El 29 de septiembre del año pasado, fiesta de San Miguel y Todos los Ángeles, fui recibido en el Ordinariato de la Iglesia católica, establecido para los anglicanos que desean la plena comunión con la Sede de Pedro, en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y San Gregorio de Londres. Desde entonces, me han preguntado a menudo por qué, después de haber pasado toda mi vida adulta dentro de la Comunión anglicana -incluyendo treinta y siete años como obispo anglicano- di un paso tan drástico.
Para algunos que conocían mi trabajo en el mundo ecuménico, la decisión puede haber parecido desconcertante. Para otros, puede parecer una progresión lógica. Pasé muchos años como miembro de la Comisión Internacional Anglicano-Católica Romana (ARCIC sus siglas en inglés), que tomó su agenda de la determinación del papa Pablo VI y el arzobispo Michael Ramsey, expresada en su Declaración Común de 1966, para buscar la restauración de la plena comunión en la fe y la vida sacramental entre las dos tradiciones. Los obstáculos eran enormes y, sin embargo, la ARCIC produjo una serie de notables acuerdos sobre asuntos que se habían considerado como divisorios de la Iglesia: la Eucaristía, el ministerio, la autoridad, la salvación, la enseñanza moral y la Santísima Virgen María. No quiero restar importancia a los logros de la ARCIC. Sin embargo, se vio comprometida una y otra vez por acciones unilaterales y sin principios en varias partes de la Comunión anglicana. Con el tiempo, llegué a observar los puntos débiles de la Comunión anglicana; y al reflexionar sobre ellos empecé a darme cuenta, cada vez más, de que lo que buscaba se encontraba en la Iglesia católica.
Uno de los problemas de la Comunión anglicana era su falta de unidad basada en la continuidad apostólica. Cada vez que se alcanzaba un “acuerdo” sobre cuestiones importantes y era aceptado por las respectivas comuniones como consonante con lo que creían, alguna parte de la Comunión anglicana tomaba medidas unilaterales que ponían en duda la solidez del acuerdo. Por ejemplo, la declaración de la ARCIC de 1973 sobre el ministerio ofrecía grandes esperanzas de un entendimiento compartido sobre el sacerdocio; sin embargo, la Comunión anglicana y, finalmente, la propia Iglesia de Inglaterra avanzaron gradualmente hacia la ordenación de mujeres. Lo hicieron a pesar de las advertencias -incluidas las de al menos dos papas- de que tales acciones pondrían en peligro la futura reconciliación de ministerios que el acuerdo podría hacer posible.
El escenario se repitió sobre la ordenación de mujeres al episcopado. Invocando la máxima cipriana “episcopatus unus est”, el cardenal Walter Kasper imploró a la Iglesia de Inglaterra que no actuara unilateralmente en este ámbito. Como presidente de la Comisión de Rochester, que fue nombrada para considerar todas las cuestiones teológicas y eclesiológicas que rodean la propuesta de ordenación de mujeres como obispos, recibí numerosas presentaciones sobre el tema. Una de ellas era de los obispos católicos de Inglaterra y Gales, que preguntaban cómo podían los anglicanos afirmar que compartían el ministerio apostólico con las iglesias católica y ortodoxa y, sin embargo, realizar un cambio tan trascendental sin un consenso ecuménico a su favor. Recuerdo que, en aquel momento, esto me llamó la atención.
Estos debates llegaron al corazón de mi comprensión del anglicanismo. Desde el principio, los ordinarios anglicanos han afirmado que su intención es continuar el ministerio apostólico que la Iglesia ha heredado “desde los tiempos de los Apóstoles”. Esta continuidad estaba siendo cuestionada. En ausencia de un acuerdo ecuménico abrumador, ¿podían los fieles estar seguros de que los hombres ordenados por las mujeres obispos estaban dentro de la corriente de la sucesión apostólica?
