San Cirilo de Jerusalén

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Celebramos hoy a san Cirilo de Jerusalén (313-387), obispo y doctor de la Iglesia, que a causa de la fe sufrió muchas injurias por parte de los arrianos y fue expulsado con frecuencia de la sede. Con oraciones y catequesis expuso admirablemente la doctrina ortodoxa, las Escrituras y los sagrados misterios. Al finalizar la biografía les ofrecemos unas palabras de Juan Pablo II sobre este santo.

(Vidas Místicas)- A Cirilo de Jerusalén, lo mismo que a otros grandes obispos del siglo IV, le tocó vivir una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Las controversias teológicas sobre la divinidad del Verbo, que exigían, ciertamente, una precisión suma en la formulación de los conceptos que se discutían, habían llegado a ser en aquellos días encarnizadas y poco edificantes. Cirilo, suave por temperamento, las aborrecía; quería permanecer neutral en la lucha, prefería estar alejado del campo de batalla, deseaba instruir más que polemizar, y por eso su figura adquiere el porte de un apóstol y de un obispo pacificador.

Nació en Jerusalén o en sus cercanías, hacia el 313 ó 315. Fue uno de aquellos jóvenes ascetas que, sin retirarse al desierto, hacía una vida de santidad y continencia perfecta. Tal vez fuese más verídico afirmar con un sinaxario griego, que desde joven se retiró a un monasterio, en donde pasó la juventud consagrado a la ciencia y al conocimiento de la Escritura. Su buena preparación le hacia un candidato seguro al sacerdocio, y por eso, alrededor de sus treinta años San Máximo de Jerusalén le ordenó de presbítero.

En 348 era ya obispo. Sobre su consagración episcopal se cierne una sombra un tanto obscura. San Jerónimo nos dice que Acacio de Cesarea, metropolita palestinense, en acción común con otros obispos arrianos, habrían ofrecido a Cirilo la sede episcopal jerosolimitana, a condición de que repudiase la ordenación sacerdotal que había recibido de San Máximo. Cirilo, prosigue el Solitario de Belén, habría aceptado y, después de permanecer algún tiempo como simple diácono y haber depuesto los obispos arrianos a Heraclio, nombrado por San Máximo para sucederle, habría recibido cual recompensa la sede de Jerusalén. Rufino de Aquileya parece insinuar lo mismo.

Observamos, sin embargo, que Jerónimo, al hablar de San Cirilo, transluce una información deficiente, que le lleva en muchos casos a afirmaciones erróneas; su testimonio, por tanto, es poco aceptable. Ofrece más garantía Teodoreto cuando dice que Cirilo, por su valiente defensa de la doctrina apostólica, mereció ser colocado al frente de la diócesis de Jerusalén a la muerte de San Máximo. Los Padres del concilio primero de Constantinopla (381), en carta al papa Dámaso, a más de afirmar que Cirilo fue obispo de Jerusalén y que había sido ordenado canónicamente por los obispos de la provincia eclesiástica, le presentan como un atleta, que había luchado en varias ocasiones contra los arrianos. Hilario de Poitiers fraternizó con él en Seleucia y San Atanasio le trataba como amigo.

Los primeros años de su episcopado los pasó Cirilo consagrado a una intensa actividad episcopal. La aparición de una luminosa cruz en el cielo de Jerusalén el 7 de mayo de 351 reforzó la actuación espiritual del obispo y fue un motivo poderoso de entusiasmo y fervor, tanto para él como para sus fieles. Cuando, en 357, Basilio el Grande visitó la iglesia de Jerusalén, nos asegura que estaba muy floreciente y nos informa también de que un gran número de santos le habían acogido y venerado.

De estos primeros años apacibles de su episcopado datan las principales obras de San Cirilo, En la Cuaresma del 348 predicó a los fieles de Jerusalén, de una manera sencilla, sus famosas “Catequesis”. Dieciocho de ellas, dirigidas a los catecúmenos, las tuvo en la basílica de la Resurrección, erigida por Constantino en el emplazamiento del sepulcro del Señor. En ellas habla del pecado, de la penitencia, del bautismo y les comenta el Símbolo, artículo por artículo. Otras cinco, llamadas mistagógicas, las predicó a los neófitos, en la capilla particular del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de aquel mismo año. Comenta el Santo, en un lenguaje íntimo y más cordial, las ceremonias del bautismo e instruye a los recién bautizados sobre la confirmación, la Eucaristía y la liturgia. Son verdaderas obras maestras en su género. Por ello le considera la Iglesia como el príncipe de los catequistas.

