe y razón
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Benedicto XVI, in memoriam

La historia del pensamiento occidental es inseparable del conflicto entre la fe y la razón. Surgido como consecuencia del encuentro de la revelación cristiana con la filosofía griega (la traducción griega del Antiguo Testamento supuso un primer acercamiento entre fe y razón, declaraba en 2006 Benedicto XVI en el polémico discurso de Ratisbona retomando una idea que ya había sugerido en su lección inaugural de Bonn El Dios de la fe y el Dios de los filósofos), este conflicto fue aparentemente resuelto en la Edad Moderna mediante la separación total de ambas. Como dijo Galileo, “la Biblia nos enseña cómo se va al cielo, no cómo va el cielo”. Desde este punto de vista, la Reforma protestante no hizo más que ahondar en una ruptura que se remontaba a la enorme grieta ocasionada por el nominalismo en el magnífico edificio de la escolástica cristiana. “Ramera del diablo” según Lutero, la razón, y por ende la idea de una inteligencia de la fe (credo ut intelligam), posición del pensamiento cristiano de San Agustín a Santo Tomás de Aquino, ha sido siempre, salvo contadas excepciones, rechazada por el pensamiento teológico de cultura protestante. Credo quia absurdum, “creo porque es absurdo”, la fórmula del apologista latino Tertuliano (c. 160-220) se ha convertido en el lema de todo fideísmo que renuncia a justificar ante la razón aquello en lo que se cree. El lógos griego no puede entender el misterio cristiano del Verbo encarnado.

La postura fideísta sobre el conflicto entre la fe y la razón encontraba un apoyo decisivo en la propia Escritura. El pasaje más importante es, sin duda, I Co. 1:20: ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el disputador de las cosas de este mundo?¿No ha hecho Dios necedad la sabiduría de este mundo? En su Introducción a “¿Qué es metafísica?”, de 1949, Heidegger ha citado este texto antes de formular una pregunta irónica que supone toda una declaración de principios: “¿Volverá a decidirse la teología cristiana a tomarse en serio las palabras del apóstol y, de acuerdo con él, a tomarse la filosofía como una locura?”. Escándalo para los judíos, la predicación de Cristo crucificado se presenta a los griegos como una locura. Sin embargo, esta locura de la que no puede dar razón la filosofía, la locura de que Jesús “fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos” constituye la confesión de fe fundamental del Credo cristiano. La cuestión que se nos plantea, pues, es la siguiente: Puesto que el Logos se ha revelado impotente para decir el Verbo, ¿cómo hablar de Dios?

Los derechos de la razón natural los ha hecho valer, con todo, el propio San Pablo a pesar de su condena inicial de la sabiduría de este mundo. En efecto: Lo cognoscible de Dios les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó (Rom. 1:19). Y en su discurso en el Areópago, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos, como alguno de vuestros poetas ha dicho (Hch. 17:28). Pues bien, si se quiere evitar el silencio del misticismo, entonces, dado que el lenguaje conceptual se revela a todas luces como inadecuado para expresar el hecho religioso, como ha mostrado Luigi Pareyson en su ensayo titulado Filosofia ed esperienza religiosa (1985), sólo el simbolismo del arte -y el cine es, sin duda, un arte- podría atreverse a mostrar aquí algo sobre lo que mejor sería con Wittgenstein callar.

A los cien años de la muerte de Søren Kierkegaard (1855), el “Pascal del Norte”, y tras dos guerras mundiales que pusieron de manifiesto la “muerte de Dios” que Nietzsche había anunciado en 1882, el cineasta danés Carl Theodor Dreyer adapta para la gran pantalla el argumento de Ordet, la obra teatral de 1925 de su compatriota el dramaturgo y pastor luterano Kaj Munk. La historia de esta obra maestra es sencilla. En un pequeño pueblo de la Jutlandia occidental vive el viejo granjero Morten Borgen con sus tres hijos: Mikkel, Johannes y Anders. El primero está casado con Inger, una mujer bondadosa y abnegada que espera a su tercer hijo. El segundo ha perdido la razón por haber leído a Kierkegaard y cree ser el mismo Jesucristo. En cuanto al tercero, que es el más joven, está enamorado de Anne, la hija de Peter, el sastre, quien se encuentra enfrentado a Morten por discrepancias religiosas. Opuesto en principio a la unión de su hijo con la hija de Peter, Morten accede a la misma cuando se entera que su hijo ha sido rechazado por su rival en materia de fe. Es entonces cuando Inger se pone de parto y muere tras haber dado a luz un hijo muerto. Peter el sastre se arrepiente por haber deseado la muerte de Inger y accede a que su hija se case con Anders. Pero Johannes, que parece haber recobrado la razón después de haber estado desaparecido, entra en la habitación donde están velando el cadáver de su cuñada y agarrado a la mano de su sobrina Maren pronuncia la palabra que hace resucitar a la difunta.

