‘Sin un ejemplo vivo de amor que la gente pueda ver y seguir, la verdad es sólo un conjunto de ideas estériles’

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El 22 de febrero, el arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, pronunció un discurso en la Universidad de Villanova titulado «Lo que está por venir: fe, estado y sociedad en un nuevo mundo». Durante su intervención, Chaput recordó que una de las tareas de la Iglesia, y de cada uno de los creyentes, es vivir y trabajar de modo que el mundo a nuestro alrededor sea mejor. 

El arzobispo de Filadelfia también señaló que nunca debemos infravalorar el poder del testimonio personal. «Lo que hagamos individualmente como creyentes importa, porque nuestro testimonio personal conforma a otros; y cada uno de nosotros, como criatura de Dios, es para siempre. Y lo que hagamos como comunidades de amistad cristiana tiene la misma importancia, porque la amistad conforma culturas y crea el futuro«, aseguró. 

A continuación, puede leer el discurso completo del arzobispo de Filadelfia: 

Vivimos tiempos complicados. Es fácil estar enfadado y angustiado. Al principio de este mes un amigo me envió un email con un mensaje de exactamente tres palabras: «Peor es mejor». Estaba citando una famosa frase de Vladimir Lenin. Y su mensaje tenía algún mérito. Cuanto peor van las cosas, más dolorosas son. Cuanto más dolorosas son, con más urgencia preguntamos el porqué. Y cuando sabemos la razón que hay detrás de nuestros problemas, podemos empezar a hacer algo para arreglarlos.

Pero con la cita de Lenin se plantean dos problemas. El primero: no está claro que él dijera realmente estas palabras. Y, segundo, incluso si las dijo, no son verdad.

Los padres de los estudiantes asesinados hace unos días en Florida no piensan que lo «peor es mejor». Saben lo que significa lo peor. Es insoportable. Los asesinatos en Chicago han aumentado en estos últimos años. Son algo tan común que el resto del país los considera una rutina. Lo peor no es mejor. Y una de las tareas de la Iglesia, y de cada uno de nosotros como creyentes individuales, es vivir y trabajar de modo que el mundo a nuestro alrededor sea mejor. Lo que esto significa y cómo lo hacemos son preguntas que espero podamos abordar esta tarde.

El subtítulo de mi comentario es «fe, estado y sociedad en un mundo nuevo». Cada una de estas categorías –fe, estado y sociedad– es importante. Las tres están íntimamente vinculadas en pensar la forma del futuro de nuestro país. Pero quiero invertir el orden. Empezaré con algunas reflexiones sobre la sociedad y terminaré con el papel de la fe y, sobre todo, la misión de la Iglesia. La razón es simple. No hay curación sin un buen diagnóstico. Si decimos que necesitamos a la Iglesia como fuente de sanación y esperanza, entonces necesitamos saber cuál es la enfermedad de nuestra cultura y por qué. Por consiguiente, centrémonos en este trabajo.

Empecemos con un hecho. Estados Unidos es la economía de mercado más poderosa del mundo. Seguramente todos coincidimos en esta afirmación. Y la mayoría de nosotros probablemente estará de acuerdo que, desde la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo democrático americano ha dado forma a la mayor parte del mundo; de hecho, creó un nuevo mundo de relaciones políticas y económicas.

También estaremos de acuerdo en que la Encíclica de 2015 del Papa Francisco, Laudato Si’, es una valiosa aportación a la enseñanza católica. Creo que esto es obvio. Es una aportación a los grandes discursos y escritos de Benedicto XVI sobre el ambiente, ampliando el cuerpo del pensamiento católico sobre la belleza y la administración de la creación de manera bastante importante.

Pero para los críticos uno de sus aspectos vulnerables es éste: mucha gente –personas decentes y éticas– considera que infravalora lo bueno que la economía global de mercado ha hecho en el mundo. Admitámoslo.