Después de diez años de paz e intenso apostolado se inicia una vía dolorosa para el santo obispo de Jerusalén. Por la interpretación del canon séptimo del concilio de Nicea, Cirilo se vio envuelto en una controversia, triste por los resultados, con el metropolita de Cesarea, Acacio. Este canon séptimo reconocía a la sede de Jerusalén un primado de honor que Cirilo justamente reclamaba y que Acacio, antiniceno por convicción, rechazaba de plano. Un conflicto de orden puramente jurisdiccional degeneró en polémica doctrinal. Cirilo veía en Acacio un obispo arriano y Acacio en Cirilo un defensor de las decisiones de Nicea. Durante la discusión el metropolita de Cesarea citó al obispo de Jerusalén a comparecer en su presencia. Cirilo, con sobrada razón, se negó a ello. Acacio reunió un sínodo en 357 ó 358 y lo depuso, según decía él, por contumaz. Cirilo, con pleno derecho, apeló a un concilio superior e imparcial, apelación que fue aceptada por el emperador Constancio, pero que antes de llevarse a cabo Cirilo tuvo que acceder a la fuerza y salir de su diócesis camino del destierro. Las intrigas de Acacio se habían impuesto a los principios de la legalidad.

El obispo de Jerusalén se dirigió a Antioquía, cuya sede estaba vacante por muerte del titular. Prosiguió entonces su viaje hacia Tarso, donde el obispo Silvano le acogió benévolamente y le permitió ejercer las funciones episcopales, singularmente la predicación. Como Silvano era partidario del grupo arriano de los homeousianos, le puso en relación con los gerifaltes de este partido. Junto a ellos aparece Cirilo en el concilio de Seleucia del 359 y gracias al apoyo de este grupo y sus enérgicas reclamaciones recobró su silla. Pero al año siguiente (360), Acacio se vengó de él en el sínodo de Constantinopla, teniendo que iniciar Cirilo otro destierro, sin que sepamos ni el lugar ni las circunstancias del mismo.

A finales del 362, Cirilo entró de nuevo en su diócesis. Por esta época Juliano el Apóstata había dado órdenes a los judíos de reconstruir el antiguo templo jerorolimitano. El santo obispo, en medio de su pena, predijo el fracaso de tan impía empresa, como así efectivamente aconteció.

Por los años 365-366 había quedado vacante la sede de Cesarea, por la muerte de Acacio. Cirilo nombró un sucesor en la persona de Filumeno. Desconocemos si por muerte o depuesto por los arrianos, el caso es que la diócesis de Cesarea volvió a quedar sin obispo. Eligió entonces Cirilo para esta sede metropolitana a su sobrino Gelasio, un sacerdote recomendado por su ciencia, por la pureza de la fe y también por su santidad. La elección no fue del agrado de los arrianos, que con sus intrigas le depusieron, y el mismo Cirilo tuvo que salir de su diócesis por tercera vez, camino del nuevo destierro, que duró once años (367-378) y del que nada sabemos.

Con la subida de Graciano al trono del Imperio, Cirilo pudo volver a su iglesia jerosolimitana, a finales del 378. Parece que durante su ausencia se habían dado la cita en Jerusalén, con permisión, naturalmente, de los obispos intrusos, todos los errores dogmáticos. El Santo encontró a sus fieles excitados y divididos. A esta división había seguido una relajación grande en las costumbres. En los ocho años que todavía permaneció al frente de su diócesis cumplió con la misión de un gran pastor para devolver a su iglesia el antiguo fervor. La historia nos dice que consiguió unir con la Iglesia católica los macedoníanos de Jerusalén y que obtuvo asimismo la sumisión de cuatrocientos monjes partidarios de Paulino de Antioquía. Murió en 386, a la edad de 70 ó 72 años, después de unos veintisiete de episcopado y dieciséis de destierro. En 1882 fue declarado Doctor de la Iglesia.

