La diferencia que marcó el cristianismo

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Nuestro mundo sería impensable sin la Biblia y sus intérpretes

(National Review)- ¿Cómo influyó el cristianismo en la civilización de Occidente? Permítanme contar (algunas de) las formas, con la ayuda en varios puntos del historiador e intelectual británico Larry Siedentop.

La historia de Jesús tuvo un inmenso impacto en la formación de «Occidente». Antes de Jesús, la familia, la principal unidad de identidad social y personal, era el lugar de la inmortalidad: uno «vivía» en su familia. En Jesús, crucificado y resucitado, el individuo se convirtió en el lugar de la inmortalidad. Eso dio un nuevo significado al «individuo», que ahora estaba investido de una dignidad antes inimaginable.

San Pablo extrajo algunas de las implicaciones de esto al enseñar que, entre los paleocristianos, «no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer; porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3,28). Antes de Jesús y Pablo, el supuesto básico que regía la sociedad era el de la desigualdad humana fija, inmutable o «natural». Al insistir en la igualdad de todos en Cristo, el cristianismo estableció la norma fundamental de la igualdad de todos en el Occidente moderno. Esto, a su vez, condujo a un nuevo sentido de la justicia: la justicia debe reflejar la igualdad moral y no la desigualdad natural.

El cristianismo desacralizó el Estado, un proceso que comenzó con el mandato de Cristo de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22,15-21). Si hay cosas de Dios que no son del César, el César no es Dios. Si el César no es Dios, el César no es omnipotente y su poder es limitado. Si el poder del César es limitado, el mandato del César no se extiende hasta el santuario de la conciencia humana, ni controla todas las relaciones humanas. No hay «Occidente», no hay proyecto democrático, si el Estado sigue siendo sagrado y si el Estado se cree omnicompetente. El cristianismo desacralizó y, por tanto, limitó el Estado; la convicción cristiana abrió así el espacio social para lo que hoy llamamos «sociedad civil».

El cristianismo redefinió el «heroísmo» y la capacidad humana para la virtud heroica. Antes de los mártires cristianos, el heroísmo se entendía como una virtud aristocrática -pensemos en Odiseo- y el típico héroe clásico era un aristócrata de una familia importante: un hombre fuerte y astuto, con éxito en términos humanos y materiales. Los mártires cristianos cambiaron todo eso. Los mártires-héroes procedían de todas las clases sociales, incluida la de los esclavos. Eran tanto mujeres como hombres (como nos recuerda hasta hoy el canon romano de la misa católica). Los mártires-héroes democratizaron el heroísmo: su testimonio estaba al alcance de todos y su sacrificio encarnaba una nueva forma de autoestima que no estaba en función de la clase o el sexo.

El mundo antiguo estaba enamorado de la perfección física y encontró un modelo de ella en los atletas, que buscaban la gloria y la aclamación de las grandes multitudes en los estadios. Los monjes cristianos de Oriente ofrecían otro tipo de gracia y gloria: la conquista de la voluntad, en una «arena» en la que el individuo escuchaba la voz de Dios, no los vítores de las multitudes. De este modo, se descubría otro nivel de la dignidad y la capacidad humanas: la capacidad humana de interioridad, de contemplación, de encuentro con las verdades últimas y la realidad última dentro de la persona humana.

Los monjes cristianos de Europa dieron a Occidente nuevas formas de asociación humana -lo que hoy llamamos «asociaciones voluntarias»- y los primeros experimentos de autogobierno democrático a gran escala. La fórmula benedictina Ora et labora también otorgó una nueva dignidad al trabajo, que antes se entendía como algo servil, propio de los esclavos. El trabajo, insistían los monjes, tenía dignidad; trabajar para ganarse la vida era una muestra de autoestima. Además, el proceso de elección de abades por sufragio universal en los monasterios benedictinos ofreció al mundo un nuevo modelo de autoridad, su fuente y su ejercicio. El monacato occidental cambió así las ideas de la ley y la obediencia a la misma, que no tenían que ver con la costumbre no cuestionada ciega o la fuerza bruta: la ley y la obediencia estaban asociadas a la conciencia, el consentimiento individual y el discernimiento de una comunidad libremente asociada de sus propias necesidades en lo referente al liderazgo.

Muchas de estas novedades recibieron una primera articulación completa en la obra de san Agustín. Las Confesiones de Agustín fueron la primera autobiografía en el sentido moderno del término; su historia de lucha personal con la verdad de las cosas les confirió una nueva profundidad a la autoconciencia y el autoexamen que resultaría crucial en la formación de la civilización occidental y su capacidad única de autocrítica, una capacidad esencial para la democracia y la ciencia. Además, el análisis de Agustín sobre la condición humana en La Ciudad de Dios contribuyó a reforzar la comprensión occidental de que es posible orientarse hacia un mundo trascendente y ser responsable de las verdades trascendentes mientras se está comprometido con este mundo.

El cristianismo reconfiguró la práctica jurídica y la orientó en la dirección que hoy reconocemos en el Occidente democrático. Al insistir en que los veredictos se basen en las evidencias más que en las pruebas físicas o en el testimonio de los familiares, los concilios eclesiásticos del primer milenio, como varios de los Concilios de Toledo, redefinieron el derecho penal de una manera que apunta a las normas de justicia y a los conceptos de jurisprudencia que esperamos en las sociedades democráticas del siglo XXI.