El capitalismo ha sacado a millones de personas de la pobreza, mejorando radicalmente su nivel de vida y aumentando sus oportunidades y esperanza de vida. Todo esto es bueno. Históricamente, es algo único. Son hechos, no propaganda. Si no aceptamos estos hechos, si no expresamos una gratitud real por la ingenuidad humana que expresan, nos estamos privando de la credibilidad para criticar el daño que la economía de mercado también ha causado. Este daño es real y, a menudo, muy grave y va más allá del daño causado al ambiente físico que nos rodea. Y no necesitamos ser economistas para ver cómo sucede.

Hace setenta años, el historiador económico Karl Polanyi escribió un libro titulado The Great Transformation. Para lectores como yo, y tal vez para otras personas en esta sala, es una obra densa. Pero también muy importante. Polanyi demostraba cómo la Revolución industrial cambió y reorganizó todo el tejido de la vida inglesa, revolucionando la estructura de la economía británica. Es innegable. Pero al hacerlo, también dio nueva forma a cada aspecto de la cultura de la nación: desde las relaciones familiares, a la política y la educación, al uso del tiempo, a los modelos de pensamiento y comportamiento.

Lo mismo está ocurriendo aquí, en nuestro país, en nuestro tiempo y espacio. Una economía de mercado de consumo tiende a mercantilizar todo y a replantear todas las relaciones como transacciones económicas. En práctica, despersonaliza la cultura al comercializar muchas de nuestras interacciones humanas rutinarias. También alimenta un ateísmo práctico al hacer que nuestras vidas giren alrededor del deseo y el consumo de nuevos bienes.

En nuestro caso, el desencadenante ha sido el microchip y todo lo que de él ha derivado: internet, la robótica y la inteligencia artificial, Amazon, Facebook, Google y un millón de nuevos instrumentos. El punto al que quiero llegar es éste: utilizamos nuestros instrumentos, pero éstos también nos utilizan, porque dan un nuevo marco a nuestras convicciones, imaginaciones y apetitos. Reprograman nuestras relaciones con el otro y con el mundo que nos rodea. Y, en el proceso, cada nueva tecnología mejorada crea también una nueva clase de vencedores y una nueva clase de perdedores. Pregúntenle, si no, a su herrero local.

¿Adónde quiero llegar con todo esto?

Nuestro país está construido sobre el cambio, porque la nuestra es una nación de inmigrantes. El cambio es natural. También es sano, siempre que la nación permanezca anclada de alguna forma consistente con su pasado. La identidad de una nación se fractura cuando cambia rápida y profundamente, de muchas maneras, ocasionando que el tejido cultural se fraccione en piezas que ya no encajan. Como sociedad, ahora estamos en este punto, si no lo hemos sobrepasado ya.

En septiembre cumpliré 74 años. A lo largo de mi vida adulta, nuestra economía, comunicaciones, filosofía legal, ciencia y tecnología, demografía, creencias religiosas y moralidad sexual han cambiado; y no sólo han cambiado, sino que lo han hecho drásticamente. En muchos aspectos, nuestro mundo es diferente al pasado, en su esencia y no sólo en la medida. Aunque quisiéramos, no hay modo de «des-conocer» lo que hemos aprendido o experimentado.

Muchos cambios han sido buenos. El progreso en la medicina, por ejemplo. Muchos de mis amigos tienen hijos con minusvalía. Las vidas de sus hijos son más largas y más ricas precisamente a causa de las innovaciones en la tecnología médica. Pero también es verdad que los beneficios y los déficits se comparten de manera desigual. El resultado ha sido un profundo distanciamiento del sentido americano de estabilidad, seguridad, objetivos comunes y ego.

Como país, tenemos uno de los niveles de vida más altos de la historia. Y tenemos también uno de los peores índices de violencia y un aumento del índice de suicidio entre los jóvenes. La riqueza se asienta cada vez más en la élite instruida. Mientras tanto, la brecha entre los muy ricos y el resto se amplia cada año más, es cada vez más profunda. La libertad sexual a la que la gente rica y progresista tiene acceso, y que defienden firmemente, no puede interferir con su modo de proteger su nivel de vida a través de matrimonios estables y los mejores colegios para su hijos.

