Sábado Santo

Sábado Santo
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Por Manuel Iglesias, cortesía de la revista Magníficat:

Jesús, seguramente cuando eras niño aprendiste de memoria aquello del Éxodo (31,15): «El día séptimo será para vosotros día de descanso completo, consagrado a Yahveh»; teníais que descansar todos, hombres y animales, libres y siervos, en ese día que precisamente se llamaba así (sábado = descanso). Tal vez fue san José quien te explicó el primer porqué de esa norma: para imitar al Dios creador que, al concluir los seis días de la creación, descansó (Gn 2,1-3). Nadie como tú entendió ese “descanso”, porque lo habías gustado en tu vida trinitaria. 

Pero los hombres somos como somos y, a poco de empezar la aventura humana, nos atrevimos a estropear con el pecado la belleza de la creación, y vuestro descanso divino. ¡De nuevo teníais que poneros a trabajar! En el seno de la Trinidad, en la calma imperturbable de Dios, la misericordia os hizo recomenzar la tarea: preparar amorosamente la nueva creación, la regeneración de los hijos pródigos, nuestra vuelta al hogar. Así que, ¡se acabó el descanso que no sirva para redimir! En sábado hay que trabajar haciendo el bien, que también salvar vidas y romper cadenas es descansar (cf. Mc 3,4; Lc 13,15-16).

 

  1. Del pago de nuestro rescate, mucho más importante que la liberación del dominio del faraón egipcio, te encargaste particularmente tú. En la cumbre de los siglos llegó un sábado que nosotros llamamos santo. «Era gran fiesta aquel sábado», escribió san Juan (19,31), para explicarnos por qué los jefes religiosos de tu pueblo estaban poniéndose nerviosos: les quemaba el escrúpulo de cumplir la voluntad de Dios, tal como leían en Dt 21,22-23: tu cuerpo aún pendía de la cruz, y no podía quedar allí porque era «una maldición de Dios» (!), una mancha en la tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia. Menudo problema de conciencia para aquellos hombres, que no podrían celebrar la Pascua mientras no se borrara aquella mancha. (Perdona, Jesús, ¡estorbabas! Como ahora en tantos sitios…).

 

III. Pero no podías descansar, ni siquiera en aquel sábado. ¿Qué hiciste en el día séptimo más solemne de la historia? Descendiste a «los infiernos», al lugar de los muertos, como proclamamos los creyentes; lo cual dice, si no se me enfada algún teólogo:

—el realismo de tu muerte: de verdad entraste en «la morada de los muertos»;

—la grandeza de tu victoria: vencido por la muerte, la venciste tú a ella;

—la reconciliación conseguida con tu lucha: cielo, tierra, abismo, te están para siempre sometidos; descendiste al abismo como Salvador, y obligaste a la morada de los muertos a restituirte las almas de los justos que habían de tomar parte en tu cortejo triunfal.

 

  1. Desde entonces los cristianos del principio respetaron ese paréntesis misterioso del sábado santo, pero empezaron a celebrar el «día octavo» como sábado eterno, por ser el día de tu resurrección. Casi podemos decir que en ese día octavo empezó todo. Pero para llegar a él tuviste que pasar el Sábado Santo. Así nosotros. Es nuestro entretiempo, el día de la paz después del llanto (no lloramos tu cuerpo triturado en el Viernes) y de la paciencia que espera (no cantamos aún el aleluya del Domingo). Con la Madre, que en aquel sábado era toda la Iglesia, todo lo que había de fe y esperanza, quiero aprender el valor de la paciencia, virtud tan necesaria, aunque entre nosotros tenga ahora tan mala prensa.

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