‘Escuché a Jesús decir en mi corazón: Si te estoy llamando a ser sacerdote, no es para hacerte infeliz’

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«Eso es lo que necesitaba escuchar, dejé de tener miedo en ese momento y empecé a ver el sacerdocio como algo muy bueno, algo que yo realmente quería para mí», cuenta sobre su discernimiento vocacional el P. Shane Sullivan, sacerdote de la Archidiócesis de Tuam.

El P. Shane Sullivan, protagonista de Cambio de Agujas de H. M. Televisión, es sacerdote de la Archidiócesis de Tuam, en el oeste de Irlanda y ofrece el testimonio de una vida transformada tras su encuentro con Jesucristo.

Hablando de su infancia, el P. Shane comenta: «Mi madre nos enseñó a rezar y mi padre también rezaba con nosotros. (…) Debo un montón a mis padres. No solo por habernos enseñado a rezar, y por habernos dado una base para nuestra relación con Dios, sino también porque fueron excelentes a la hora de formarnos para diferenciar entre el bien y el mal. Nos enseñaron a esforzarnos al máximo y a ser lo mejor que pudiéramos. Mirando hacia atrás, veo que mis padres nos transmitieron muchas virtudes naturales. Pero —¡por desgracia!— muchas las perdí. No fui siempre fiel. Pero la base ya estaba puesta. Y, en cuanto volví a la fe, digamos que recuperé muchas de esas cosas, cosas que yo había  dejado atrás y que me había olvidado de practicar. Descubrí de nuevo todo aquello y, supongo que por eso, Dios pudo reconstruirme. Todas estas cosas cobraron mayor importancia cuando volví a la fe».

Los quince años del joven Shane, fueron complicados: «Siempre mantuve un lazo con la fe, y aunque pasé por una breve época de tontear con el ateísmo, fue un ateísmo de adolescente rebelde, cuando tenía 15 años. No era nada serio. Creo que, más que por otra cosa, lo hacía por molestar a mi profesor de religión. Era uno de esos niños de catequesis que daba la lata. Pero, sí, creía, creía. Creía en que existía un Dios, creía que mandó a su hijo Jesús. Creía prácticamente en todo lo que la Iglesia católica nos enseña sobre la fe. El problema era que no lo creía como algo real. No tenía nada que ver con mi vida. No tenía ninguna relación con lo que estaba viviendo. Yo no le veía ningún sentido, no conocía a Dios personalmente. No tenía una fe viva. Era simplemente algo a lo que me había apuntado».

Todo eso empezó a cambiar cuando tenía alrededor de diecisiete años. Tras la llegada del P. Bill Skerich a la parroquia, algunos de amigos de Shane cambiaron radicalmente de vida y empezaron a tener una fe muy viva: «Se tomó la molestia de hacerse nuestro amigo. Nos llevaba a restaurantes, al cine… Pero, de toda esta amistad, lo más grande que hizo por nosotros fue darnos el ejemplo de ser una persona que de verdad seguía a Jesucristo, y que vivía de manera distinta su discipulado. Y nos animaba a conocer nuestra propia fe, a enamorarnos de ella, y sobre todo a enamorarnos de Dios. En estos años —teníamos 16, 17, 18 años— veía que mis amigos se hacían mejores debido a su relación con este sacerdote joven. Vivían su fe. Yo guardaba las distancias. Estaba en la cuerda floja. Mi cáscara fue más difícil de romper. En ese momento estaba completamente sumergido en el mundo, y disfrutándolo. Pero sabemos que lo que el mundo ofrece te lleva a la vaciedad y te roba la dignidad. No hay verdadera satisfacción en eso. Aprendí la enseñanza por las malas».

El apego a los placeres impedía a Shane dar el paso hacia la fe que sus amigos estaban dando: «Pensar en dejarlo todo, me llenó de miedo. Pensaba que si ya no salía con mis amigos de fiesta los fines de semana, o si ya no tenía amistades que no fuesen según Dios, la vida de esa manera sería menos satisfactoria, con menos alegría, más triste… Esas eran las cosas que me echaban para atrás. Y fueron las cosas que Dios superó. Y lo hizo mostrándome, cada vez más, la vaciedad de mis apegos y de los placeres que el mundo ofrece. Los encontraba cada vez menos satisfactorios, más y más por debajo de mí».