A menudo me había jactado de que el anglicanismo, aunque reformado, había conservado por providencia divina tanto el sagrado depósito de la fe como el sagrado ministerio. Ahora ambas afirmaciones parecían menos seguras. Algunos de nuestros interlocutores ecuménicos decían que el modo de proceder anglicano en este asunto demostraba de forma concluyente que la visión anglicana del ministerio ordenado era muy diferente de las opiniones de las antiguas Iglesias, ya fueran católicas u ortodoxas.
Estas preocupaciones piden a gritos una respuesta autorizada. Sin embargo, ¿dónde buscar esa autoridad? Los representantes anglicanos habían adquirido la costumbre de decir cosas diferentes a los distintos interlocutores en sus diálogos ecuménicos. Así, los acuerdos de la ARCIC sobre la Eucaristía, el ministerio y la autoridad defienden la importancia de la sucesión apostólica. Otros acuerdos, sin embargo, como los celebrados con las Iglesias luteranas escandinavas y bálticas, y con la Iglesia protestante francesa, restan importancia a la sucesión apostólica tal y como se entiende tradicionalmente. En cuanto a la primacía universal, los acuerdos con la Iglesia católica y con los ortodoxos parecen decir cosas muy diferentes. ¿Cuál es exactamente el punto de vista anglicano? La pregunta parece imposible de responder.
El problema de la autoridad surgió de otra forma, posiblemente más intensa, con la práctica cada vez más común de ordenar al sacerdocio a quienes mantienen relaciones homosexuales activas. Este asunto llegó a su punto álgido en 2003, cuando la Iglesia episcopal ordenó al episcopado a un hombre divorciado que también mantenía una relación homosexual activa, que posteriormente se formalizó y se disolvió. La Conferencia de Lambeth de 1998 ya había descartado por abrumadora mayoría la ordenación de personas en uniones del mismo sexo; sin embargo, la Iglesia estadounidense fue seguida con entusiasmo por las provincias de Canadá, Brasil, Escocia, Nueva Zelanda y ahora Gales y otras provincias, incluida Inglaterra, parecen estar dispuestas a seguir su ejemplo. En la declaración de la ARCIC de 1995 Life in Christ: Morals, Communion and the Church, los anglicanos y los católicos parecían estar de acuerdo con la enseñanza tradicional de la Iglesia de que los actos homosexuales no cumplen con el propósito divino en la creación, aunque tuvieran diferentes enfoques pastorales sobre la cuestión. Pero estas acciones ignoraron ese acuerdo. Estuve presente en la tormentosa reunión de la ARCIC que siguió a la ordenación de un obispo homosexual activo, y una vez más la cuestión de la autoridad pasó a primer plano. ¿Cómo podían los anglicanos estar de acuerdo con sus socios ecuménicos sobre una cosa y luego hacer algo muy diferente? El desacuerdo amenazó el futuro de la ARCIC, que nunca ha recuperado del todo su misión original de despejar el terreno para la restauración de la comunión entre anglicanos y católicos.
Los anglicanos siempre han afirmado que no creen en nada que no creyera la Iglesia de los primeros concilios. Hay dos observaciones que hacer sobre esta afirmación. Una fue hecha, si no recuerdo mal, por el papa Benedicto, quien señaló que no es suficiente confesar el credo de la Iglesia primitiva; también debemos adherirnos a la totalidad de la fe y la vida sacramental de la Iglesia patrística. La otra observación es que no podemos reivindicar la continuidad con la Iglesia patrística y luego adoptar una actitud de laissez-faire ante la innovación que procede sin tener en cuenta los primeros principios.
Cada vez me parecía más que, en las provincias occidentales de la Comunión anglicana, había una profunda crisis de desunión arraigada en una actitud, a veces insensible, hacia la continuidad apostólica y la necesidad de la comunión en la verdad y el amor. Sí, la identidad de cada Iglesia debe ser respetada, y las decisiones deben tomarse al nivel apropiado de acuerdo con el principio de subsidiaridad. Pero en asuntos que afectan a toda la Iglesia, no se puede conceder a las distintas partes de la Iglesia el tipo de autonomía radical que se había impuesto.
