El milagro de una mirada en la que se refleja Dios

Refugiados llegados de Ucrania instalados en el seminario de Tarazona
|

(Antonio Socci)-Un jovencísimo soldado ruso baja de un tanque y, llorando, le pide un vaso de agua a una mujer ucraniana. Las mujeres tienen algo misterioso en el alma. Ella no ve en él a un invasor, sino a un hijo herido. Así que le da de beber y algo de comer. Después le ofrece su teléfono para que pueda hablar con su madre…

Edith Bruck, una de las últimas testigos de la Shoah, ha querido recordar este episodio en una bellísima entrevista publicada en Avvenire el 8 de marzo (leer aquí). Es la grandeza de las mujeres. La lógica amigo/enemigo no lo es todo: hay algo más grande en el alma humana que, de golpe, puede acabar con ella. 

No odiar

De hecho, Edith Bruck recomienda «no cultivar el odio, la venganza, no transmitirlos nunca. En el 45, tras la liberación», cuenta, «mi hermana Golde y yo, las únicas supervivientes de la Shoah de nuestra numerosa familia, conseguimos volver a casa. Recuerdo a los americanos y a los soldados nazis húngaros escapando, perseguidos, escondiéndose… Recuerdo que cinco de estos soldados nos imploraron ayuda, podíamos haberlos denunciado pero mi hermana y yo nos miramos a los ojos y les ocultamos. Les dimos refugio».

La entrevistadora le pregunta: «Para usted, que ha mirado a los ojos a Mengele, ¿cuál puede ser la paz?». Su respuesta: «La paz tiene un secreto: no odiar nunca a nadie. Si se quiere vivir no se debe odiar nunca».

Son las mismas palabras que la anciana madre rusa, que vio como mataban a sus dos hijos delante de ella, le dijo a don Paolo Pezzi cuando este le preguntó qué pensaba de Stalin: «¿Qué pienso? Hace muchos años que le he perdonado, porque si no se perdona no se puede seguir viviendo» (escribí sobre esto en Libero el 11 de marzo; leer aquí).

Ver a Dios

Recientemente Lucio Brunelli ha contado la historia de Cejka Stojka, una romaní austriaca de fe católica que de pequeña conoció el infierno de los campos de concentración nazis (leer aquí). Una mujer extraordinaria. El periodista la conoció en San Pedro en junio de 2012, durante una audiencia del pueblo nómada con Benedicto XVI.

A las preguntas de Brunelli ella le mostró su brazo: «Tenía 9 años, era una niña, me marcaron como uno de los caballos que mi padre vendía en las ferias».

En el campo de concentración murieron su padre y decenas de familiares. Ella sobrevivió con su madre y algunas hermanas. Cuenta que «la colina de los muertos -una pila de miles de cadáveres- se había convertido para ella en la única protección del gélido viento invernal». Estando allí «le dábamos la vuelta a los muertos para que no yaciesen boca abajo, para que su rostro no mirase a la tierra, sino hacia arriba, hacia Dios».

Ella y su madre a veces comían tierra, hojas y tela de los trajes de los muertos. «Cuando llegaron los soldados británicos», escribe Brunelli, «no creían lo que veían…, un escenario así no se lo imaginaban ni siquiera en el infierno. ‘Muchos lloraban y nosotros -cuenta Cejka- les teníamos que consolar'».

Algunos de ellos pensaron en darle la posibilidad a los supervivientes de vengarse de sus verdugos. Uno de ellos casi le había partido una mano a la madre de Cejka, pero cuando se lo llevaron para que lo golpeara, la niña dijo: «‘No puedo, lo siento, no puedo’… Vi a ese soldado delante de mí, era joven. Tenía unos 28 ó 30 años, y se quedó absolutamente asombrado de que no le golpease. Puedo solo imaginar que en ese momento viese a Dios Nuestro Señor». 

Esa niña podía haberle dicho a cualquier soldado inglés que le disparara, pero no lo hizo: «Puede parecer extraño, pero yo sentía compasión también por los nazis. También ellos eran seres humanos».

Se habían olvidado de ello. La compasión de Cejka se lo hizo entender. Hay mucho sobre lo que llorar y reflexionar.

Publicado por Antonio Socci

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

Ayuda a Infovaticana a seguir informando

Comentarios
3 comentarios en “El milagro de una mirada en la que se refleja Dios
  1. Perdonar da una indescriptible paz, cura del odio el corazón, es un gozo para el alma que así complace a Dios, es una prueba de amor incomparable.

  2. ¡Cuánto hemos de aprender los hombres de las mujeres!

    Está claro que Dios les ha dado el don de acabar con las guerras por haberles dado la «carga» de la maternidad, que los hombres no podemos ni siquiera imaginar por un instante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

 caracteres disponibles