En su catequesis de este miércoles, el Papa Francisco reflexiona sobre la meta de nuestra esperanza y recuerda que «el paraíso no es un lugar fabuloso, ni tampoco un jardín encantado», sino «el abrazo con Dios, Amor infinito».
En la audiencia general de este miércoles 25 de octubre en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco ha culminado su ciclo de catequesis sobre la esperanza cristiana hablando del paraíso como meta de nuestra esperanza.
Francisco ha comenzado su catequesis reflexionando sobre la actitud del «buen ladrón», que nos recuerda «nuestra verdadera condición ante Dios: Que somos hijos suyos, que siente compasión por nosotros, que está desarmado cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor».
El Papa ha señalado que «no hay nadie, por muy mal que haya vivido, al que solo le quede la desesperación y le esté prohibida la gracia». «Dios es Padre, y espera hasta el final nuestro regreso», recuerda.
Sobre el Paraíso, el Papa indica que «no es un lugar fabuloso, ni tampoco un jardín encantado», sino «el abrazo con Dios, Amor infinito» en el que entramos «gracias a Jesús, que murió en la cruz por nosotros».
«Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él hay frío y tinieblas. En la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: «Acuérdate de mí»».
A continuación, la catequesis del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el comienzo de este año litúrgico. Y terminaré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz y está dirigida al buen ladrón. Observemos un momento esa escena. En la cruz, Jesús no está solo. Junto a él, a la derecha y a la izquierda, hay dos delincuentes. Tal vez, pasando ante aquellas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien lanzó un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así.
Al lado de Jesús también hay un reo confeso: uno que reconoce que ha merecido ese terrible suplicio. Lo llamamos el «buen ladrón», que, al contrario del otro, dice: Nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestros hechos (cf. Lc 23,41).
En el Calvario, en ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros, pecadores. Allí se cumple lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo doliente: «Fue contado entre los malhechores» (53:12; Lc 22:37).
Es allí, en el Calvario, donde Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle, también a él, las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra «paraíso» aparece en los evangelios. Jesús se lo promete un «pobre diablo» que en el madero de la cruz tuvo el valor de hacerle la más humilde de las peticiones : «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23,42). No tenía buenas obras que ofrecerle, no tenía nada, pero confiaba en Jesús, al que reconoce como inocente, bueno, tan diferente de él (v. 41). Fue suficiente esa palabra de humilde arrepentimiento para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: Que somos hijos suyos, que siente compasión por nosotros, que está desarmado cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite infinidad de veces: no hay nadie, por muy mal que haya vivido, al que solo le quede la desesperación y le esté prohibida la gracia. Ante Dios todos nos presentamos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había puesto a rezar al fondo del templo (Lc 18:13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan ampliamente las buenas obras, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!
Dios es Padre, y espera hasta el final nuestro regreso. Y al hijo pródigo que vuelve y comienza a confesar sus faltas, el padre le tapa la boca con un abrazo (véase Lc 15:20). ¡Este es Dios: nos ama así!
El paraíso no es un lugar fabuloso, ni tampoco un jardín encantado. El Paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en la cruz por nosotros. Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él hay frío y tinieblas. En la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: «Acuérdate de mí». E incluso si no hubiera nadie que se acordase de nosotros, Jesús está allí, a nuestro lado. Quieres llevarnos al lugar más hermoso que existe. Quiere llevarnos allí con lo poco o lo tanto bueno que ha habido en nuestras vidas, para que no se pierda nada de lo que ya había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros todavía necesita redimirse: las faltas y los errores de una vida entera. Esta es la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla y sea transformado en amor.
Si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo, y también podemos esperar en dejar este mundo con serenidad, con tanta confianza. El que ha conocido a Jesús ya no teme nada. Y también nosotros podremos repetir las palabras del anciano Simeón, bendecido por el encuentro con Cristo, después de una vida consumida en espera: «Deja ahora ,oh Señor, que tu siervo vaya en paz, conforme a tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación «(Lc 2,29-30).
Y en ese instante, por fin, ya no necesitaremos nada, no veremos borroso. No lloraremos más innecesariamente porque todo ha pasado; incluso las profecías, incluso el conocimiento. Pero el amor no, el amor permanece. Porque «la caridad no acaba nunca» (véase 1 Cor 13: 8).
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Basta con ser católico para poder criticar al rey de los recortes evangélicos. Recorta el pasaje en que recrimina al otro ladrón por no reconocer su pecado ni la inocencia de Jesucristo, recorta el pasaje en que se arrepiente de sus pecados y por eso mismo implora el perdón de quien se lo puede conceder, precisamente porque se ha arrepentido. Pero a Francisco no le gustan nada los arrepentimientos ni los propósitos de la enmienda, manifestación del verdadero arrepentimiento. Es más le atribuye a san Pablo lo que nunca ha dicho : » Me vanagloriaré en mis pecados «, cuando lo que dijo fue en mis debilidades, para que se manifieste la gracia de Dios. Pero Francisco es así de censurador para que todo encaje en su misericorditis enfermiza que se lleva las almas al infierno, previo acompañamiento y discernimiento, más falsos que judas.
Dios guarde a nuestro amado Papa Francisco.-
Anche Stamani, stando al resoconto di Radio Vaticana nella messa a Santa Marta, Bergoglio è tornato a ripetere che San Paolo si vantava «dei suoi peccati».
Un’assurdità che aveva già pronunciato. Proprio nei giorni scorsi Sandro Magister l’aveva ricordata e commentata così:
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«Qualche volta papa Francesco si prende anche la libertà di riscrivere a modo suo le parole della Sacra Scrittura.
Ad esempio, nell’omelia mattutina a Santa Marta del 4 settembre 2014 a un certo punto il papa attribuì testualmente a san Paolo queste parole «che scandalizzano»: «Io mi vanto soltanto dei miei peccati». E concluse invitando anche i fedeli presenti a «vantarsi» dei propri peccati, in quanto perdonati dalla croce di Gesù.
Ma in nessuna delle lettere di Paolo si trova una simile espressione. Piuttosto l’apostolo dice di se stesso: «Se è necessario vantarsi, mi vanterò delle mie debolezze»