La crítica coincide en señalar que el tema de esta extraordinaria película es la fe. ¿Pero de qué clase de fe estamos hablando? Sin duda, no puede tratarse más que de la fe cristiana. Pero la fe cristiana no puede confundirse con una religión como otra cualquiera. La fe cristiana, se ha dicho, acaba con todas las religiones en la medida en que ella no es otra cosa que la fe en Cristo resucitado. Pues como está escrito: El que cree tiene la vida eterna (Jn. 6:47). De ahí también las palabras del Apóstol: Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe (I Co. 15:14). Cualquier discusión sobre el significado y el valor de la fe cristiana debe partir necesariamente de estas palabras nunca suficientemente destacadas. Ahora bien, Ordet constituye el monumento de una crisis de fe mucho más radical que la que se ha derivado del humanismo ateo contemporáneo. El silencio de Dios, que es el problema teológico verdaderamente capital de nuestro tiempo, planea sobre toda la película como una tempestad que amenaza con abatirse en cualquier momento contra la aparente tranquilidad de Borgensgaard y derribar una fe que ya había sido sacudida por la locura de Johannes. Como responde la Muerte al caballero Antonius Block en El séptimo sello (1957) cuando éste expresa su deseo de que Dios tienda su rostro hacia él y le hable: Él no habla. Pero justo cuando la muerte parece tener la última palabra sobre el sentido de la vida humana, justo cuando estamos tentados a decir con el filósofo italiano Manlio Sgalambro que Dios debe ser un homicida o que la muerte misma es Dios, ocurre el milagro de la resurrección de Inger, el milagro de la palabra ante el silencio de Dios. La cuestión que nos plantea la escena final de Ordet podría formularse, pues, del siguiente modo: ¿cómo interpretar el milagro a la luz del problema de la fe para no hacer del mismo un simple acto de taumaturgia y, por consiguiente, un acontecimiento inexplicable que poco o nada tiene que ver con la historia de la salvación?

Sin duda, Dreyer reacciona en este filme contra una tendencia de la propia teología protestante que en su pretensión de “desmitificar” el mensaje cristiano (kerygma) debe acabar desvirtuando irremediablemente el mismo. El propio Morten Borgen parece ver los milagros como una cosa del pasado, pero es en el diálogo que mantiene Johannes con el pragmático pastor donde se ve la posición de la Iglesia oficial de la época respecto al tema que nos ocupa. Como Sansón Carrasco, el verdadero antagonista de Johannes, caballero quijote de la fe, es este ministro de la Iglesia que no cree que los milagros sean posibles en nuestro tiempo.

—Soy el nuevo pastor. Me llamo…

—¡Yo me llamo Jesús de Nazaret!

—Jesús…, ¿cómo piensa probarlo?

—¡Tú, hombre de fe que en realidad no la tiene! Los hombres creen en Cristo muerto, pero no en el vivo, creen en mis milagros de hace dos mil años, pero ya no creen en Mí. He vuelto para demostrar que mi Padre está en el cielo y para hacer milagros.

—Hum…, en nuestros días ya no hay milagros.

—Así es como habla mi Iglesia terrestre, la Iglesia que me traiciona, que me ha asesinado en mi nombre. Aquí estoy y nuevamente renegáis de Mí, pero si volvéis a crucificarme, malditos seáis.

Imposible no recordar aquí el relato del Gran Inquisidor de Dostoyevski que se incluye en la novela Los hermanos Karamázov. El genial escritor ruso narraba en su texto cómo Jesús volvía a hacer milagros en la España de la Inquisición, pero era finalmente arrestado y condenado a muerte por interferir en los planes de la Iglesia. Dreyer parece sugerirnos que en Borgensgaard nadie tiene realmente fe, excepto un loco y una niña… E Inger, la piadosa y sufrida esposa de Mikkel, la única que realmente lleva a la práctica el mandamiento del amor al prójimo y que no duda en creer que para Dios nada es imposible. En efecto, el ateísmo se encuentra más o menos larvado en Mikkel a quien no le falta, sin embargo, la bondad de la que carece Peter, el sastre, cuya fe lúgubre y fanática constituye, sin duda, una desviación respecto al espíritu del Evangelio que pretende seguir, no sin cierta mortificación, Morten. Pero más condenable es aún la fe institucionalizada del pastor, pusilánime, fríamente racionalista y escéptica ante los milagros. La fe profética y mística de Johannes, en un mundo en el que Dios parece por completo ausente, si es que no muerto, supone un aldabonazo y una voz en el desierto que clama en vano por despertar las conciencias dormidas de sus semejantes. Sólo una niña, la pequeña Maren, parece creer en su tío, y es que como dijo el propio Jesús, si no os mudarais e hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt. 18:3). La resurrección de Inger se presenta, pues, como la señal que necesita el hombre de poca fe para descubrir el verdadero significado de la fe en la Palabra viva del Dios vivo.

