Hoy, 2 de febrero, celebramos la fiesta de la Presentación del Señor. A esta fiesta se le llamaba antiguamente -antes de las reformas posconciliares- la Candelaria o Fiesta de la Purificación de la Virgen. Venía considerada como una de las fiestas más importantes de la Virgen.
Lo más llamativo, que ha quedado en la cultura popular, era la procesión de las candelas. De ahí el nombre de «Candelaria», por el que también era conocida esta fiesta. Era una procesión clásica, tradicional, que se remontaba al Papa Sergio I, a finales del siglo.
Este Pontífice dispuso que se solemnizaran con una procesión las cuatro fiestas marianas más significativas por su antigüedad: la Asunción, la Anunciación, la Natividad y, por supuesto, la Purificación.
La presentación de Jesús en el Templo debía producirse una vez María se hubiera purificado, es decir, hubieran pasado 40 días del parto; de ahí, que se celebre el 2 de febrero.
En el calendario reformado tras el Concilio Vaticano II se recuperó el sentido original de la fiesta, remarcando el protagonismo de Jesucristo, su consagración en el Templo.
Este es el evangelio del día:
Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
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Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Que no se entere el bueno de Simeón que ahora, en el Vaticano bergo liante, se adora a la Pachamama y a la Diosa Vacuna. Le da una pericarditis, sin necesidad de la ayuda de Pfizer.
Como siempre, esparciendo tu veneno, a tiempo, y aquí, a destiempo porque nada tiene que ver lo que berreas con el contenido del artículo.
El título del artículo deja entender una contradicción. ¿Se puede hablar de purificación de la Virgen?. Para un cristiano no, desde luego. Es «purificación» según la Ley de Moisés, pero la Nueva Alianza, cuando entra en contradicción con la Ley de Moisés, prevalece sobre ésta.
Efectivamente, faltaría más.
El centro es Cristo, lo de purificación remite al pecado del que la Santísima Virgen está librada desde su Concepción