Sin embargo, me preocupaba algo más que las controversias sobre la ordenación y la antropología bíblica. Había una ruptura de la disciplina matrimonial en muchas partes de la comunión, incluso entre el clero y los obispos, y no parecía haber ningún mecanismo para controlar esta desafortunada tendencia. Surgió una falta de claridad en lo que respecta a la persona y a la protección que se le debe en las primeras y últimas etapas de la vida. Esto representaba una tendencia dentro del anglicanismo a capitular ante la cultura en lugar de hacer sonar una voz profética dentro de ella. Estos acontecimientos me hicieron buscar una eclesiología adecuada, que pudiera hacer frente a estos desafíos. La Iglesia, razoné, debería tener un cuerpo establecido de enseñanzas a lo largo de los tiempos y en todo el mundo, algo que se mantuviera en común, disponible para guiar al clero y a los fieles en la comprensión y el tratamiento de los dilemas a los que se enfrentan en su vida cotidiana.
También razoné que la Iglesia necesitaba una forma de leer la Biblia que reconociera su “carácter único” y su papel como “regla suprema de la fe”, al tiempo que reconociera la necesidad de una guía fiable para leer las Escrituras. Esta necesidad es especialmente aguda cuando nos enfrentamos a la cuestión de cómo la Escritura y la predicación apostólica se relacionan con las pretensiones del nuevo conocimiento. Aquí, el pensamiento de John Henry Newman es de suma importancia. La visión de Newman sobre el desarrollo de la doctrina depende de ciertos principios: un desarrollo debe conservar la naturaleza y el vigor del propio Evangelio, representar una continuidad con lo que la Iglesia siempre ha creído, proporcionar una guía eficaz para los fieles en el presente y anticipar el futuro, especialmente evitando la “pendiente resbaladiza” en cuestiones morales. En mi reflexión, el canon vicentino sobre lo que se ha creído semper, ubique, et ab omnibus (siempre, en todas partes y por todos) y el securus judicat orbis terrarium de Agustín (el juicio seguro de todo el mundo) fueron pruebas clave para discernir la catolicidad de la doctrina. Pero también es necesario, de vez en cuando, que una auténtica autoridad docente, en el nivel adecuado, y teniendo en cuenta las aportaciones teológicas, morales y filosóficas de los estudiosos, declare la posición de la Iglesia a sus propios miembros y al mundo en general. He visto que esta tarea no puede ser cumplida por nadie más que el papa y los obispos junto con él, actuando cada uno según su competencia y jurisdicción. A ellos les corresponde, en determinadas circunstancias y en fidelidad a la Escritura y a la tradición apostólica, definir y declarar la fe de la Iglesia. La protección divina para la fiabilidad de dicha enseñanza se promete cuando hacen esto (Mt 16,18-19, Mt 28,18-20 y Jn 20,22-23). Un papa y los obispos en comunión con él no pueden, por supuesto, cambiar la enseñanza de las Escrituras o la fe de la Iglesia a lo largo de los tiempos y en todo el mundo. Su tarea es solo definirla, aclararla y declararla.
La tradición apostólica es recibida y vuelta a recibir una y otra vez en diferentes culturas, generaciones y grupos, que extraen de ella diferentes riquezas. Juan Pablo II observó el genio femenino al leer la Biblia, y los pueblos oprimidos, como los esclavos en América, se han identificado con la historia del Éxodo de liberación y empoderamiento. Esto enriquece a la Iglesia. Como señaló Juan Pablo II en Slavorum Apostoli, la inculturación es un proceso mutuo. Los santos Cirilo y Metodio no solo encarnaron el Evangelio en la lengua y la cultura de los eslavos, sino que aportaron las riquezas de esa cultura a la Iglesia.