Mientras tanto, las clases bajas están destrozadas por esta misma libertad sexual y, contrariamente a lo que sucede con los ricos, no pueden salir de las consecuencias que ello conlleva. Cargan con matrimonios destrozados, niños sin padres, hombres jóvenes enfadados y desarraigados, un aumento de la pobreza y el crimen y toda la devastación social que de ello resulta. Filadelfia es una de las principales ciudades de la nación más poderosa de la tierra. Y seguimos teniendo problemas profundos y crónicos relacionados con las drogas, el paro, escuelas inadecuadas y hambre en la ciudad. Sí, hambre. En los Estados Unidos. Piensen en esto por un minuto. En mi opinión, este momento de la historia de nuestro país es el más conflictivo y divisivo desde los años 60.

Se han propuesto todo tipo de tópicos para resolver estos problemas. Cuando nuestros líderes hablan sobre proporcionar una renta familiar fija garantizada para luchar contra la pobreza, o alguna otra forma de «renta igualitaria» –como hacen a veces, dependiendo del partido en el poder–, podemos estar seguros que no significa quitarle la riqueza a los poderosos para dárselo a otras personas. Desde luego, no en este país. Las verdaderas aristocracias no funcionan así. Hacen que otra gente pague por sus ideas. Y nuestra clase meritoria –la nueva aristocracia, que proporciona la mayoría de los líderes de nuestro país, tanto progresistas como conservadores– es muy buena escondiendo su estatus.

No estoy diciendo nada nuevo. Christopher Lasch, George Parkin Grant, Patrick Deneen y otros han hablado sobre algunos de los mismos puntos, antes y mejor. La pregunta, entonces, es: si nuestra sociedad está realmente tan estresada, ¿por qué todo se mantiene unido y funciona? Hay dos respuestas a esto. Ahí va la primera. Éste es un gran país con mucha gente buena, buenas leyes, una gran cantidad de buen talento, un carácter fuerte y una profunda virtud. Se necesita mucho tiempo para agotar todo esto. Y ésta es la segunda: cuanto más se divida y fracase una sociedad civil, el gobierno más se entromete para mantener el orden y llenar las grietas. Y esto nos lleva a algunas ideas sobre la política y el estado.

Podría argumentar que ahora tenemos un Donald Trump porque antes tuvimos a un Barack Obama. El Sr. Trump es una reacción. Es un regalo de las personas que sentían o, más exactamente, sabían que eran tratadas como estúpidas o insignificantes por ambas alas de nuestra clase política dirigente en el último ciclo electoral. En otras palabras, la «cesta de la gente deplorable» –y conozco a bastante gente decente que ha sido metida en esta cesta– fue a votar en pleno. Por lo tanto, para bien o para mal, el Presidente Trump es lo que ahora tenemos. Y la responsabilidad por este resultado sorpresa es de ambos partidos nacionales.

Mirando atrás a las últimas décadas, la administración Obama tal vez ha sido la más influyente desde la era Roosevelt en los años 30. Pero Roosevelt se ocupó, sobre todo, de las estructuras económica y administrativa del país. La administración Obama parece haber ido más allá en su intento de determinar la naturaleza de nuestra vida diaria, en cuestiones que van desde la libertad religiosa a los derechos de las personas transgénero. Y estas cuestiones, como otras muchas, no son moralmente neutras a la luz de la fe católica.

En cierto sentido, la administración Obama reflejaba las recientes tendencias sociales, que además impulsaba activamente. El número de americanos que se identificaban como ateos, agnósticos o sin afiliación religiosa aumentó, en escasos siete años, del 16 por ciento de 2007 al 23 por ciento en 2014. La presidencia Obama representaba el mismo espíritu secular.

Esto tuvo implicaciones políticas y legales, de las que la libertad religiosa es un buen ejemplo. La libertad religiosa, tal como la nación la ha comprendido tradicionalmente, no puede ser fuente de gran preocupación para gente que no respeta la importancia de la fe religiosa. Y los derechos humanos, si no están basados en Dios o en un orden moral más alto, son realmente sólo una cuestión de consenso público. Son un acto de generosidad gubernamental, disfrazados con el lenguaje piadoso de la dignidad humana.

