(Tempi)- Para Dante el hombre tiene el deber de seguir las banderas de la Cruz y el Águila, es decir, de la fe y el compromiso político.
Sacado del Centro Studi Livatino
Dante Alighieri reflexionó sobre el tema de la laicidad y el compromiso político de los cristianos. La lectura de sus obras -y para estos temas, sobre todo de la Divina Comedia y la Monarquía-, son de gran ayuda y actualidad. Como militante político, señaló con valentía los males de la sociedad, la degeneración de las costumbres y de una política que no estaba orientada al bien común, sino más bien a perseguir los intereses personales. Basándose en la moral natural antes que en la cristiana, tuvo el mérito de denunciar la corrupción difusa, de la que mostró sus terribles consecuencias, en una visión comunitaria -de clara inspiración cristiana- según la cual la salvación no puede alcanzarse mediante un camino solitario de redención, porque se necesita el compromiso de todos, conscientes de la pertenencia común a Dios como hijos suyos.
En las obras dantescas se exhorta a salir de la angosta prisión del egoísmo para redescubrir la plenitud de una vida vivida en paz y armonía con el prójimo, ahondando en la que toma para los cristianos el nombre de caridad y que, utilizando una categoría laica, hoy conocemos como solidaridad. En las obras de Dante encontramos un aspecto relevante de la laicidad: su estrecha relación con el compromiso político, al que Dios llama a todos los cristianos. Este compromiso deriva de la esencia misma del concepto de laicidad que, a lo largo de los siglos, se ha ido cargando de significados y acepciones que no siempre se pueden reconducir a sus raíces históricas. Según la visión de Dante, este concepto se desarrolla a partir del significa originario del término, partiendo de la expresión evangélica «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»; es decir, por una parte, de la necesaria distinción entre la esfera temporal y la espiritual y, por la otra, consecuencia de la primera, de la limitación de la acción humana que, al estar vinculada al ámbito temporal, no puede superar ciertos límites: la religión no debe politizarse y la política no debe «confesionalizarse».
En Dante encontramos la conciencia de que cada hombre es pecador y, como tal, es limitado e imperfecto: sobre esta base se desarrolla su pensamiento sobre la relación entre el poder temporal y el poder espiritual y sobre la importancia de no mostrarse pasivos -con una evidente referencia a la advertencia presente en los Hechos de los Apóstoles- ante los males de la sociedad, como demuestra la condena de los indecisos (canto III del Infierno, vv. 22-69).
Cuando tenía 30 años Dante empezó su actividad política, caracterizada por la firme defensa de la autonomía municipal contra todo tipo de injerencia externa. Tuvo cargos importantes, fue miembro del Consejo Especial del Pueblo, del Consejo de los Sabios para la elección de los Priores y del Consejo de los Cien (el órgano administrativo más importante del municipio), hasta llegar a ser elegido prior, el cargo más elevado del gobierno de la ciudad. Sin embargo, sus adversarios políticos, los Negros, para retomar el poder de la ciudad lo acusaron injustamente de corrupción, estafa y peculado, y por este motivo fue juzgado dos veces y condenado en contumacia.
Así acabó su carrera política y empezó el largo exilio que lo llevó a vagar, hasta su muerte, de corte en corte buscando ayuda y protección. Dante siguió demostrando interés por la política, aunque de manera distinta, resaltando, sobre todo en la Divina Comedia, los efectos de una gestión de la cosa pública que no está orientada a lograr el bien común y que no está interesada en mantener la paz entre las partes. Dante había sido espectador de una política gestionada por hombres ávidos de poder que veían en las discrepancias y en los enfrentamientos ciudadanos un medio para aumentar su autoridad. Precisamente en esta «segunda fase» de su vida, tras haber sufrido injustamente debido a una autoridad política prepotente, pudo reflexionar más detenidamente sobre la importancia de algunos preceptos cristianos.
Dante demostró los efectos desastrosos a los que lleva una política que no está centrada en la justicia, y que, por consiguiente, está destinada a caer en la demagogia. La mente corre a esa «nave sin piloto en la más deshecha borrasca» del canto VI del Purgatorio (v. 76), que sigue haciendo reflexionar, después de siete siglos, sobre los peligros a los que se enfrenta una sociedad que carece de una guía capaz de gobernar respetando la libertad y la dignidad humanas. Egoísmo, avidez, idolatría del poder y la riqueza, subversión del orden natural: estos son los males que acaban afligiendo a una sociedad que está perdida.
Dante veía la situación de Florencia, la ciudad que según las crónicas de la época era muy floreciente, en plena expansión y admirada por su belleza por quienes llegaban de todas partes para visitarla pero que, según el análisis del poeta, era frágil, estaba lacerada por enfrentamientos internos generados por el abuso y el deseo de poder; una ciudad desordenada bajo el aspecto normativo a causa de una continua reforma legislativa, síntoma de la inestabilidad política y, al mismo tiempo, de la ausencia de justicia, presente tal vez en las palabras de los gobernantes, pero en la práctica totalmente ausente en sus acciones. Por otra parte, como bien recuerda Dante, la mera presencia de las leyes no es de por sí suficiente para el gobierno de una ciudad o de un Estado si no existe la voluntad de que se respeten.
