Por su interés, reproducimos a continuación la reseña del libro «Confesiones de un padre sin vocación» firmada por el escritor y crítico literario Enrique García-Máiquez y publicada en elDebate.es :
Ya no pasa desapercibido a nadie: uno de los grandes temas de la literatura de nuestro tiempo es la paternidad. Se transita en ambos sentidos: hijos que escriben de sus padres, y padres que escriben de sus hijos. Hay precedentes clásicos, como de todo, pero la explosión contemporánea es evidente. En poesía, la antología Tu sangre en mis venas (Renacimiento, 2016) dio cuenta de la ingente cantidad de poemas escritos en los últimos años a los padres, y eso que dejó fuera aquéllos (más numerosos aún) que los padres escriben a los hijos. La narrativa no se queda atrás y, en los últimos tiempos, y dentro del margen estrecho del género de la autobiografía y del margen aún más estrecho de mi memoria se han publicado A propósito de Abbott (Libros del Asteroide, 2015) de Chris Bachelder (Minneapolis, Minnesota, 1971); Sucederá la flor (Pre-Textos, 2017) de Jesús Montiel (Granada, 1984); Hola, mundo (Impronta, 2018) de Cristian David López (Lambaré, Paraguay, en 1987); y la antología de aforismos Fili Mei (Libros del Albur, 2018), bajo el cuidado de José Luis Trullo y que se concentra en aforismos sobre la paternidad de un buen puñado de jóvenes escritores.
Hay que preguntarse por el motivo. O por los motivos, porque se suman. El auge de la narrativa autobiográfica que prima la intimidad y los sentimientos, lo favorece. ¿Qué más íntimo que la relación familiar, con el beneficio (literario) añadido en el caso del padre de cierto sesgo, aunque sea mínimo, que no existe en la relación con la madre o no tanto? Pero también la crisis de la familia, pues la literatura acude siempre a la herida, y la familia va, en los últimos tiempos, en carne viva. Y todavía más en concreto, la reubicación del papel de la paternidad, tan asediado por las rupturas matrimoniales como por un rechazo general y sistemático de la autoridad, que la afecta de lleno, y por otro rechazo más insidioso a la masculinidad. Todo confluye.
En este panorama, el libro de José María Contreras Espuny (Osuna, 1987) no es uno más. ¿Por qué? Para empezar, es un escritor, como demostró en Crónicas coreanas (Renacimiento, 2016), tocado por la varita mágica del humor, que le hace mucha falta al tema. Contreras lo despliega gracias a su prodigioso giro de muñeca. Es capaz de sacar una carcajada redonda en dos centímetros de concepto: «Me mostré de acuerdo aunque no lo estaba» o «La tranquilidad, por naturaleza, no es muy elástica y siempre acaba por romperse». Sabe exprimir todo el humor de la extrañeza de las situaciones exóticas. Contando sus andanzas por Corea tuvo campo de sobra, claro, pero también la recién estrenada paternidad es extraña, y él hace literariamente que sea literalmente otro mundo. Nada más extravagante —nos convence— que un bebé. El matrimonio también le da juego: «Aunque casarse era lo último que quería para mi vida, casarse con Matilde me pareció una excepción». Y los roces conyugales: «Mi mujer me implora una mano y yo digo que no, que estoy trabajando y que mi trabajo [de escritor] es relatar sus padecimientos. […] Así, en lugar de ayudarla, la inmortalizo».
Sin embargo, no estamos ante un libro (sólo) de humor. Es un libro (también) grave. Por su postura vital y por sus posicionamientos intelectuales. Se deja ver desde el título en esa proclamada falta de vocación paterna que nos escandaliza desde la cubierta con la fuerza de una herejía, aunque de eso hablaremos al final con más conocimiento de causa.
Una pista del secreto de este libro nos la ofrecen sus agudos contrastes. Contreras comprime en la punta de su pluma un pesimismo cósmico superficial con una esperanza teológica de fondo. Ambas sinceras. Del choque saltan chispas hilarantes. A veces se recrea tanto en el pesimismo que uno tiene la tentación de aplicarle lo que Chesterton decía de Shakespeare: «No fue en ningún sentido un pesimista: fue, si acaso, un optimista tan universal que era capaz de disfrutar incluso del pesimismo». Léase, por ejemplo, el capítulo dedicado al bautizo del niño. Humor puntilloso, pues, claveteado por un catolicismo a machamartillo: los golpes resultan buenísimos.
Los que existen entre el pesimismo y la esperanza, entre el humor y la gravedad son sólo los primeros de los contrastes acusados que dan carácter al libro. Enumerémoslos. El tercero se da entre la ficción y autobiografía. El lector que acuda a Confesiones de un padre sin vocación habiendo oído como yo al autor quejarse de que él no sabe escribir ficción, quedará atónito. Un buen porcentaje del libro son las historias fantásticas, casi inverosímiles, que se monta el padre en sus peores momentos. Aunque, si se piensa, no mentía, porque incluso esas imaginaciones más febriles (léase «I Congreso Internacional Sobre El Tá: Una Palabra Al Borde De Lo Ininteligible») tienen una raíz autobiográfica. El origen de las fantasías es la falta de sueño: «Durante sus primeros días de vida, José hacía dos cosas: dormía o lloraba; y dado que dormía poco, pasábamos las noches en vela, espantando a los mosquitos del delirio». En efecto, no son fantasías, son delirios: delirios estrictamente autobiográficos.