La cuestión es que el país en el que pensábamos que estábamos viviendo, no es el país en el que estamos viviendo. El estado administrativo que tenemos ahora se parece poco a la república restringida que teníamos en 1789. Nuestro vocabulario institucional y cívico puede parecer el mismo, pero los factores subyacentes de poder y procedimiento son diferentes. Muchos americanos parecen estar ajenos al cambio porque la nostalgia y la distracción nos impiden pensar fuera del marco de nuestra realidad. Esto nos debería preocupar a todos, porque el estado de bienestar social que parece que apreciemos y el estado de vigilancia que parece que necesitemos, se solapan cada vez más.

¿Dónde encaja la fe en toda esta historia?

Hace unos doscientos años, en Democracy in America, Alexis de Tocqueville escribió: «Ideas fijas sobre Dios y la naturaleza humana son indispensables para la cotidianidad de la vida de los hombres». Nosotros, seres humanos, tenemos la necesidad primaria de organizarnos alrededor de alguien o algo que proporcione significado a nuestras vidas. Tenemos el instinto de sacralizar alguna forma de autoridad.

Para la generación de los Padres Fundadores, esta autoridad era el Dios de la Biblia: no cualquier dios, como subrayaba Tocqueville, sino el Dios de Moisés y Jesucristo. Nuestra humildad ante un Dios justo y personal es la piedra angular de los ideales americanos de un gobierno restringido, lo admitamos o no. Para historiadores como Crane Brinton, incluso la Ilustración y su deísmo, que también tuvieron un papel clave en la Fundación, eran hijos de la Cristiandad y podían emerger sólo de un contexto cristiano preexistente.

El punto es: la autoridad de Dios garantiza la libertad humana. Si nuestra fe en Él se debilita o se destruye como fuente de autoridad, buscaremos a otro señor. En palabras de Tocqueville: «Si la fe está ausente en un hombre, acabará sirviendo; pero si busca ser libre, debe creer». La vida aborrece el vacío. Cuando Dios sale de escena, el estado inevitablemente se expande para llenar su lugar. Sin el Dios bíblico, acabamos en una especie de idolatría disfrazada, que suele implicar a los políticos.

Éste es el motivo por el que cualquier cosa que debilite la comunidad de creyentes desde dentro es tan perjudicial, no sólo para la Iglesia, sino también para una cultura que quiera ser verdaderamente libre. No hay nuevos paradigmas; no hay nuevos principios hermenéuticos; no hay revoluciones de pensamiento; no hay posibles concordatos con el mundo y sus coartadas que puedan eliminar el radicalismo y la belleza liberadora de la antropología cristiana.

Clave de dicha antropología es la naturaleza de nuestra sexualidad, expresada en la complementariedad del hombre y la mujer, abierta a una nueva vida y al apoyo mutuo. El propósito de la sexualidad y las relaciones humanas está guiado por Dios. Este propósito es fuente de verdadera libertad y alegría y no puede ser cambiado, reinterpretado o médicamente reformulado.

Es la verdad sobre quienes somos como criaturas encarnadas, no importa cuáles sean nuestras confusiones o debilidades personales. Debemos afirmar esta verdad por nuestro bien y por el bien de toda la sociedad, porque el significado de la humanidad depende de ello. Y si la verdad explicada sin amor y paciencia puede ser un arma, no decirla es una forma de robo. Misericordia sin verdad no es misericordia.

Mi esperanza es que grandes universidades como Villanova mantengan su deseo de proteger celosamente su identidad católica. Y no sólo protegerla, sino también afirmarla. No es el momento para los católicos de demostrarse débiles o arrepentidos. No es el momento de comprometer los principios. Dar testimonio de una educación universitaria fielmente católica es vital para toda la plaza pública. Éste es el motivo por el que estudiosos como Jessica Murdoch, Mary Hirschfeld, Mark Shiffman y la Facultad de Humanidades, Luca Cottini, la propia Dra. Sheehan y muchos otros son tan importantes, no sólo para la comunidad de Villanova, sino también para toda la vida de la Iglesia.