La laicidad y la participación política son temas estrechamente relacionados, como se deduce del episodio del tributo de la Epístola a los romanos o de la Primera epístola de Pedro, y encontramos interesantes ejemplos en la Divina Comedia.
Pensemos en el canto III del Infierno, famoso por la referencia a «aquel que por poquedad de ánimo hizo la gran renuncia«, expresión sobre la que se ha escrito mucho, pero que en este escrito cede el paso a los otros protagonistas del canto: las almas de los indecisos, obligadas, en la aplicación de un riguroso contrapaso, a seguir una bandera blanca que no tiene significado. Dante muestra hacia estas almas, de las que no ha quedado recuerdo en el mundo, una actitud que va más allá del reproche y de la decepción moral, tanto que las sitúa en el Anteinfierno, sin dejar de ofrecer al lector un motivo explícito para ello. De hecho, los indecisos, al haber vivido «sin merecer alabanza ni vituperio«, insensibles a toda forma de interés político o religioso, han sido incluso rechazadas por el infierno, por temor a que pudieran convertirse en motivo de presunción y de complacencia para los otros condenados, así que, en el lugar que se les asigna después de la muerte, «cualquiera otra suerte miran con envidia» (Inf., III, v.48).
Por consiguiente, el juicio de Dante es severo respecto a las personas que en la vida han huido de los compromisos y las responsabilidades relacionadas de manera natural con la existencia humana y la convivencia social, despreciando el gran don del libre albedrío que Dios le ha dado al hombre como testimonio más alto de su amor y fidelidad.
En una vida sin impulsos y participación, en una vida pasiva centrada solo en conseguir los propios intereses y la propia comodidad, Dante ve el rechazo y el desprecio no solo de ese valioso don -fuente de todas las libertades-, sino también de la propia naturaleza humana: «que no habéis sido hechos para vivir como los brutos, sino para adquirir virtud y ciencia«, dirá más tarde Dante por boca de Ulises en el canto XXVI del Infierno (vv. 119-120), insistiendo sobre el hecho de que el hombre, dotado por Dios de libertad y de razón, tiene que vivir plenamente y hacer fructificar lo que ha recibido.
La referencia a la bandera blanca, que los indecisos están condenados a perseguir, simboliza el vacío de una vida vivida de manera pasiva, sin impulso, sin tomar posición alguna en el bien o en el mal, cuando en cambio el hombre está llamado por Dios a dar una respuesta en este sentido; esa bandera blanca, condena para las almas de quienes «jamás gozaron de la vida» (Inf. III, v. 64) y que ya «no tienen ni aún la esperanza de morir«(v. 46) quiere ser, al mismo tiempo, advertencia para todos los hombres que aún tienen una existencia terrena, para que se sientan impulsados a tener ideales, a no ser indiferentes, a no permanecer inertes ante las injusticias, a ser cálidos o fríos, pero desde luego no tibios, por utilizar una expresión del Apocalipsis.
Detrás de esa bandera blanca se oculta también una referencia simbólica a la visión política y social de Dante, según la cual cada hombre tiene el deber de seguir en vida las banderas de la Cruz y el Águila, es decir, de la fe y el compromiso político: como ya hemos dicho, todos están llamados a intervenir para la realización del bien común para la consecución de la felicidad terrena y las bienaventuranzas celestes, y los cristianos lo tienen que hacer con la conciencia de que esto corresponde a una voluntad divina concreta.
Como enseña también la parábola de los talentos, el siervo holgazán -que por miedo de perder el talento que había recibido lo esconde bajo tierra- será lanzado a las tinieblas porque los dones recibidos por Dios no deben «enterrarse», sino que deben utilizarse para ayudar al prójimo en un espíritu de caridad y hermandad o -si se prefiere un término más «laico»- de solidaridad. Hay que compartir y poner a disposición de los demás todo lo que hace crecer la comunidad y que revela la presencia de Dios, con la conciencia de que cuanto más hemos recibido de Dios, mucho más estamos llamados a comprometernos por el bien de la comunidad, porque la salvación de cada uno, según la visión cristiana, es interés y responsabilidad de todos.
El cristiano, como se evidencia también en la Epístola a los romanos (13,1-7), no puede aislarse del mundo porque está llamado no solo a respetar y transmitir –lo primero de todo, con su propia vida- la palabra de Dios, sino también a comprometerse en el ámbito civil como ciudadano: aislarse del mundo o no interesarse por las cuestiones que atañen a la sociedad significa no respetar plenamente la voluntad de Dios, que al separar su ámbito del de César quiso recordar el doble compromiso -espiritual y político- al que ha llamado a sus hijos, a los que ha asignado, desde el principio, la tarea de dominar la tierra.