Los dolores físicos de San Cirilo, inherentes a un destierro de dieciséis años, se vieron todavía aumentados con sufrimientos morales. Ya en sus días se polemizó en torno a su ortodoxia. Por sus relaciones con el partido arriano de los homeousianos se le ha considerado arrianizante por lo menos. Por otra parte, San Cirilo, en sus escritos, no habla ni una sola vez de Arrio ni de los arrianos, no usa nunca la palabra omousios ni otros términos que se prestaban a discusión.

Estos hechos ciertos han sido maliciados por los adversarios del santo obispo. Lo que era en San Cirilo un acto de prudencia lo convirtieron sus enemigos en motivo de escándalo. Si bien es cierto que San Cirilo comunicó con los homeousianos, es todavía más seguro que nunca varió en su fe, que fue la de la Iglesia de Roma. Porque quiso desde un principio el obispo jerosolimitano observar la más estricta neutralidad entre los partidos, por eso evita toda palabra, frase, fórmula que pueda enturbiar la convivencia o acrecentar la división. Un temperamento suave como el suyo y un auditorio sencillo, como eran sus fieles, explica satisfactoriamente que no utilizase nunca la palabra omousios; una catequesis dada a quienes todavía no eran cristianos, no se prestaba ciertamente para altas discusiones teológicas. Ante aquel auditorio hubiesen resultado cuestiones bizantinas. San Cirilo, con gran espíritu sacerdotal, quería instruir y no polemizar. Ni dejemos de observar que si sostuvo a los homeousianos fue en lucha con los homeos, que representaban la facción intransigente de Arrio. También San Hilario de Poitiers les apoyó. Muchos de los homeousianos en el fondo eran completamente ortodoxos.

Es indiscutible que sus enseñanzas son de una ortodoxia incensurable y que, a pesar de que evita deliberadamente la palabra omousios, combate, sin embargo, con decisión la doctrina de Arrio. En las obras del obispo jerosolimitano la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se halla más claramente que en todos los Padres anteriores a él. Hermosa es también la insinuación que hace a sus fieles de cómo han de acercarse a recibir la sagrada comunión. “Haced de vuestra izquierda —les dice— como un trono en que se apoye la mano derecha, que ha de recibir al rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del cuerpo divino y comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: si os entregasen pajuelas de oro, ¿no las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más precioso que el oro y la pedrería son las especies sacramentales.” No deja de ser un gran mérito de San Cirilo de Jerusalén haber expuesto unas enseñanzas tan claras, antes de que estuviesen en circulación las obras de los grandes escritores eclesiásticos.

San Cirilo no es un teólogo como otros escritores de su tiempo, es un catequista que enseña. No es original ni como pensador ni como escritor, pero es un testimonio acreditado de la fe tradicional. Sus “Catequesis” son eso: una exposición sencilla y popular de la fe cristiana. Su mejor elogio es el odio de los arrianos. Los arrianos le odiaban porque veían en él un enemigo temible. Por odio tuvo que salir tres veces desterrado de la ciudad santa y por mantener sus creencias se vio obligado a recorrer las ciudades del Asia Menor, cual peregrino errante que sufre por amor a Cristo. Pero al fin sus penas recogieron el triunfo. Pocos años antes de su muerte pudo asistir al concilio ecuménico de Constantinopla, que definía como verídicas las enseñanzas de San Cirilo y de otros muchos obispos que, como él, habían sostenido una violenta lucha contra el arrianismo. El sueño de San Cirilo de ver apaciguados los espíritus entraba en su fase inicial y así entregaba su alma a Cristo, por quien tanto había sufrido.

Publicado por Ursicino Domínguez del Val O. S. A en Vidas Místicas.

OMNIUM ECCLESIARUM MATRI

CARTA APOSTÓLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
con motivo del XVI centenario de la muerte de
san Cirilo de Jerusalén
7/3/1987

Al venerable hermano
Giacomo Giuseppe Beltritti,
Patriarca latino de Jerusalén,
salud y bendición apostólica.