Llegó un momento en el que Shane se sintió incapaz de seguir viviendo la doble vida que llevaba, diciendo que era católico —intelectualmente— pero sin hacer vida la fe. La posibilidad de tener vocación nunca se le había pasado por la cabeza, pero un día…: «Mi vocación la descubrí de la siguiente manera: Dios me habló, me la hizo ver por primera vez de una manera muy curiosa. Un día decidí no ir al colegio. Es una manera extraña de empezar la historia de una vocación, ¿verdad? Era temprano, por la mañana, y no sabía a dónde ir, porque era por la mañana en un pueblo pequeño en América, y estaba solo. Así que pensé: “Pues, ¿por qué no voy a la Iglesia? Lo cual fue un pensamiento extraño porque, si te saltas las clases, ¿para qué vas a querer ir a la iglesia? Pero, bueno, me fui a la iglesia. No había misa ni había nada, solo silencio. Tenemos una iglesia muy bonita en mi pueblo. Es hermosa, de ladrillo. Las vidrieras son increíbles… Tiene un altar mayor muy hermoso. Es un sitio precioso. Y entré a la iglesia tan solo para pasar el tiempo, hasta que llegase el momento de ir más tarde al colegio. Así que me senté en el banco. Supongo que recé una Ave María o un Padrenuestro. Como decía antes, en ese momento  no tenía casi ningún tipo de vida de oración. Pero lo más importante no sucedió mientras estaba ahí sentado, sino cuando salía de la iglesia. Al salir, en la entrada, como en otras muchas iglesias, había varios carteles y anuncios. Uno de los carteles que vi era el de las vocaciones al seminario diocesano. El cartel planteaba una pregunta: “Si no eres tú, entonces ¿quién? Y si no es ahora, entonces ¿cuándo?” Y ese fue el primer instante donde pensé que quizás Dios me estaba llamando a ser sacerdote. Y era raro, bueno, quizás no tan raro, pero parecía algo extraño si tienes en cuenta lo mundano que yo era, y lo lejos que estaba de Dios. Pero, en ese momento, mi primera reacción, mi primera respuesta fue: “Me veo haciendo eso”. Pero rápidamente borré ese pensamiento de mi cabeza y pensé, riéndome de mí mismo: “No es posible que eso suceda”. Pero la idea se quedó ahí, la idea de que, en cierta manera, me veía como sacerdote. Y eso se me quedó. Y no me dejaba en paz. Volvía, y volvía».

Un día, estando con su novia, le comentó lo que estaba sintiendo y le preguntó qué le parecía a ella: «Ella me miró con los ojos entrecerrados y me dijo: “¿Me estás preguntando qué es lo que pienso de que me dejes para hacerte sacerdote?” Y pensé: “¡¡Ay!! He metido la pata”. Después de eso, nuestra relación no duró mucho tiempo. Pero, obviamente, todo estaba dentro del plan de Dios».

Como la idea de la vocación le perseguía, decidió acabar con ella hablando con el sacerdote encargado de las vocaciones en su diócesis. Shane pensaba que para el sacerdote sería evidente que no tenía vocación y así él se quedaría tranquilo. La sorpresa fue que se hicieron buenos amigos, hasta que un día el sacerdote le invitó a ir a conocer el seminario y los seminaristas: «Salí de ahí pensando: “Me encantaría estar aquí”. Los seminaristas eran, a nivel humano, muy divertidos. Eran geniales. Eran hombres llenos de alegría. Y, sin embargo, estaban viviendo el tipo de vida que yo quería vivir. Quería vivir más mi fe, solo que no tenía el coraje para hacerlo, porque estaba todavía metido en esas tonterías, en esa basura en la que estaba viviendo».

Tras dejar a su novia, Shane decidió entrar en el seminario. Le daba tranquilidad que no le exigían todavía una repuesta total. Entraba para poder reflexionar más seriamente sobre la posibilidad de que Dios le estuviera llamando al sacerdocio: «Entonces fue, cuando me fui al seminario, cuando dejé atrás muchas de esas cosas en las que estaba siendo infiel, viviendo una vida doble, dos vidas. Y, de verdad, empecé a seguir a Jesús más conscientemente y más intensamente. Pero, estando en el seminario, vi que la vida, lejos de ser menos —porque pertenecía a Cristo y le seguía— era increíble. Conocí al Señor ahí. Conocí a auténticos hermanos. Descubrí claramente mi vocación. Pero el Señor despertó en mí un celo, una pasión y un deseo por entregarme más, y por estar menos centrado en mí mismo. El Señor me llenó con un amor mucho más grande de lo que nunca en mi vida había conocido. Lejos de ser menos, y precisamente porque estaba siguiéndole, buscándole y viviendo como nos manda, la vida era mucho más rica».

