Escribe Monseñor Cañizares, Arzobispo de Valencia, vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española y antiguo prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos: «Seguramente algunos puntos deberían o, mejor, podrían ser perfilados un poco más, aunque hay que decir que los principios en que se asienta son básicos y difícilmente reformables».
Y uno siente un estremecimiento de alegría de oír a un prelado hoy defender con esa claridad la Tradición de la Iglesia y el Depósito de la Fe… Hasta que se da cuenta de que no, de que habla de la Constitución de 1978.
La confusión, creo, es perfectamente natural, y no solo porque hoy parece, como poco, de mal gusto hablar del Magisterio católico como «difícilmente reformable». De hecho, los términos favoritos y obligados de los teólogos de cámara para referirse a este periodo de la vida de la Iglesia son «cambio», «reforma» e incluso, sí, «revolución». Ya conocen la espantosa frase hecha: marca «un antes y un después».
Pero no, claro, no está hablando Su Eminencia de esa doctrina de dos mil años, sino de un texto legal pergeñado entre chalaneos y tiras y aflojas por un puñado de políticos hace casi cuarenta años. Y eso, claro, es difícilmente reformable.
Cañizares escribe un emotivo homenaje a nuestra Carta Magna en el día de su cumpleaños, un comentario que recoge Religión Digital. Su Ilustrísima parece emocionarse ensalzando las virtudes de este apaño jurídico que, dicen, «se ha mostrado a lo largo de estos casi ocho lustros y esperamos que esta Constitución siga siendo por mucho más tiempo el gran apoyo para esa unidad y concordia que ella misma alienta y confirma, porque los principios, derechos y libertades y cuadro de valores, que la sustentan van más allá de un consenso que puede producirse en un momento u otro de la historia».
Debo confesarles que se me ponen los dientes largos imaginando a algún prelado hablando con tal unción, reverencia y entusiasmo de la doctrina de la Iglesia, aunque entiendo que hoy quedaría poco ‘político’, incluso desaconsajable para hacer carrera, insistir en que sea ésta «difícilmente reformable».
Naturalmente y dada la coyuntura catalana -y el papel cuestionable que la jerarquía española ha jugado en todo ello-, Monseñor Cañizares llega en seguida al asunto: «Entiendo que entre estos principios hay que destacar «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles».
Dejamos que se explaye:
«Tanto un principio- la unidad de España -, como otro -la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables-, son por sí mismos anteriores a la misma Constitución y, además, forman parte integrante del patrimonio moral que nos configura como personas y como pueblo. El consenso con que se elaboró no creó ni esos derechos, porque son fundamentales, ni constituyó un pacto en virtud del cual se fragua la unidad de la Nación que es España. Ambos aspectos pertenecen al orden moral previo sobre el que se asienta el orden político, un orden moral que se sustenta sobre la verdad. Quebrar esto significaría violar el orden moral».
¿Realmente, Monseñor? Porque si es completamente obvio que la unidad de España precede a la Constitución, la Iglesia que Cañizares representa es bastante anterior a España. Una institución que maduró durante siglos de Imperio Romano, no debería ver una de sus muchas creaciones -la nación española; las naciones europeas, en general- como poseyendo ese curioso rasgo de inmutabilidad. ¿Es culpable la nación española de haber «violado el orden moral» al constituirse en reino (visigodo), separándose de la obediencia civil a Roma?
Por otra parte, el Arzobispo de Valencia acierta al ponerle un ‘pero’ moral a la Carta Magna: «El exaltar la libertad, individual o de grupo, -léase en la aplicación en el derecho a la vida o a otros asuntos que tienen que ver con los derechos personales o sociales, o en el concepto de autodeterminación que algunos propugnan-, hasta considerarla como un absoluto, como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente o ciertamente insolidaria, inclinada a juzgar las cosas según los propios intereses y como voluntad de poder que se impone sobre los demás, es uno de los problemas principales con los que a casi cuarenta años de la Constitución nos enfrentamos. No podemos olvidar nuevas ideologías, como la de género, que es preciso superar con fidelidad a nuestra Constitución».
Un asunto menor, como deja claro el panegírico general a una obra que difícilmente puede llamarse inspirada por la piedad cristiana.
Y en todo esto, en este entrelazar su condición de sucesor de los Apóstoles con una obra jurídica, al fin, descendiente lejana pero directa de la misma revolución que tantas vidas cristianas costó; en esta velada sumisión al poder político encuentro el talón de Aquiles de nuestra jerarquía, mucho más ducha y expresiva manejando cuestiones políticas que enfrentándose al mundo y al poder para anunciar el Reino de Dios.
A continuación, el artículo completo del Cardenal Cañizares:
Se van a cumplir los primeros cuarenta años de la Constitución Española. Surgió de un afán de concordia y reconciliación entre todos los españoles y de anhelo de libertad por parte de todos. En su base estuvo el ánimo de llegar a un texto que fuese de todos, no de unos frente a otros o sobre otros.
Así, hoy, aunque perfectible como toda obra humana, «la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos» (Conferencia Episcopal Española, 1999). Como tal se ha mostrado a lo largo de estos casi ocho lustros y esperamos que esta Constitución siga siendo por mucho más tiempo el gran apoyo para esa unidad y concordia que ella misma alienta y confirma, porque los principios, derechos y libertades y cuadro de valores, que la sustentan van más allá de un consenso que puede producirse en un momento u otro de la historia.
