(ReL)- Solemos decir que no hay que juzgar un libro por su portada para decir que no hay que juzgar a un hombre por su apariencia, o por su comportamiento. En parte es así. «‘¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?'», pregunta Jesús, refiriéndose a Juan el Bautista (Mt 11, 7-8). Deberíamos pensar menos en la forma y más en el fondo. «Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 28-29).
Sin embargo, cuando el Señor subió a la montaña con Pedro, Santiago y Juan, sus vestidos fue la primera cosa que ellos observaron: «Y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (Mc 9, 2-3). Ningún batanero podría hacerlo, pero hay una lejía que penetra en la suciedad y la porquería de nuestra vida y hace que nuestros vestidos resplandezcan. «‘Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero'», dice el apóstol Juan en el Apocalipsis (7, 14). Cuando el hijo pródigo vuelve a casa y reconoce sus pecados, el padre le viste: «‘Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies'» (Lc 15, 22). Y acordémonos del hombre que fue a la fiesta del rey sin un vestido adecuado y cuando el rey le preguntó por qué, «el otro no abrió la boca» (Mt 22, 12).
Es muy fácil para nosotros leer estos versos de manera alegórica y olvidarnos de la carne y los vestidos. Es evidente que hay cosas que son llamativas, pero otras están realmente iluminadas por la calidez. Algunas personas se ocultan bajo un manto de respetabilidad; otras, en cambio, están cubiertas por la vestidura de la nobleza que surge de ellas. No tenemos elección, juzgamos por lo que vemos. El remedio para nuestra tendencia a mirar mal es aprender a ver bien. El remedio para la estridencia no es el aburrimiento o el desaliño, sino la belleza.
Algo del alma que deseamos ver se abrirá camino resplandeciendo y tejerá los lineamentos de su vestido. Así sucede con las almas bendecidas en la obra de C.S. Lewis El gran divorcio, que descienden las montañas del cielo para invitar a las almas perdidas a nacer de nuevo: «Unos estaban desnudos, otros vestidos. Pero los desnudos no parecían menos engalanados, y las túnicas no disimulaban en quienes las llevaban la maciza grandiosidad de los músculos y la refulgente lisura de la piel».
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En Esa horrible fortaleza, Lewis viste a su héroe, Ransom, de azul y con una pequeña diadema mientras conversa con el mago Merlín, «para honrarlo», dice, porque en los días de Merlín «salvo por necesidad, los hombres no se vestían con informes sacos de tela ni el pardo era el color favorito». La vestimenta revela la realidad que hay dentro. Sucede lo mismo cuando las mujeres del St. Anne se visten para un banquete, y cada una acepta que otra le elija el vestido. La corpulenta Mrs. Dimble, de mediana edad, se pone un vestido que nunca habría elegido para sí, pero que resulta el apropiado para ella: «Porque aquella esposa provinciana de un obscuro profesor, aquella mujer respetable y estéril de cabello gris y doble papada estaba delante de ellas, inconfundible, como una especie de sacerdotisa o sibila, sirvienta de alguna diosa prehistórica de la fertilidad, vieja matriarca de una tribu, madre de madres, grave, formidable y augusta… ‘¿No estoy horrible?’, preguntó Mrs. Dimble… ‘Está usted terrible, en el viejo sentido de la palabra; este es su verdadero aspecto'».
Ahora debería hablar de portadas y atuendo y esplendor, ya que tienen que ver con formas de belleza propias del hombre o de la mujer; de la inocencia de los niños, que debe ser venerada, con reserva; del uso del cuerpo humano para el amor sexual y la procreación; de la diferencia entre una máscara y un velo, una «fachada» y un rostro; de la nobleza, la sencillez, la claridad, la exuberancia, la austeridad y la gloria y de sus imposturas, a saber; la pomposidad, la visión simplista, el vacío, el ruido, la mezquindad y la estridencia.
El salmista anhela «habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo» (Sal 27, 4). Nuestro deber es educar a un pueblo para que pueda sentir ese anhelo. Debería ser fácil. Estamos sedientos y hambrientos de belleza. Cada una de las artes ha traicionado su alma al elegir la fealdad y llamarla honestidad, cuando no es más que una hipocresía tras otra, sierva del vicio. La belleza debería ganar cuando despareciera la rivalidad.
Debería. Pero hacemos caso omiso.
Publicado en Religión en Libertad, originalmente en Catholic Herald.
Traducción de Elena Faccia Serrano.
