Parece bastante claro que en el actual proceso de secularización de occidente en general y de España en particular no podemos ignorar la responsabilidad de la propia Iglesia Católica ni la contribución de los pecados de sus miembros.
Es un misterio que Dios haya decidido “escribir recto con renglones torcidos” pero también es cierta la grave obligación que tenemos todos los cristianos de combatir el mal en nuestras almas y de no convertirnos en aliados inesperados de quien solo busca sembrar la división y la sospecha. Desde hace un tiempo el Papa Francisco no ha dejado de repetir que uno de los roles en el que actualmente parece especialmente interesado el demonio es el de acusador.
Dicen que Santa Catalina de Siena, italiana del siglo XIV muerta a los 33 años que es copatrona de Europa e Italia y doctora de la Iglesia, amaba tanto a la Iglesia que no temió hablar con claridad al Papa Gregorio XI para que se decidiese a reformar a los clérigos, la irregular administración de los estados pontificios y volver a Roma desde Aviñón, donde estaban a merced del Rey de Francia. Su lealtad a la Iglesia la impulsó a poner de manifiesto los errores cometidos por el Papa para que los enmendase y pudiese cumplir su misión con fidelidad al encargo recibido por Jesucristo.
Traigo esto a colación a raíz de las noticias que están apareciendo sobre la injusticia que parece estar padeciendo a manos de la Santa Sede un laico católico español en el conocido “caso Gaztelueta”, que ahora algunos están comenzando a llamar “caso Cuatrecasas-Martínez”. Parece que, aprovechándose del indudable interés que existe actualmente fuera y dentro de la Iglesia en hablar constantemente en los medios de comunicación sobre los abusos sexuales (en España un 0,2 % cometidos por religiosos frente a un 99,8% cometidos por otras personas no relacionadas con la Iglesia), un diputado del PSOE padre de una supuesta víctima de abusos (y digo supuesta porque cuando un lee toda la abundante información publicada es legítimo dudar con fundamento de la culpabilidad del condenado y de condenas de inocentes la Iglesia debería saber más que nadie) ha conseguido que la Curia Vaticana se salte todas las normas jurídicas más elementales para volver a juzgar al condenado civilmente por un tribunal ad hoc compuesto por algunos eclesiásticos afectos. Por no hablar del clericalismo que puede llegar a suponer aplicar a un laico procedimientos y cánones jurídicos aplicables sólo a clérigos, dando por sentado que el hecho de que se airee que una persona en su vida personal trata de ser fiel a la Iglesia lo asimila de iure a un sacerdote o un religioso.
Dicen que esta manera de actuar desgraciadamente no es novedosa. Parece que lamentablemente se ha vuelto costumbre en los últimos años -mientras se habla mucho del mal del clericalismo, de la sinodalidad y de la misericordia- actuar de manera despótica con muchos fieles católicos en diversos asuntos. Quizá se ha olvidado el principio ético elemental de que el fin nunca justifica los medios.
Si lo que se dice, cada vez por más gente, fuera cierto, urgiría pedirle al Santo Padre que no lo permita por el bien de todos. La Iglesia ha pasado por infinidad de crisis a lo largo de su larga historia, las más graves las causadas por sus propios miembros a todos los niveles. Si de verdad queremos ayudar a Dios a salvar el mundo, deberíamos empezar a combatir seriamente contra nuestros propios pecados, cada uno contra los suyos…
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