El exceso de celo por la ‘marca vaticana’

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Un inmigrante se enfrenta a penas de prisión porque el Vaticano le persigue judicialmente por vender banderillas con el rostro del Papa sin pagar el correspondiente royaltie. El Vaticano persigue, de la mano de prestigiosos bufetes, a quienes resultan incómodos a la elefantiásica burocracia del país más pequeño del mundo.

La moral del mundo, de nuestra era, no solo se opone a la moral católica en los contenidos, en lo que ve bueno y lo que ve malo, sino también, de modo muy señalado, en las formas.

Para nuestra época, la bondad es esencialmente declarativa, consiste básicamente en ‘apuntarse’ al bando acertado, repetir las consignas correctas, declarar el propio apoyo a las causas de moda y a las tribus en alza, no hacer, necesariamente, nada.

Los ejemplos abundan hasta el hartazgo. Si, por ejemplo, Pablo Iglesias puede decir (en privado) que querría azotar hasta hacerla sangrar a una conocida periodista, no tiene que pagar precio alguno -la dimisión fulminante y ruidosa que esperaría a casi cualquier otro político- porque apoya nominalmente los movimientos feministas que deberían ser los encargados de denunciar sus palabras.

Pero el cristianismo es lo opuesto, como nos recuerda la parábola del hombre que tenía dos hijos a los que encargó ir a la viña, y el que le dijo que iría no fue, y el que se negó a ir acabó yendo. Este último, nos dice el propio Cristo, es el que actuó bien.

Su Santidad ha repetido a menudo que quiere «una Iglesia pobre para los pobres». También repite obsesivamente que Occidente tiene que abrir sus puertas de par en par a todo el que llegue del Tercer Mundo, obviando cualquier consideración de elemental prudencia en nuestros gobernantes, todo escrúpulo sobre la seguridad de las naciones o la pérdida de la identidad.

«Recibir a los inmigrantes es un mandamiento de Dios», ha dicho con tajante simplicidad, sin matices ni ese ‘discernimiento’ que aconsejaba para otras materias que, en cambio, siempre han sido claras en la doctrina católica. No hay lugar aquí para «interpretaciones flexibles», al parecer.

Pero estos sencillos mensajes, el de pobreza y el de acogida universal, entran a veces en conflicto con señales y actitudes que parecen contradecirlos.

Ambos, por ejemplo, casan mal con la historia de Romio, un bangladesí llegado a Italia con todos sus papeles en regla, detenido a instancias de la Guardia di Finanza. El ‘delito’ de este ‘touroperador’ no ha sido otro que el de exponer en su negocio de ‘souvenirs’ romanos a pocos metros del Vaticano cuatro banderines con la efigie del Papa… sin el permiso del Vaticano, que ha subcontratado a una importante empresa la gestión de su ‘marca’.

No hay nada insultante ni ofensivo en las imágenes, entiéndanse, ni se le puede acusar a Romio de plagio, ni son en nada indistinguibles de las que cualquier turista puede adquirir en el diminuto Estado; es solo que no son ‘oficiales’, no llevan la marca.

Aunque no lo sabe, Romio ha vulnerado probablemente alguna regulación. Pero cuesta casar ese ardiente llamamiento a la acogida, que en palabras de Su Santidad incluye a quienes, por entrar ilegalmente, es claro que han vulnerado normas mayores, con la persecución de una ‘ofensa’ tan nimia, tan mezquina, aunque posiblemente no lo sea para el emprendedor inmigrante.

Y aún más choca que el Vaticano muestre tanto celo de su ‘marca’, como si en lugar de representar a la Iglesia universal, la Iglesia de Cristo, representara una multinacional especialmente vigilante de su terreno comercial.

Entendemos que una institución de mil millones de almas no pueda gestionarse con la simplicidad con que se pastoreaba un puñado de fieles en los principios de nuestra historia, pero, ¿contratar una empresa especializada en la gestión de marcas? ¿requisar el negocio a un inmigrante por cuatro banderines que cualquiera confundiría con los que se venden legalmente y con todos los permisos? ¿Tanto importa la marca, la imagen?

Ese sería el verdadero peligro, que la imagen -las palabras- sea aquello a lo que se da peso, por encima de la actitud real. En los banderines de la discordia, incautados, bajo la efigie de Francisco, puede leerse un alegre «Benvenuti!», «¡Bienvenidos!». Pero para Romio ese saludo ha quedado, simplemente, en una palabra.

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