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NOS HAS HECHO, SEÑOR, PARA TI Y NUESTRO CORAZÓN ESTÁ INQUIETO HASTA QUE DESCANSE EN TI
«El itinerario intelectual y espiritual de Agustín representa un modelo de la relación armónica que debe existir entre la fe y la razón. Esta armonía significa ante todo que Dios está cerca de todo ser humano, cerca de su corazón y de su razón. Esta presencia misteriosa de Dios puede ser reconocida en el interior del hombre, porque, como decía Agustín con una expresión muy conocida: «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Benedicto XVI
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem Juan Pablo II quiso preguntar al mismo santo qué podía decir a los hombres de hoy y responde sobre todo con las palabras que Agustín confió en una carta dictada poco después de su conversión: «Me parece que se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad» (Epistulae, 1, 1); esa verdad que es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».
De vegetal o animal; todo ser vivo que viene al mundo, ya sea de escama, pluma o piel, viene, nace, revestido de su correspondiente vestimenta apropiada al modo y manera de su necesidad temporal; Menos el Hombre y su descendencia que viniendo al mundo desnudo tiene que fabricarse su vestimenta porque la perdió en modo y manera de su pecado original. «Te he oído en el jardín y temeroso porque estaba desnudo me escondí.
«Te he oído en el jardín y temeroso porque estaba desnudo me escondí. ¿Y quién, le dijo, te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿es que has comido del árbol que te prohibí comer? (Gn.3,10-11)
– Y por lo que fuere a un lirio, signo de pureza, que no cometió el pecado original: Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos” (Mt 6, 28-29).
En la próxima vida prometida, ni el hombre, ni la mujer; ni el vegetal ni el animal macho o hembra tendrán otra vistosa vestimenta capilar que la que estos al nacer, en continua evolución tendrán.
“Y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo” (Mc 9, 2-3).
Ésta, la Luz, era la primera y principal vestimenta natural de Jesús el Cristo, la que Él, como Dios, Hijo de Dios hacia lucir y brillar a su voluntad. Y hasta donde esta Luz llegaba todo era paz y seguridad.
De aquí que Pedro, por aquel bien estar, quisiera hacer tres tiendas
La belleza es una realidad que transmite en cierta medida la Belleza increada que es Dios mismo. No por nada los artistas influyentes de finales del 19 y principios del 20 decidieron anatemizar la belleza. Ellos ya no vivían en ella.
Y así transmitieron el virus de lo feo, lo abyecto al arte y contagiaron a miles por no decir millones, que asumieron aquello de que el arte no es belleza. Conclusión: el arte actual no es bello, y no transmite ni un ápice de sobrenaturalidad. Se quedó en lo corruptible y pasajero. Y en ello se regodea.
Cuando el hombre se ha degradado tanto que ni se reconoce a sí mismo, se acuerda de aquel valor que es la belleza, como de algo muy lejano, inalcanzable…Estando en el hoyo de la desesperación, en sus obras artísticas tan solo pueden plasmar el mal que viven. No hay más.
Es entonces, cuando algunos levantan la mirada y se acuerdan de Jesucristo. Y es donde Él les espera, crucificado, sangrante, para mostrarles sus llagas de amor infinito, su piedad sin fin, su perdón. Solo los que superen la ira de su propia soberbia humillada y se abren a Él, serán salvados.
Dios es la Belleza o bien increado.
Santo Tomás de Aquino habla de la teoría de la participación que explica que de todos los atributos de Dios, [que Él posee por esencia], toda su obra participa. Si Dios Hijo [Jesucristo] es Hijo natural del Padre, nosotros lo somos por adopción o por participación. Jesús es el único Hijo de Dios [Ingénito,unigénito] y nosotros somos hijos adoptivos [por la gracia]. Dios es la belleza increada y nosotros –si estamos en gracia–, nuestra alma es bella por participación.
Y así, de todas las propiedades trascendentales del ser [ser, uno,bueno,verdadero y bello], Dios lo es por esencia y nosotros por participación.
Pero esto ya no se estudia en los seminarios ni en los monasterios. Por esto es lamentable que de los seminarios hayan abandonado el estudio de Santo Tomás de Aquino. Y por esto dijo Juan Pablo II que muchas crisis de fe y deserciones sacerdotales se debe al abandono del estudio de Santo Tomás, el doctor angélico, maestro del orden, do
doctor en humanidad. Estos son algunos de los títulos dados a Santo Tomás, único autor a quien Dios Hijo, desde el crucifijo le dijo: «Bien has escrito de Mí, Tomás». Y esto lo sabemos porque en su proceso de canonización, Reginaldo, su ayudante que fue testigo presencial, lo declaró.