Al mismo tiempo -como también observó Juan Pablo II- la inculturación tiene lugar dentro de ciertos límites. En última instancia, una autoridad docente fiable debe declarar qué inculturaciones del Evangelio son auténticas y cuáles van más allá de lo que la catolicidad permite. En primer lugar, sean cuales sean las formas que adopte la Iglesia en su compromiso con las diferentes culturas, no puede comprometer o diluir todas las enseñanzas de Dios: el amor divino manifestado en la historia de Israel y luego revelado definitivamente en la Encarnación del Verbo de Dios en Jesucristo; la naturaleza objetiva de la obra expiatoria y reconciliadora de Cristo; y la nueva vida hecha posible por su Resurrección y el don del Espíritu Santo. En segundo lugar, una auténtica inculturación ayudará a los cristianos de otras culturas a reconocer a la Iglesia de Cristo en cualquier cultura o contexto. Estos dos principios son ahora más importantes que nunca, ya que la Iglesia se enfrenta a diversas tentaciones de sincretismo y capitulaciones a la cultura, especialmente pero no solo en Occidente.
La Comunión anglicana ha vacilado en su adhesión a estos dos principios, y ha capitulado ante la cultura occidental contemporánea en formas que comprometen la propia revelación divina. Algunas provincias de la Comunión ahora no ven su propia fe en lo que otras provincias han hecho. La situación empeora porque la Comunión anglicana parece no tener ningún mecanismo para resolver estas disputas teológicas. En la actualidad, la única manera de avanzar es seguir viviendo con el desacuerdo sobre asuntos fundamentales. Seguramente, lo que se necesita es una autoridad docente adecuada, que después de consultar y reflexionar, y a la luz de las Escrituras y la tradición apostólica, pueda declarar la posición de la Iglesia sobre los asuntos en disputa.
Al entrar en la Iglesia católica, he afirmado que ella posee tal autoridad. No se trata de un mero reconocimiento formal, pues las enseñanzas magisteriales de la Iglesia me han ayudado a resolver cuestiones teológicas que antes me preocupaban. Durante mucho tiempo me sentí incómodo con la enseñanza anglicana (y de la Reforma en general) de que solo hay dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía. Se cree que los demás sacramentos son interpretaciones erróneas de las enseñanzas de los apóstoles o, en el mejor de los casos, estados de vida permitidos por las Escrituras. Se argumenta que no deben ser considerados como sacramentos “propiamente dichos”, ya que no tienen ningún signo visible directamente instituido por Cristo. Pero, ¿qué pasa con el matrimonio? En el orden de la creación, la unión de la pareja es a la vez el signo y la realidad conyugal que responde a los mandatos divinos de ser fecundos y multiplicarse y de vivir en unión con el otro. En el orden de la redención, la unión del hombre y la mujer es el mysterion, o sacramento, de la relación entre Cristo y su esposa, la Iglesia (Ef 5, 32).
La ordenación es otro rito que no puedo dejar de considerar como un sacramento. En la primera Pascua, el Señor resucitado se encuentra con los discípulos y sopla sobre ellos diciendo: “ Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). Si esto no es la institución de un sacramento, ¿qué es? No es casualidad que los Ordinarios anglicanos utilicen esta fórmula en la imposición de manos para la ordenación de sacerdotes. La práctica apostólica también está en la base del modo en que ordenamos a los diáconos y a los obispos (Hch 6,6, 2 Tim 1,6). Como nos dice el papa Pablo VI en Sacram Unctione Infirmorum, el sacramento de la unción de los enfermos se basa en el envío de los Doce por parte de Jesús para predicar el evangelio y ungir y curar a los enfermos (Mc 6,13). En la Carta de Santiago se nos dice claramente que los presbíteros de la Iglesia deben rezar y ungir a los enfermos para su curación y el perdón de los pecados. Esta ha sido la práctica constante de la Iglesia a lo largo de los tiempos y en todo el mundo. Es cierto, por supuesto, que el bautismo y la eucaristía ocupan un lugar especial entre los sacramentos, pero ¿cómo podemos negar el nombre de “sacramento” al resto de los siete tradicionalmente llamados así?