A la Madre de todas las Iglesias -esto es, a Jerusalén, que es nuestra Madre (cf. Gál 4, 26; Lumen gentium, 6)- se le ofrece este año la espléndida ocasión de conmemorar al hombre que justamente es considerado un don inestimable de Dios, concedido por la Divina Misericordia a esa Sede y a la Iglesia universal. En efecto, próximamente se cumplirá el XVI centenario del día en que San Cirilo, obispo de Jerusalén y Doctor de la Iglesia, voló al cielo. El alto sentido de la religión, el empeño pastoral, la paciencia para soportar los acontecimientos adversos, así como las extraordinarias dotes de su alma y de su ingenio, en las que sobresalía, fueron una verdadera fuente de beneficios en aquellos tiempos en los que, el orbe cristiano, salido de las catacumbas, por así decir, y atravesando el umbral de una nueva edad, pagó un penosísimo tributo a cambio de la libertad recientemente obtenida.

Nacido en el tiempo en que Constantino estableció la paz en las provincias occidentales del Imperio Romano, a Cirilo le tocó transcurrir su adolescencia en la ilustre Iglesia de Jerusalén, donde hasta el año 323 persistieron frecuentes persecuciones al cristianismo. Hemos de confesar, realmente, que ignoramos todo lo que le aconteció durante esos años tan críticos. Aunque la alabanza que hace de la virginidad (cf. Catech. XII, 33) parece indicar que durante un tiempo se dedicó a la vida monástica, que entonces seguramente era una forma de martirio.

La historia dejó en una cierta oscuridad la designación de este asceta para obispo, pues dicha designación se debió al favor de Acacio de Cesarea, metropolitano de Palestina, que estuvo gravemente implicado en la controversia arriana (cf. R. Gryson, Les élections épiscopales en Orient au IV siècle, en Rev. Hist. eccl., LXXIV, 1979, 333-334; Bibl. Sanct., IX, 53-55); sin embargo, el hecho de que el mismo San Cirilo, durante su largo episcopado, sufriese un cruel destierro, por instigación de aquel difícil hombre, deja bien a las claras que el obispo de la Ciudad Santa está limpio, con toda certeza, de cualquier sospecha del más mínimo acuerdo en la doctrina con los fautores de los errores arrianos (cf. J. Lebon, La position doctrinale de Saint Cyrille de Jérusalem dans les luttes provoquées par l’arianisme, ib., XX, 1924, 181-210; 357-386).

Además, el año 382, el Concilio de Constantinopla, en el que estuvo presente San Cirilo, rechazó rotundamente algunas malévolas interpretaciones de los acontecimientos, que podían empañar la corona áurea de este confesor de la fe.

Ha transcurrido ya más de un siglo, desde que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, acogiendo los reiterados deseos «de los muchos sagrados Pastores» que acudieron a Roma con ocasión del Concilio Ecuménico Vaticano I, y tras las investigaciones llevadas a cabo por una Comisión especial de la Sagrada Congregación de Ritos, con la Carta Apostólica Nullo unquam tempore, del 28 de julio de 1883, decretó que, entre otros, también San Cirilo de Jerusalén. Confesor y Doctor de la Iglesia, fuese inscrito en el calendario de la Iglesia universal, el día 18 de marzo -el 20, sin embargo, en la Epacta del Clero Romano- (cf. Leonis XIII Pont. Max. acta, III, Romae 1883, 121-125).

Así, pues, con ocasión de la probable fecha del XVI centenario de la muerte de este Santo Doctor de la Iglesia, resulta muy oportuno poner claramente de relieve la importancia y el valor de este hombre, testigo de la fe apostólica y Pastor atento, sobre todo, a la instrucción y explicación sacramental y litúrgica de la fe. Cirilo expuso ya entonces esta fe a los fieles, en el ámbito de la preparación cuaresmal al bautismo, partiendo del Símbolo de su Iglesia. El bautismo se recibía entonces en el centro de la noche pascual, en el marco de la celebración del gozo de la Pascua, gozo que resplandecía sobre los «iluminados» admitidos a los misterios de la iniciación en los mismos lugares (Calvario, Santo Sepulcro, Anástasis), que habían sido recuperados gracias a la munificencia del Emperador, y en los que Jesucristo, por su pasión, muerte y resurrección, consumó el inescrutable misterio de la salvación del hombre.