Sin embargo, podríamos preguntarnos qué habría sucedido si no se hubiera producido el milagro. Las consecuencias para la fe habrían sido, sin duda, catastróficas. La palabra se habría revelado inútil y el silencio de Dios impuesto como una losa sepulcral sobre la conciencia de los personajes. Como la fe de Kierkegaard, pero en un sentido acaso diferente, la de Dreyer es una fe paradójica que deja al hombre necesariamente indeciso sobre la resurrección futura de la humanidad y de cada uno de nosotros, que es como la Iglesia católica interpreta el milagro de la resurrección de Lázaro, el único que podría servirnos de modelo para no hacer de la de Inger un simple efecto mágico como el que se ve en Vértigo, la fascinante película de 1958 de Alfred Hitchcock. “¡La vida!”, las palabras con la que se cierra esta desconcertante película, no parece ser ya la vida eterna que la fe cristiana promete al hombre que cree en Cristo, sino la vida de carne y hueso, la vida terrenal a la que se aferra también el hombre sin Dios de nuestro tiempo como su única e inconmovible fe… Como escribe Miguel Muñoz Garnica: “El milagro de Ordet, al fin y al cabo, es paradójico. Su naturaleza es trascendental, pero se conjura por un deseo de permanencia terrenal”. Ahora bien, el milagro de la resurrección que el cineasta danés nos muestra no debería verse como la señal que una fe indecisa necesita para superar la incredulidad o la angustia de sus dudas ante el poder inexorable de la muerte, sino como un símbolo religioso de la locura en la que se basa, en último término, el misterio de la fe. Irrupción de lo eterno en el tiempo, ante la manifestación de lo sacro las palabras humanas enmudecen y al hombre no le queda más que arrodillarse agradecido o entregarse a la oración.

La teología del milagro como “cifra de la trascendencia” que Dreyer plantea en Ordet se enfrenta, pues, al problema de la justificación racional de la fe. En buena lógica protestante, esa justificación es a todas luces imposible. Entre la fe y la razón se ha abierto el mismo abismo que existe entre la infinitud de Dios y la criatura finita. Pero de esta manera se le cierra al hombre uno de sus más caros anhelos: “comprender” que hay muchas cosas que no podemos comprender. El salto de fe es siempre un salto en el vacío que anula en la paradoja o en la desesperación de una “incertidumbre objetiva” el verdadero fundamento de la fe que, como sabe el Apóstol, no descansa en ningún abismo, sino en la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos (Heb. 11:1)… Pues bien, Ordet no deja de ser una tragedia cristiana en la que el conflicto de las diversas concepciones en disputa sobre la fe se resuelve mediante el milagro catártico del amor que levanta a Inger de entre los muertos y nos anonada en el mysterium tremendun et fascinans de la experiencia religiosa. El mismo amor que gracias a la pequeña Maren acaso ha curado a Johannes de su “locura” para dejarlo sumido en esa locura aún mayor que es la verdadera lucidez…

Y es que el cristianismo interior de Johannes, el mismo de Kierkegaard, estaba separado definitivamente de la cristiandad sin la cual no puede haber hermandad alguna en la fe. Pero el nuevo amor a la vida que nos trasmite Inger no tendría sentido religioso si el sentimiento de la fe no quedase a su vez superado como amor a Dios y a los otros. El horror religioso del milagro consuma aquí el salto al amor de una fe que “espera también para este mundo”, pero en un mundo seguramente transfigurado para siempre por ese amor que ya no es locura sino razón de la fe, pues: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad (I Co. 13:13). Para el que, como Dreyer, conoce esto, el Dios oculto de Kierkegaard ya no puede conducir al Dios ausente, y el Dios ausente, al Dios muerto de los filósofos y los sabios, sino al Dios vivo de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios uno, trino y encarnado.

Luis Durán Guerra
Asociación Andaluza de Filosofía
Sociedad Hispanoamericana Blumenberg

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Comentarios
4 comentarios en “Ordet o el milagro de la palabra ante el silencio de Dios
    1. Viene, quizá, a que es un artículo interesante sobre la relación entre razón y fe, que fue uno de los temas clave en el pensamiento de Ratzinger. A mí me ha gustado. ¿Acaso debe limitarse Infovaticana a publicar noticias que den lugar a encarnizados debates entre los comentaristas? Un poco de profundidad que pueda iluminar nuestra reflexión nunca está de más. Eso sí, no me ha acabado de quedar clara la tesis que se defiende en el texto, más allá de que el arte es un cauce rico para la expresión de la experiencia religiosa y de que la fe es inseparable del amor a Dios y al prójimo. En realidad, no me parece que se aporte aquí nada a la relación entre razón y fe, que es un asunto decisivo.

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