También en la Primera epístola de Pedro (2,11-17) encontramos indicaciones importantes en este sentido. La reflexión parte precisamente del fuerte vínculo que hay que establecer entre los cristianos y el mundo, dado que estos no deben vivir separados del mundo, pero tampoco deben confundirse con este. Se exhorta a los cristianos, peregrinos y dispersos en la realidad mundana, a testimoniar la fe en cada dimensión de lo humano: en la familia, la comunidad religiosa, el ambiente laboral, la sociedad y también en las relaciones con la autoridad. Aquí se hace alusión a un testimonio de fe que exige formación, responsabilidad y competencia, sobre todo por parte de quienes tiene un papel más activo y de toma de decisiones -como es el caso de los gobernantes-, pero también por parte de aquellos que no tienen papeles específicos: todos están llamados según sus propias capacidades, en las realidades en las que viven, a actuar y comprometerse para que la justicia, la libertad y la igualdad no se queden en meras fórmulas abstractas con las que embellecer los discursos y rellenar los programas políticos, sino para que se conviertan en la linfa vital de la sociedad de la que cada uno es parte fundamental.
Como ha repetido Dante en más de una ocasión, no hay que acostumbrarse a la corrupción, a las injusticias, a los abusos como si fueran accesorios naturales de la convivencia social: el hombre tiene derecho a ser feliz y para conseguirlo debe combatir la codicia, es decir, todos esos vicios y males que afligen a la sociedad y obstaculizan el camino hacia la felicidad terrena y, más importante aún, hacia las bienaventuranzas celestes. Una sociedad cimentada en el egoísmo y el individualismo no puede dar frutos, no puede garantizar un desarrollo sano de todos y de cada uno, sino que solo puede contribuir a aumentar la separación y la indiferencia, es decir, las semillas del odio y los conflictos.
En este sentido, también el papa Francisco, dirigiéndose sobre todo a los jóvenes durante el viaje apostólico a Río de Janeiro, confirmó: «Nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo con el bien». Dante tuvo la valentía de decir en voz alta que existen límites insuperables que el hombre no debe superar y que cada una de sus acciones determina una consecuencia, para bien o para mal.
Su actualidad está relacionada sobre todo con la transmisión del mensaje universal de honestidad, justicia y fraternidad que mana de sus obras y, en particular, de la Divina Comedia. En un mundo como el actual -y nos referimos especialmente al panorama europeo-, donde hay una tendencia cada vez mayor a la superficialidad, el consumismo, el individualismo, donde las relaciones humanas diarias se sustituyen cada vez más con relaciones «virtuales» -testimonio de la incapacidad de entrar realmente en relación con el otro-, es importante, sobre todo para los más jóvenes, volver a leer estas páginas llenas de valores, humanidad y exhortaciones a no perderse detrás de falsas felicidades y a no encerrarse en la jaula del egoísmo, sino a cultivar el respeto hacia el otro, con la intención de alcanzar la paz y la justicia. El propio papa Pablo VI, en Altissimi cantus, invitó a todos a leer la Divina Comedia, la Suma del pensamiento dantesco, sin prisa, con mente penetrante y atenta reflexión, a fin de captar su contenido y sus ideales, exhortando a los más dotados a tener «a mano, día y noche» una copia de la obra, pero también a ahondar en «todo lo que hay de inexplorado y oscuro».
Sorprenden, por tanto, las propuestas de prohibir el estudio de Dante en los colegios [italianos] con el pretexto de que el pensamiento dantesco es homófobo, antisemita e incluso islamófobo. Es evidente que la aversión hacia las obras dantescas esconde otra cosa. Tal vez las palabras de Dante molestan porque siguen sacudiendo las conciencias, porque levantan el velo de hipocresía e ignorancia y porque se lanzan contra los falsos mensajes que atraen a los hombres con la engañosa perspectiva de hacerlos plenamente libres, pero detrás de los cuales se oculta en realidad el objetivo de instalar en la sociedad modelos de vida egocéntricos y, a veces, contrarios a la naturaleza humana.
Por otra parte, Dante sufrió la censura de Monarquía por haber tenido la valentía de defender el mensaje evangélico de las pretensiones teocráticas y a la Iglesia de la mundanización. Ante los discursos hechos por quienes querrían eliminar el estudio de Dante de los programas escolares (y esto vale en general también para todas las expresiones válidas de la cultura) no podemos reaccionar diciendo «no hablemos más de esos cuitados, míralos y pasa adelante«, porque esas exigencias -que tienen el sabor de un intento moderno de censura- tienen que ser rechazadas con firmeza y, al mismo tiempo, requieren una profunda reflexión sobre la homologación del pensamiento que muchos querrían imponer. Los ataques a la cultura y, sobre todo, a las obras de alto valor moral, como enseña la historia, siempre ocultan objetivos contrarios a la dignidad humana.
Publicado por Daniela Bianchini en Tempi.
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.
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«Sorprenden, por tanto, las propuestas de prohibir el estudio de Dante en los colegios [italianos]…»
Será que NO sorprenden…