Por supuesto, me han preguntado si sigo manteniendo ciertas verdades centrales que me han gustado en el pasado: la Escritura, la justificación, la Eucaristía, la comunión de los santos, la Santísima Virgen María y la oración por los muertos. Cada uno de estos temas podría ser tratado en un artículo extenso, pero puedo decir un poco sobre cada uno.
Afirmo con Dei Verbum y Juan Pablo II que la Escritura es la única, inmutable y suprema regla de fe, y que toda la práctica de nuestra fe debe regirse y nutrirse de la Escritura. He visto el daño causado por la interpretación privada de la Escritura, contra la que la propia Escritura nos advierte (2 Pe 1,20). Como enseña la Dei Verbum, hay que prestar atención al trasfondo histórico y cultural de los libros de la Escritura, así como a su forma literaria. A fin de cuentas, cualquier parte de la Escritura debe leerse a la luz del conjunto, porque, aunque haya sido escrita por seres humanos, la Escritura es también inspirada por Dios y de autoría divina. El papel de los biblistas y de los teólogos es importante y ayuda a la Iglesia a juzgar con conocimiento de causa el significado de la Escritura en tal o cual situación. Sin embargo, al final, la autoridad docente de la Iglesia, informada por la tradición y la erudición, interpreta y confirma lo que la Escritura enseña.
Según Lutero, la justificación por la sola fe es el articulus stantis et cadentis Ecclesiae, el artículo de fe por el que la Iglesia se sostiene o cae. Algunos amigos me han preguntado públicamente qué pienso ahora de esta doctrina. En mi opinión, lo que la Iglesia enseña sobre la justificación concuerda con los mejores aspectos de la enseñanza sola gratia de la Reforma sobre la justificación. El Concilio de Trento declaró que “es necesario creer que los pecados no se perdonan, ni se han perdonado nunca, sino gratuitamente por la misericordia divina a causa de Cristo”. La reciente Declaración Conjunta Católico-Luterana sobre la Justificación se compromete a lo siguiente: “La justificación tiene lugar ‘solo por gracia’, por la sola fe; la persona es justificada ‘sin las obras’”. Además, la justificación es la “medida o criterio para la fe cristiana. Ninguna enseñanza puede contradecir este criterio”, que “sirve constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras Iglesias”. En su libro San Pablo, el papa Benedicto XVI nos dice que la traducción de Lutero de Romanos 3,28 – “Sostenemos que el hombre es justificado por la sola fe y no por las obras de la Ley”- es teológicamente correcta, aunque no haya variantes de la palabra μόνος (“solo”) en el texto, siempre que la fe no se separe de la necesidad de obrar por amor (Gal 5,6). ¡Incluso William Tyndale podría haber encontrado aceptable la interpretación de Benedicto!
Sigue habiendo diferencias de comprensión y expresión: dado que somos considerados justos ante Dios por la obra y los méritos de Cristo, ¿dicha imputación conduce entonces a la impartición o infusión de la justicia por la gracia que nos limpia de todo pecado? ¿O la impartición de la justicia es tal que in via seguimos siendo simul justus et peccator (justificados y pecadores al mismo tiempo)? El antiguo obispo episcopaliano de Carolina del Sur, C. FitzSimons Allison, siguiendo a Hans Küng, ha señalado que la liturgia eucarística de la Iglesia católica asume en todo momento que tanto el sacerdote como el pueblo están en un estado mixto de gracia y pecado, pareciendo así salvaguardar el simul justus et peccator.