Otro contraste acusado es el que se da entre la flamante juventud del nuevo padre y su rocoso reaccionarismo. Desconfía de la moderna pediatría, a pesar de que se pasan el día visitando a la pediatra. Desconfía de la todopoderosa pedagogía, a pesar de dar clase en una facultad de la cosa. Llega a escribir este sarcasmo definitivo: «La verdad –kryptonita de la pedagogía–». Desconfía de la ecología: «Vivimos en un planeta que se achicharra en un universo que tirita». Usa los datos científicos y las palabras técnicas («Bolsas de Bichat, bipedestación, septicemia») con bastante guasa: «Para alcanzar, por ejemplo, el desarrollo de una cría de chimpancé, los embarazos deberían durar entre 18 y 21 meses. A mí no me vendría mal. A las madres, en cambio, les resultaría anímicamente agotador y anatómicamente imposible».
Otro contraste constante aunque soterrado es la figura del padre del padre. Es un personaje principal, como quien no quiere la cosa. Es un libro de un padre a su hijo pero de un hijo a su padre también. Implícitamente, hay mucho de asunción de un modelo, y al revés: de regodeo del padre al reconocer al hijo en su viejo papel. Así, cuando el autor revive angustias que fueron del padre, éste «entonces me agarró del antebrazo y, al oído para que mi madre no lo oyera, me soltó: “pues te jodes”, dándome así la bienvenida a la paternidad». Creo que esta paternidad en espejos enfrentados («Ahora perdono públicamente a mi padre con la esperanza de que, cuando llegue el momento, mis hijos me perdonen a mí») es una de las fuentes más hondas de emoción y verdad de este libro superficialmente tan descacharrante y delirante.
Falta la última contradicción, la madre de todas las contradicciones y en la que se resuelven las demás. La avisa el título: Confesiones de un padre sin vocación. El mérito literario de Contreras es que, gracias al humor, al pesimismo antropológico, a la ficción delirante, a la reacción contra la pediatría y a la mirada por el rabillo del ojo al padre caemos en la trampa de creer todo el rato que, efectivamente, estamos ante un padre sin vocación. Ahora viene el spoiler. Cuidado. Si usted lee el próximo párrafo le habré desvelado el secreto del libro. Puede dejarlo ahora.
En realidad, no es un padre sin vocación: es un padre. Enseguida dice de su hijo: «Le he cogido un cariño tonto que no se me acaba de quitar». Pero José María Contreras Espuny es un hombre. No se enternece con cualquier criatura: «cuando observo a un hijo que no es mío, siempre se me viene lo mismo a la cabeza: esa criatura está sobreactuada»; ni tiene una especial paciencia ni una delicadeza exquisita. Él se excusa, escaqueándose: «Propuse, por lo tanto, que se encargara la madre; “su delicadeza –alegué– le permitiría abrazar el agua”. “Su mujer está de postoperatorio”, descartó la matrona, indiferente a las figuras literarias». Otras veces el que se acusa es él: tras una noche en vela, el contraste con su mujer, toda ternura, le escuece: «Ella aparecía con el corazón acrisolado, yo resacoso de rabia y con el remordimiento fresco, humeante, redoblado al considerar la diferencia».
Esa falta de vocación paterna, ¿es una pose? No, qué va. Es una denuncia. Implícita, oculta entre los pliegues de los contrastes de este libro, casi subconsciente. Contreras es un padre sin vocación de padre… moderno. Él ya se da cuenta: «He aquí que recientemente ha surgido una plaga de padres que son como la mitad buena de aquel vizconde: padres demediados, almibarados, arrobados, enajenados…» Eso es lo que él no es. Él se reconoce más en «aquel padre de familia numerosa al que le celebraron lo mucho que le gustaban los niños. No se equivoque, replicó, la que me gusta es mi mujer».
Sus niños luego le gustan (a través de su mujer) y cuánto, como se descubre a poco que uno lea. Este libro es más importante que la crónica cómica de una paternidad patosa. Es la defensa de la paternidad de toda la vida, de la paternidad del hombre, tan distinta de la maternidad de la mujer, pero tan esencial como ella, aunque esté ahora tan acosada por la cursilería. Ecce homo, he aquí el hombre, sí, y ecce pater, en consecuencia.
La mayoría de las veces, Contreras está riéndose de sí mismo, porque la cosa es para reírse y porque esa risa es el resquicio que encuentra para sobrevivir como padre comme il faut en estos tiempos crueles y almibarados. Por eso, las dos frases finales del libro son tan reveladoras. Su mujer le sorprende riéndose por lo bajo y, sorprendida, le pregunta: «¿De qué te ríes? ‒Del niño, mentí».
Enrique García-Máiquez
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