Dado que en este año conmemorativo de la conversión de San Agustín, se recuerdan casi al mismo tiempo tanto la muerte de San Cirilo (el día 18 de marzo del año 387), como el nuevo nacimiento espiritual de San Agustín (el día 24 de abril del año 387), es oportuno componer con dos pensamientos de estos Padres de la Iglesia, esta sentencia: «Si el pecado es un mal terrible», mucho más terrible es, ante las manifiestas riquezas de la misericordia de Dios, «no elevar más aún el alma a la esperanza de la conversión» (Catech. II, 1, 5-6).

La malicia del pecado, cuya raíz es la instigación diabólica, urge la necesidad de la penitencia, y mucho más aún la amable virtud del Espíritu Santo, que asocia al fiel con Cristo, muerto y resucitado, por medio de la gracia de los sacramentos, recibida con toda sinceridad para aumento de la fe: éstas son las nociones maestras con las que se distingue la catequesis de San Cirilo, expuesta con sencillez y con un lenguaje claro, fervoroso y lleno de fuerza (cf. Procatech. 16 y ss.).

Además, la exposición doctrinal de este Santo Padre, alimentada en las Sagradas Escrituras y sintonizada con la doctrina teológico-espiritual de San Pablo, desarrollada al mismo tiempo en buen estilo mediante imágenes tomadas de los elementos naturales y de la acción sacramental, impresiona a los hombres de nuestro tiempo por su fuerza de persuasión, por su modo de afrontar las realidades esenciales y la dignidad del hombre, en fin, por el impulso que comunica hacia las realidades eternas.

En la obra de San Cirilo se percibe el encanto de los orígenes, que había sido desfigurado por las ruindades de los herejes; y sustancialmente es una obra amena y espléndida, puesto que está marcada con los rasgos de Cristo resucitado, en quien se centra la esperanza que no defrauda.

Esta es, verdaderamente, la causa por la que las obras de San Cirilo de Jerusalén se encuentran entre las joyas de gran valor de toda la literatura griega, en la galería de los Santos Padres y entre los escritos que más claramente ilustran, tanto la hermosura y eficacia de los ritos, como la prístina doctrina de la fe, cuyas partes principales son: el misterio de la Trinidad, la divinidad del Verbo encarnado, el nacimiento virginal, el sello indeleble del Espíritu, la verdad de la presencia y del Sacrificio eucarístico, la virtud consacratoria de la epíclesis (cf. Catech. III, 3; Catech. Myst. I, 7; III, 3). Por su riqueza, estas obras continúan siendo todavía alimento y fuente de luz, sea para los creyentes, sea para los hombres de nuestro tiempo que se abren al Evangelio. Sin duda, ellas hacen que, sobre un mundo inmerso en sombras de muerte, brille todavía la cruz luminosa que el joven obispo, al inicio de su episcopado, contempló una vez en el cielo y que un testigo ocular describió como un fausto vaticinio sobre los futuros tiempos del mundo (cf. Clavis P. G., n. 3587).

Recordando dicho prodigio, dirigimos nuestro pensamiento, junto con todos los hombres de buena voluntad, con cordial afecto, a esa Tierra Santa, donde San Cirilo desempeñó su ministerio durante largos y difíciles tiempos, al servicio de la verdad, de la unidad y de la caridad. Quiera Dios que esta celebración centenaria suscite allí esperanzas de concordia y de paz, y dé a toda la Iglesia de Jesucristo una nueva y fuerte vitalidad, bajo el impulso renovador del Concilio Vaticano II y mediante la intercesión de la Madre de Aquel que «creó las almas vírgenes» (Catech. XII, 31), o sea, la Virgen María, por quien nos vino la Vida (cf. Catech. XII, 15; Lumen gentium, 57).

Dirigimos fervientes preces a Dios para que estas celebraciones se desarrollen felizmente, al mismo tiempo que, desde esta Cátedra de San Pedro, te impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ti y a todo tu clero y pueblo, la bendición apostólica, como prenda de nuestro amor paternal.

Roma, junto a San Pedro,
7 de marzo de 1987,
año IX de nuestro pontificado.

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