La Declaración Conjunta sobre la Justificación propone una lectura armonizadora de estos dos puntos de vista, uno que considera la justificación como el inicio de una vida de santidad real y otro que enfatiza la justificación en un sentido forense, es decir, la salvación a pesar de nuestra pecaminosidad. Comienza señalando que el propio Trento enseña que “en el proceso de la justificación, junto con el perdón de los pecados, la persona recibe, por medio de Jesucristo en el que está injertado, todo esto infundido al mismo tiempo: la fe, la esperanza y la caridad”. La Declaración Conjunta declara entonces que la gracia justificante de Dios nos libera del poder esclavizante del pecado. Por esta gracia somos hechos justos, recibiendo una vida nueva en Cristo. A través de la cruz tenemos la paz de Dios y somos hechos sus hijos. En este sentido, los justificados no permanecen como meros pecadores (1 Jn 3,9-10). Sin embargo, la Declaración Conjunta también señala que sería un error decir que los justificados no tienen pecado (1 Jn 1,8-2,2). Los redimidos por la Cruz necesitan orar continuamente para ser limpiados del pecado. El resultado es un acuerdo entre luteranos y católicos. Ambos afirman el simul justus et peccator, aunque tengan interpretaciones algo diferentes.
Mi fe eucarística está bien expresada en la “Oración de Humilde Acceso” del Libro de Oración Común, ahora incorporada al rito eucarístico del Ordinariato y muy querida por los católicos de cuna que la conocen. Los documentos de la ARCIC Elucidation (1979) y Clarifications (1993) afirman la visión compartida por anglicanos y católicos sobre la Eucaristía: “Lo que aquí se afirma es una presencia sacramental en la que Dios utiliza realidades de este mundo para transmitir las realidades de la nueva creación: el pan para esta vida se convierte en el pan de la vida eterna. Antes de la oración eucarística, a la pregunta ‘¿Qué es eso?’, el creyente responde: ‘Es pan’. Después de la oración eucarística, a la misma pregunta, responde: ‘Es verdaderamente el cuerpo de Cristo, el Pan de Vida’”.
En una nota sobre la transubstanciación, uno de los documentos de la ARCIC explica que Dios efectúa un cambio real en la realidad interna de los elementos. Así, anglicanos y católicos comparten la afirmación de la presencia real de Cristo. Esta afirmación compartida no implica necesariamente un acuerdo sobre la mejor manera de expresar el modo en que se produce la presencia real de Cristo, que es la preocupación de la doctrina de la transubstanciación. Pero, según Mysterium Fidei del papa Pablo VI, la realidad de la presencia real puede explicarse de nuevas maneras, siempre que no se impugne o se socave la fe de la Iglesia.
Siempre he creído que, a través de la anamnesis de la oración eucarística, el único e irrepetible sacrificio de Cristo se hace presente a los creyentes para que se alimenten de él y obtengan todos los beneficios que nos ha ganado con la Cruz. Así como toda celebración de la Pascua es un recuerdo y una participación en la Pascua original, también la celebración eucarística recuerda y participa en Cristo, nuestra Pascua, que ha sido sacrificado por nosotros y cuyo sacrificio es efectivo aquí y ahora (1 Cor 5,7-8, 1 Cor 10,14-22, 1 Cor 11,23-32). Como dice el famoso himno anglicano de William Bright:
«Una ofrenda, única y completa,
Con los labios y el corazón decimos;
Pero el que nunca lo puede repetir
Lo muestra día a día».
El Credo de los Apóstoles afirma la creencia bíblica en la “comunión de los santos”. Esta afirmación recuerda a Hebreos 11 y 12, que nos dicen que no estamos solos en este mundo de pruebas y tribulaciones, sino que estamos rodeados de una gran nube de testigos que han soportado persecuciones y dificultades (Heb 12,1). Hebreos dice que en la fe hemos llegado a la Jerusalén celestial, “a la Iglesia de los primogénitos y a los espíritus de los justos hechos perfectos” (12,23). Esto sugiere una estrecha comunión con los santos en la gloria. La Biblia habla de los creyentes como aquellos que son llamados a ser santos (1 Cor 1,2), y el Nuevo Testamento a menudo llama a todo el pueblo de Dios “santos” o “santas” (Hch 9,13, 26,10; Rm 8,27; 2 Cor 9,1). Sin embargo, también hay santos en un sentido especial. La Iglesia está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 2,20). La venida del Señor Jesús se describe como una “venida con todos sus santos” (1 Tes 3,13), y 2 Tesalonicenses también distingue entre “el Señor que será glorificado en sus santos” y el Señor “maravillado” por todos los creyentes (1,10). Apocalipsis 11,17-18 distingue entre los “profetas y santos” y otros creyentes.