El ejemplo de los otros seminaristas le ayudó muchísimo. Y también la lectura de un libro clave, la Autobiografía de San Ignacio de Loyola, que fue como una gran catapulta para su vocación en general y para hacer crecer su deseo de santidad. Pero el miedo a no ser feliz en el sacerdocio persistía y le atormentaba, hasta que un día Dios le habló al corazón: «Todavía estaba lleno de miedo. La perspectiva de entregar la vida, de dedicarme a servir como sacerdote, todavía me ponía muy nervioso, especialmente durante mi primer año, (…) porque solo pensaba en la parte de sacrificio. Veía las dificultades. Veía que me iba a pedir todo, y eso me llenaba de miedo. Tenía una duda que persistía y persistía: la de que si dejaba todo para seguir a Cristo, y si entregaba mi vida como sacerdote, de alguna manera mi vida sería menos, sería más triste, sería duro y desagradable. Todo esto cambió en un momento muy especial, estando delante del Santísimo. Estaba en la adoración, una tarde en nuestro seminario, y estaba rezando. Estaba lleno de temor. Estaba luchando con la pregunta de si Dios me estaba llamando a ser sacerdote. Y con la cosa de que yo no quería ser sacerdote. Y estaba ahí, de rodillas, y tuve una de las experiencias más impactantes de Dios hablando conmigo. No era audible, pero sí muy claro y muy notable en mi corazón. Estaba de rodillas delante del Santísimo y lleno de miedo. Y escuché a Jesús decir en mi corazón: “Si te estoy llamando a ser sacerdote, no te estoy llamando para hacerte infeliz.” Puede ser que esto no suene a algo muy impactante. Obviamente, quizás no te parezca algo nuevo, pero eso es lo que necesitaba escuchar. Dejé de tener miedo en ese momento, y empecé a ver el sacerdocio como algo muy atractivo, algo muy bueno, y algo que yo realmente quería para mí».

El P. Shane, termina su testimonio con un consejo importante dedicado a los que estén experimentando la misma lucha que él sufrió, hasta que se liberó de la doble vida que estaba viviendo: «Si alguien está en la misma situación en la que yo estuve, y está viviendo esa doble vida, en la que tienes fe y estás de acuerdo con quién es Jesús, y con mucho de lo que cree la Iglesia, y reconoces que estas cosas son verdad. Y aún así, tu vida está muy ajena a eso, es porque todavía estás en cierta medida apegado. Todavía tienes miedo a desprenderte de esos pequeños placeres, de esas cosas que hacen la vida más placentera, o lo que sea. Mi consejo para ti es este: Sé valiente. No tengas miedo. No tengas miedo de desprenderte de esas cosas y de seguir con más fidelidad a Cristo. Aléjate de esas cosas. Esto me hace recordar la historia del joven rico que se acerca a Jesús. Este hombre rico tenía muchas cosas. Jesús le miró intensamente, y le amó, y le invitó a dejarlo todo para unirse a Él y seguirle. Este joven rico no fue capaz de hacerlo. ¿Te acuerdas de lo que dice el Evangelio? Dice que se fue de ahí triste. Cuando te alejas de Jesús, y te vuelves a todos tus apegos, a esos placeres insignificantes, a esas cosas insignificantes que parece que hacen la vida más placentera o cómoda, o a las distracciones y todo eso, todo es vaciedad. Y te alejas con tristeza. Verdaderamente, cuando sigues a Jesús —y esto yo lo aprendí—, cuando sigues a Jesús, la vida no es menos sino más. Cuando sigues a Jesús, descubres la perla de gran valor. Personalmente lo sé. Y mi consejo para vosotros es que, si os encontráis en la misma situación, sed valientes. No sigáis viviendo esa doble vida. ¿Quién puede seguir viviendo así? ¡Qué insatisfacción! Hay que alejarse de cualquier cosa que te ate, y seguir a Jesús por completo. Así nunca tendrás remordimientos».

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Comentarios
1 comentarios en “‘Escuché a Jesús decir en mi corazón: Si te estoy llamando a ser sacerdote, no es para hacerte infeliz’
  1. «Si no eres tú, entonces ¿quién?. Y si no es ahora, entonces ¿cuándo?». Un lema que todos podemos aplicar en nuestra vida, porque cada persona ha de cumplir con su deber e incluso excederlo, cuando otros renuncian a cumplir con el suyo.

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