La semana pasada, mientras escribía estas reflexiones, recibí el email de Charles Camosy, el teólogo y especialista en ética de Fordham. Me gustaría citarlo aquí íntegro, porque es excepcional. Pero compartiré sólo una pequeña parte. El Dr. Camosy escribió: «La nuestra es una cultura profundamente fracturada y alienada. Mucha gente, sobre todo la gente joven, busca desesperadamente algo a lo que agarrarse, algo que la sostenga. Un lugar donde descubrir y en el que expresar su verdadera identidad».

¿Cómo debe afrontar la Iglesia este momento cultural? Con confianza. Y como una gran apertura.

Hay en marcha una nueva realineación política que nos da la oportunidad de ser fieles a nuestras tradiciones y enseñanzas, lejos de las idolatrías de la izquierda o derecha secular. Mucha gente joven está buscando precisamente el tipo de bondad práctica, antigua y comprensiva que la Iglesia puede ofrecer, una que no contemple los supuestos políticos de sus abuelos. Quieren que su casa esté construida en tierra firme, en medio de una cultura que está perdida.

La Iglesia debe entrar con confianza en esta realidad fragmentada, como hizo en el pasado, no sólo con un mensaje poderoso y atractivo de amor, no violencia y de preocupación por los más vulnerables, sino con el objetivo de dar a los sin techo culturales un lugar al que puedan llamar hogar.

Hay quienes, en este momento cultural, nos dirían que retrocedamos, que nos rindamos, que cambiemos drásticamente de paradigma. A ellos les digo, con todo respeto, que están perdiendo de vista los signos de los tiempos. En lugar de renunciar a nuestra tradición, en lugar de buscar modos de esquivar la antigua enseñanza y sabiduría revelada por Dios a través de los apóstoles y sus sucesores, es evidente que este momento nos llama a abrazar el don del depósito de la fe que nos ha sido transmitido, para ofrecerlo con humildad y amor a una cultura que lo necesita desesperadamente.

No puedo añadir más a esto, por lo que acabaré con unas pocas reflexiones finales.

Cuando uno llega a mi edad en este trabajo, sabe y comprende muchas cosas porque ha pasado por muchas experiencias y ha desarrollado habilidades a lo largo de los años. Pero estas mismas experiencias que te dan un poco de sabiduría y de juicio maduro pueden llevarte también a reducir tu habilidad en el reconocimiento de nuevas posibilidades y soluciones. Uno puede acabar siendo muy bueno en el diagnóstico de la enfermedad, explicando su naturaleza y sus causas, sabiendo lo que no funciona en el tratamiento de la misma, pero puede no serlo tanto en idear o proponer una cura. Sin embargo, el talento para diagnosticar sigue teniendo un valor. La gente necesita saber cuál es el problema real antes de empezar a arreglarlo. Pero el arreglo pertenece a otros ojos y habilidades fieles, como los vuestros.

Vivimos en una época en la que la ciencia y la tecnología pueden hacer que lo sacramental y lo sobrenatural parezcan inverosímil. No refutan a Dios, ni pueden. Pero hacen que la gente sea indiferente a Dios. Hacen que el lenguaje de la fe sea incomprensible. Pero la gente sigue sufriendo y muriendo, todos nosotros. Como también las personas a las que queremos. Esto significa que todos nosotros, tarde o temprano, preguntaremos el porqué. Tenemos una necesidad instintiva de significado. La gente sigue amando, lo que significa que tenemos un profundo deseo de intimidad, de completarnos en el corazón de otro, de crear una nueva vida. Y la gente sigue teniendo necesidad de la belleza, lo que significa que la belleza tiene el poder de hacernos evadir de la maquinaría de la lógica, llegando a lo más profundo del alma humana.

La Iglesia es experta en todo esto; y todo esto evita que los asuntos humanos, por muy confusos que sean, se conviertan en permanentemente inhumanos. Agustín nos recuerda que la historia es la gran destructora de las ilusiones y vanidades nacionales. Incluso de las americanas. Pero es también la gran fuente de la esperanza personal y eclesial. No debemos dejar que el mundo nos atrape. Pero necesitamos amar todo lo bueno que hay en él, sirviendo a la gente que en él vive, invitando a todos a conocer y amar a Jesucristo. Nunca debemos infravalorar el poder del testimonio personal. Sin un ejemplo vivo de amor que la gente pueda ver y seguir, la verdad es sólo un conjunto de ideas estériles.