Por el Apocalipsis sabemos que los santos mártires rezan a Dios, pidiéndole que ponga fin a la persecución que sufrieron a manos de personas crueles y malvadas (Ap 6,9-11). Los santos están alabando a Dios en el cielo (7,9-17), y sus oraciones están mezcladas con incienso y se elevan a la presencia divina (8,3-5). En nuestra propia vida, en la comunión de la Iglesia, pedimos a los demás que recen por nosotros, y rezamos por ellos. ¿Por qué no hemos de pedir a la Iglesia en la gloria, a los que están en la presencia más cercana de Dios, que recen por nosotros, siempre que se entienda que nosotros y ellos rezamos por medio de Cristo, el único mediador entre Dios y la humanidad (1 Tim 2,5)?
El ángel Gabriel le dice a María en la Anunciación que ella es “κεχαριτωμένη”, una dotada de gracia (Lucas 1,28). Es infructuoso preguntarse hasta dónde llega esa “gracia” en su vida. La Biblia contiene varios ejemplos en los que Dios prepara a las personas para su ministerio desde su misma concepción. Por tanto, no es antibíblico decir de María que fue preservada de la mancha del pecado. No fue en virtud de su propia naturaleza, sino por la gracia de Dios y el mérito de Cristo, su Salvador y el nuestro (Lc 1,47), que fue ordenada por Dios para ser un templo impoluto del Verbo Eterno. Esta no es una creencia meramente católica. Los reformadores anglicanos, al igual que Lutero, defendieron la impecabilidad de María a causa de Cristo, a quien dio a luz, y que fue su Salvador en su preservación del pecado. Por esta razón, el Libro de Oración Común puede hablar de ella como “una virgen pura”. Este punto de vista parece ser la enseñanza de Lumen Gentium y del Catecismo de la Iglesia Católica.
Cuando María llega a la casa de su pariente Isabel, esta, llena del Espíritu Santo, la saluda: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor (τοῦκυρίουμου)?” (Lc 1,42-43). En su canto de respuesta, María exclama que “¡todas las generaciones me llamarán beata!” (1,48). El evangelista nos dice dos veces que María “guardaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba” (2,19, 51), como si quisiera sugerir que ella es la fuente de su relato. (Parece que este pasaje llevó a Calvino a afirmar que María es “tesorera de la gracia” para los demás). La respuesta de Isabel a “la madre de mi Señor” reverberó a lo largo de los siglos y culminó en el Concilio de Éfeso, que confirmó en el año 431 d.C. que María es θεοτόκος, portadora de Dios (latín Deipara), o, como se traduce más comúnmente, Madre de Dios. Esta declaración subrayaba la unión hipostática de las dos naturalezas de nuestro Señor. Estableció el principio que subyace a todos los títulos de la Santísima Virgen María: señalan a su Hijo.
Mucho se ha escrito sobre la mujer del Apocalipsis, vestida de sol y con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza (Ap 12,1-17). Independientemente de lo que se diga del simbolismo aquí, ya sea que se refiera a Israel o a la Iglesia como Pueblo de Dios que triunfará sobre el mal, seguramente la referencia principal debe ser a María, la madre del Mesías, que también simboliza a todo el Pueblo de Dios.
El Vaticano II nos enseña a honrar a la Santísima Virgen María y a los santos, pero también nos advierte que no debemos exagerar tales honores de manera que se conviertan en un obstáculo para los demás cristianos. Se nos recuerda que los deberes y privilegios de la Santísima Virgen se refieren siempre a Cristo, fuente de toda verdad, santidad y devoción.