Los concilios eclesiásticos del primer milenio también condenaron la idea de que el mundo natural era la morada de los espíritus o semidioses. Este juicio teológico tuvo importantes implicaciones para el desarrollo de la ciencia. Si el mundo natural no está misteriosamente ordenado (y desordenado) por diversos poderes sobrenaturales, sino que se comporta según sus propias leyes naturales, entonces está abierto a un riguroso examen empírico: el tipo de examen que hizo posible lo que más tarde se conocería como el método científico. (A algunos les parecerá curioso que dos de las ideas científicas más importantes de los últimos siglos -la teoría genética moderna y la teoría del big-bang sobre los orígenes del universo- se iniciaran con el trabajo de sacerdotes católicos: el monje agustino checo Gregor Mendel y el belga Georges Lemaître. Sin embargo, esto no tiene nada de extraño. Lejos de ser el enemigo de la ciencia -una patraña promovida por muchas leyendas negras- el cristianismo ayudó a hacer posible lo que conocemos como «ciencia» al desacralizar el mundo natural).

La resolución de la controversia de las investiduras de los siglos XI y XII sobre el nombramiento de obispos -simbolizada por el enfrentamiento entre el papa Gregorio VII y el rey Enrique IV en la nieve en Canossa- confirmó el derecho de la Iglesia a gobernarse a sí misma y a pronunciarse públicamente sobre las cuestiones morales. Este largo asunto inyectó un anticuerpo antitotalitario en el torrente sanguíneo de la civilización occidental, contribuyendo así a abrir el camino histórico hacia un gobierno limitado y, en última instancia, hacia formas republicanas de autogobierno.

Y luego está una de las grandes aportaciones del cristianismo al mundo del saber: la universidad. La universidad, tal y como la conocemos, es hija de la Iglesia católica. En las universidades medievales establecidas en París, Bolonia, Oxford, Cracovia y Praga, la práctica del debate público disciplinado sobre asuntos de gran importancia echó raíces en el suelo de la civilización de Occidente, con profundas implicaciones para la cultura occidental y la vida pública democrática.

La lista podría ser más larga y profunda, pero quizá el punto esencial ahora haya quedado claro claro: las raíces cristianas del proyecto democrático occidental son profundas y tienen una gran influencia.

¿Es posible imaginar el surgimiento de la democracia como la forma de gobierno predominante en Occidente sin la convicción cristiana de que todos los seres humanos son agentes morales responsables, capaces de tener virtudes?

¿Podría haber surgido el Occidente democrático tal y como lo conocemos sin la desacralización cristiana del Estado y la insistencia cristiana en la independencia de la Iglesia, o el concepto cristiano de la aplicabilidad universal de las normas racionales de justicia, o la afirmación cristiana de las asociaciones voluntarias, autónomas y libres, o el hábito cristiano del autoexamen riguroso?

En términos de civilización más amplios:

¿Es posible imaginar las economías occidentales modernas sin la afirmación cristiana de la dignidad del trabajo y de los trabajadores?

¿Es posible imaginar la ciencia moderna sin la desacralización cristiana de la naturaleza?

Es cierto que las ideas cristianas tardaron siglos en introducirse en la estructura de la sociedad occidental, incluida su política. También es cierto que estas ideas fueron controvertidas, al igual que es cierto que, en determinados momentos de la historia, la Iglesia se opuso a las implicaciones públicas de algunas de sus convicciones más poderosas.

Pero, ¿es posible imaginar lo que hoy conocemos como «Occidente» y «democracia» sin estas ideas de raíz bíblica, tal como se desarrollaron en el cristianismo? Parece muy poco probable. El proyecto democrático tal y como lo conocemos no se desarrolló en las culturas hindúes, mongolas, confucianas o africanas, ni tampoco en las culturas que los europeos encontraron en el hemisferio occidental en el siglo XVI. Occidente -su ciencia, su economía y su proyecto democrático- se desarrolló en un suelo cultural enriquecido por ideas, convicciones, modos de vida y prácticas bíblicas y cristianas.

Y eso, como decían los marxistas, «no es un accidente».

Publicado por George Weigel en National Review.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

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Comentarios
4 comentarios en “La diferencia que marcó el cristianismo
  1. Y luego está una de las grandes aportaciones del cristianismo al mundo del saber: la universidad. La universidad, tal y como la conocemos, es hija de la Iglesia católica. En las universidades medievales establecidas en París, Bolonia, Oxford, Cracovia y Praga, la práctica del debate público disciplinado sobre asuntos de gran importancia echó raíces en el suelo de la civilización de Occidente, con profundas implicaciones para la cultura occidental.

    1. Seguimos con noticias referidas a la audiencia reservada a los participantes al encuentro de Medios Católicos “Catholic fact-checking”. Por si alguno no ha entendido, son falsos todos aquellos artículos que cuestionan el valor salvífico de la vacuna y del proyecto de vacunación masiva. El Papa Francisco nos vende la vacunación masiva en nombre de la lucha contra la desigualdad. Los medios agrupados no cuentan con muchos lectores y eso hace que sean inviables y necesiten dineros de las fundaciones de Soros y Bill y Melinda Gates. Aleteia admite que Google News Initiative asumió «los costes de desarrollo del Consorcio». Catholic Fact-checking repartió 3 millones de dólares en diez proyectos elegidos por Google entre los 309 que se habían presentado. ¿Cómo puede un medio reclamar el derecho a establecer la verdad científica? ¿Es esta la tarea de la Iglesia?

  2. Sin Jesucristo el mundo sería un caos. Por eso todo el que cree en Él ordena su vida según Dios. Porque una sociedad sin Dios es el infierno. Y en el infierno está gran parte de la sociedad actual: crecimiento de las depresiones, crecimiento de los suicidios, crecimiento de las mentiras, crecimiento de la maldad humana. El «homo homini lupus» es una realidad. La fe en el Señor Jesucristo y la oración a Dios es la única salvación.

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