Lo que hagamos individualmente como creyentes importa, porque nuestro testimonio personal conforma a otros; y cada uno de nosotros, como criatura de Dios, es para siempre. Y lo que hagamos como comunidades de amistad cristiana tiene la misma importancia, porque la amistad conforma culturas y crea el futuro. Por esto, movimientos como Comunión y Liberación, los Focolares, el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal, el Movimiento de Vida Cristiana y otros carismas similares son tan importantes. Son fuente de renovación en la Iglesia, que es el pilar de la presencia de Dios en el mundo.

A Leon Bloy, el gran converso católico francés, le gustaba decir que, al final, lo único que importa es ser santo. Si estamos dispuestos a escuchar, la Iglesia tiene muchas buenas razones por las que la gente debería creer en Dios y en Jesucristo, y en la belleza y en la urgencia de su misión. Pero tiene un único argumento irrefutable para la verdad que enseña: el ejemplo personal de los santos.
Por lo tanto, la tarea esta tarde, cuando salgamos de aquí, es empezar este camino. Y que Dios nos guíe a todos en él.

(Discurso publicado por la Archidiócesis de Filadelfia. Traducción de Helena Faccia Serrano para InfoVaticana)

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Comentarios
12 comentarios en “‘Sin un ejemplo vivo de amor que la gente pueda ver y seguir, la verdad es sólo un conjunto de ideas estériles’
  1. No estoy de acuerdo. El ejemplo vivo es sólo uno : Jesucristo. Mi dedo, por muy sucio que sea, debe indicar a Jesucristo, Camino, VERDAD y vida, no a mi persona. Sin la Verdad no vamos a ninguna parte.

  2. Esos movimientos e instituciones que cita se están viniendo abajo. Conozco especialmente lo que pasa en el Opus Dei y Comuniones e Liberazione, un auténtico desastre, camino de la extinción. Han sido contagiados por la misericorditis por culpa de la nefasta papolatría que padecen.

  3. Ya era raro que del documento escrito por este obispo no se dedujera alguna maldad del papa, la situación es terrible, hoy comí pollo y estaba salado, este papa ya no sabe que hacer para molestar,

  4. El tema no es la papolatría, argumento protestante y falso si lo hay, que ha sido lanzado a los católicos desde la Rebelión luterana-anglicana hasta nuestros días. Este no es el problema ya la que existencia de un Papa -único y verdadero- es esencial para cumplir con el mandato Divino: que todos sean uno.

    La cuestión esencial -de fondo- es saber si estamos ante un Papa auténtico o uno falso. Si estamos ante uno falso, cierran todas las cuentas que -de otro modo- es imposible conciliar.

  5. Decía, en abril del 2010 y con acierto, Monseñor Giampaolo Crepaldi que “la situación es grave, porque esta brecha entre los fieles que escuchan al Papa Benedicto XVI y quienes no le escuchan se difunde por todas partes, hasta en los seminarios diocesanos y en los Institutos de Ciencias Religiosas, y anima dos pastorales muy distintas entre sí, que ya casi no se entienden entre ellas, como si fuesen expresión de DOS IGLESIAS DIVERSAS y provocando inseguridad y extravío en muchos fieles”.

    http://www.noticiasglobales.org/comunicacionDetalle.asp?Id=1336

  6. El cardenal Charles Chaput es de los pocos que se atreven a criticar frontalmente al delegado de Francisco para los lgtb, James Martin, al no condenar el pecado de homosexualidad activa y, en consecuencia, no ayudar al pecador
    a salvarse, omisión en la que incurre con harta frecuencia el propio Francisco con su quien soy yo, que se convierte en te vas a enterar quien soy yo cuando se trata de católicos que, en coherencia con nuestra Fe, rechazamos la nefasta misericorditis. https://www.catholicnewsagency.com/news/archbishop-chaput-fr-martin-deserves-respectful-criticism-not-trash-talking-15882

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