Muchos se preguntan sobre la oración por el descanso de los que han muerto en el Señor. Hay que hacer dos observaciones. En primer lugar, si es cierto que los fieles difuntos son purificados de las imperfecciones y vestigios del pecado por la presencia más cercana de Dios (1 Cor 3,12-15), de modo que lo que sobrevive es digno de esa presencia, entonces seguramente debe ser permisible orar para que los fieles difuntos sean pronto liberados de esa prueba, así como oramos para que nosotros y los demás fieles en la tierra seamos liberados de la prueba. En segundo lugar, aunque la salvación de los fieles difuntos está asegurada, como ha señalado Norman Anderson, todavía les falta la resurrección final, y podemos, al menos, rezar por ello: ¡Que descansen en paz y resuciten en la gloria! A la objeción de que esto también es seguro, al igual que la purificación de los salvados, Anderson respondió: también es cierta la parusía, pero seguimos rezando: Maranatha (1 Cor 16,22), “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20). La tradición anglicana encomienda a los fieles difuntos a la misericordia de Dios en el momento de la muerte y en la encomienda y el entierro durante el funeral. Es extraño insistir en que no se puede seguir haciéndolo después.
Amigos y adversarios me han preguntado por qué, si tenía que zambullirme en el Tíber, debía nadar en dirección al Ordinariato. La respuesta es que no podía dar la espalda a toda la espiritualidad y tradición anglicana. He señalado las graves deficiencias de su eclesiología, que me han llevado a donde estoy ahora. Pero también hay muchos dones que esta tradición puede aportar al resto de la Iglesia. Durante y después de la Reforma, el anglicanismo fue pionero en la traducción de la Biblia y el culto litúrgico en inglés. En siglos posteriores, la traducción de la Biblia y el culto en otras lenguas vernáculas se llevaron a cabo con gran profundidad y belleza, un importante proceso de inculturación. El anglicanismo también ha fomentado un acercamiento a la Biblia que es a la vez reverente y crítico, utilizando la erudición bíblica para informar la comprensión fiel, la predicación y la escritura, al mismo tiempo que aporta seriedad teológica al estudio bíblico moderno. La tradición anglicana ha promovido modelos de ministerio para la comunidad más amplia, así como para la congregación, un deseo de dar testimonio de la historia cristiana en la plaza pública y una reflexión moral que surge de una amplia implicación social más que de las necesidades del confesionario o del estudio del pastor. Tengo la esperanza de que, al igual que los miembros de la tradición anglicana se benefician de su pertenencia a una Iglesia verdaderamente católica, también puedan aportar a la Iglesia católica los dones que se han nutrido de esa tradición, incluso en la separación.
Por último, no he dado la espalda a los que permanecen en la Iglesia de Inglaterra y en la Comunión anglicana. Permanezco con vosotros en comunión espiritual y hago mi más ferviente oración para que todos los de herencia anglicana recuperen la fe traída a Inglaterra por san Agustín de Canterbury y sus compañeros misioneros, así como la fe de aquellos santos del norte y del oeste que evangelizaron las Islas Británicas en su conjunto. La auténtica renovación de la vida de las iglesias y de los fieles solo vendrá de esa recuperación, por la que todos debemos rezar.
Publicado por Michael Nazir-Ali en First Things
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
Por qué dejé la Iglesia de Inglaterra: una entrevista con Michael Nazir-Ali
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La Iglesia estará alegre de encontrar al que estaba extraviado. Ya quisiera Marx tener la vista limpia como la de éste señor para ver a la Iglesia con el respeto que la ve el señor converso. Habla de la Virgen María, mejor que muchos que según éso, son católicos .
Gracias por su entereza y valentía para dejar el pasado y comenzar como hombre nuevo, que Dios le
abrace y le de una bonita bienvenida.
Necesitamos a un converso como papa, son los únicos que no ha perdido la fe y tienen ganas de renovar a esta iglesia caduca por el modernismo. Ya conocen como acabó el anglicanismo.
Gracias a Dios por este gran cristiano que vuelve a la Iglesia Catòlica, que se ve asì enriquecida por una revalorizaciòn de la unidad, de la Tradiciòn, del Magisterio y de la Doctrina bimilenaria.