En estos días se oyen peticiones de reforma y seguramente algunos puntos deberían o, mejor, podrían ser perfilados un poco más, aunque hay que decir que los principios en que se asienta son básicos y difícilmente reformables.
Entiendo que entre estos principios hay que destacar «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (Art 2), y el reconocimiento, como «fundamento del orden político y de la paz social», de «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás» (Art 10).
Tanto un principio- la unidad de España -, como otro -la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables-, son por sí mismos anteriores a la misma Constitución y, además, forman parte integrante del patrimonio moral que nos configura como personas y como pueblo. El consenso con que se elaboró no creó ni esos derechos, porque son fundamentales, ni constituyó un pacto en virtud del cual se fragua la unidad de la Nación que es España. Ambos aspectos pertenecen al orden moral previo sobre el que se asienta el orden político, un orden moral que se sustenta sobre la verdad. Quebrar esto significaría violar el orden moral.
No fue la Comisión redactora del proyecto de texto Constitucional sometido posteriormente a la aprobación popular y legislativa, sancionado por S.M. el Rey, ni el consenso de las mayorías que le dieron su «sí» con su voto los que crearon esas normas de conducta básicas de nuestra Constitución, porque, en definitiva, no es el consenso ni las mayorías lo que determinan las normas morales básicas en las que se fundamenta el orden político, asentado en el bien común y a su servicio, espacio abierto para la libertad y libertades de los ciudadanos. El bien común pasa por el respeto pleno del orden moral y del político derivado. El vínculo entre la verdad, el bien y la libertad es clave en el orden moral y, consiguientemente, también en la fundamentación «del orden político y de la paz social» que tenemos en nuestra Constitución.
Seguramente los problemas con los que actualmente nos encontramos en la aplicación de la Constitución, bien sea los que se refieren a la dignidad inviolable de todo ser humano y a sus derechos en el orden, por ejemplo, de la vulneración del derecho a la vida con el aborto y la eutanasia, con la fecundación artificial o experimentación de embriones que algunos propugnan, o los referidos al matrimonio reconocido por la Constitución únicamente entre el hombre y la mujer (Art 32), o en los recortes a la libertad de enseñanza, o al no desarrollo de todo lo implicado y exigido en el derecho a la libertad religiosa-, bien sea los que se refieren a nacionalismos excluyentes y a la puesta en riesgo de la unidad e integridad de España, son expresión del gravísimo problema que afecta hoy al comportamiento moral la separación entre verdad y libertad. La crisis que padecemos en España en los problemas mencionados tiene mucho que ver con la crisis de la verdad y con la corrupción de la idea y experiencia de libertad.
El exaltar la libertad, individual o de grupo, -léase en la aplicación en el derecho a la vida o a otros asuntos que tienen que ver con los derechos personales o sociales, o en el concepto de autodeterminación que algunos propugnan-, hasta considerarla como un absoluto, como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente o ciertamente insolidaria, inclinada a juzgar las cosas según los propios intereses y como voluntad de poder que se impone sobre los demás, es uno de los problemas principales con los que a casi cuarenta años de la Constitución nos enfrentamos. No podemos olvidar nuevas ideologías, como la de género, que es preciso superar con fidelidad a nuestra Constitución.
Con los límites que pueda tener nuestra Constitución, incluso en el desarrollo del articulado donde se explicitan los principios o fundamentos de toda ella, y más todavía en ciertos desarrollos legislativos o en estados de opinión que se han creado, nuestra Constitución en sus mismas bases respeta y se asienta en ese vínculo de verdad-derechos-libertades. Por eso creo totalmente acertadas y hago enteramente mías aquellas palabras de una Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal memorable sobre el terrorismo: «Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria».
Sólo así seguiremos respetando nuestra Constitución, todavía muy joven, que exige de todos la concordia, la unidad, la paz social. De otra suerte la conduciremos -si no se está haciendo ya- por los caminos de la desintegración de la sociedad pluricentenaria -diría que milenaria- que es ´Hispania`, España.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando
Jamás he conseguido pasar del primer párrafo de cuanto con constancia de ganchero del Tajo escribe o pronuncia Cañizares. A veces me lo he propuesto como ejercicio mental de concentración, y nada. Al final me quedan sólo empalagosas citas del Papa de turno y el sintagma «experiencia gozosa», que me evoca algo psicodélico de lo que me canso siempre antes de comprender. Felicito a Carlos Esteban por su hercúlea labor de hermeneuta de la nada envuelta en púrpura.
Qué barbaridad… Qué barbaridad…
Los obispos de la Iglesia, y muy los cardenales como Mons. Cañizares, deben ser pastores claros y coherentes con el Magisterio de la Iglesia Católica a la hora de orientar a sus feligreses. Por ello, no pueden titubear con partidos políticos (o con regímenes políticos como el español actual) que han dado la espalda a Cristo y que se oponen a lo que indican las enseñanzas de la Iglesia (Encíclica Quas Primmas; Enclíclica Immortale Dei, etc). ¿Acaso no ha permitido el régimen constitucional del 78 que en España esté legalizado el aborto libre, el divorcio y el homomonio o que se esté implantando la ideología de Género? Pues ese régimen no puede ser defendido o amparado por ningún católico coherente con su Fe.