La humildad: Alegrarse de sus propios talentos tan franca y agradecidamente como de los talentos de su prójimo

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El gran C.S. Lewis advierte en las Cartas del Diablo a su sobrino, recién reeditadas por Rialp, sobre ese equivocado concepto de humildad, un esfuerzo permanente por convencerse de algo que, a veces, es un absurdo.

C. S. Lewis nació en Irlanda en 1898, se educó en el Malvern College durante un año, y luego privadamente. Fue Tutor en el Magdalen College y profesor de Literatura en Cambrigde. Ateo en su juventud, describió su conversión al cristianismo como una experiencia que transformó su vida y su obra. Dotado de una inteligencia excepcional y de un ingenio certero y lúcido, ejerció una gran influencia tanto en sus alumnos como en sus lectores.

Cultivó con igual maestría el ensayo, la novela y la literatura infantil.  Las Crónicas de Narnia, Los cuatro amores o Mero cristianismo son algunas de sus obras más célebres, sin embargo, la originalidad de las “Cartas del Diablo a su sobrino” las convierten en una de las obras maestras del siglo XX. La originalidad de su planteamiento, el acertado estilo literario y la agudeza de su autor, hacen de este título uno de los más apreciados y brillantes de Lewis. El libro está compuesto por un conjunto de cartas breves que un demonio ya anciano escribe a un demonio joven -su sobrino- para enseñarle el oficio de tentar a los humanos. A través de esa correspondencia se van planteando importantes cuestiones que afectan a la vida de todos.

Clive Staple Lewis describe con gran acierto las corrientes de pensamiento, las costumbres y hábitos de vida más extendidos en el mundo actual, y alterna esa descripción con una crítica certera. Sus novedosos razonamientos se exponen en un estilo ingenioso y ameno, muy atractivo para el lector medio.

A continuación, la carta 14, en la que el diablo viejo, Escrutopo, explica al novato, Orugario, lo que es la verdadera humildad, y cómo combatirla:

Mi querido Orugario:

Lo más alarmante de tu último informe sobre el paciente es que no está tomando ninguna de aquellas confiadas resoluciones que señalaron su conversión original. Ya no hay espléndidas promesas de perpetua virtud, deduzco; ¡ni siquiera la expectativa de una concesión de la «gracia» para toda la vida, sino sólo una esperanza de que se le dé el alimento diario y horario para enfrentarse con las diarias y horarias tentaciones! Esto es muy malo.

Sólo veo una cosa que hacer, por el momento. Tu paciente se ha hecho humilde: ¿le has llamado la atención sobre este hecho? Todas las virtudes son menos formidables para nosotros una vez que el hombre es consciente de que las tiene, pero esto es particularmente cierto de la humildad. Cógele en el momento en que sea realmente pobre de espíritu, y métele de contrabando en la cabeza la gratificadora reflexión: «¡Caramba, estoy siendo humilde!», y casi inmediatamente el orgullo —orgullo de su humildad— aparecerá. Si se percata de este peligro y trata de ahogar esta nueva forma de orgullo, hazle sentirse orgulloso de su intento, y así tantas veces como te plazca. Pero no intentes esto durante demasiado tiempo, no vayas a despertar su sentido del humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se irá a la cama.

Pero hay otras formas aprovechables de fijar su atención en la virtud de la humildad. Con esta virtud, como con todas las demás, nuestro Enemigo quiere apartar la atención del hombre de sí mismo y dirigirla hacia Él, y hacia los vecinos del hombre. Todo el abatimiento y el autoodio están diseñados, a la larga, sólo para este fin; a menos que alcancen este fin, nos hacen poco, daño, e incluso pueden beneficiarnos si mantienen al hombre preocupado consigo mismo; sobre todo, su autodesprecio puede convertirse en el punto de partida del desprecio a los demás y, por tanto, del pesimismo, del cinismo y de la crueldad.

En consecuencia, debes ocultarle al paciente la verdadera finalidad de la humildad. Déjale pensar que es, no olvido de sí mismo, sino una especie de opinión (de hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y carácter. Algún talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea de que la humildad consiste en tratar de creer que esos talentos son menos valiosos de lo que él cree que son. Sin duda son de hecho menos valiosos de lo que él cree, pero no es ésa la cuestión. Lo mejor es hacerle valorar una opinión por alguna cualidad diferente de la verdad,  introduciendo así un elemento de deshonestidad y simulación en el corazón de lo que, de otro modo, amenaza con convertirse en una virtud. Por este método, a miles de humanos se les ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas tratando de creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos. Y puesto que lo que están tratando de creer puede ser, en algunos casos, manifiestamente absurdo, no pueden conseguir creerlo, y tenemos la ocasión de mantener su mente dando continuamente vueltas alrededor de sí mismos, en un esfuerzo por lograr lo imposible. Para anticiparnos a la estrategia del Enemigo, debemos considerar sus propósitos. El Enemigo quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el que podría diseñar la mejor catedral del mundo, y saber que es la mejor, y alegrarse de ello, sin estar más (o menos) o de otra manera contento de haberlo hecho él que si lo hubiese hecho otro. El Enemigo quiere, finalmente, que esté tan libre de cualquier prejuicio a su propio favor que pueda alegrarse de sus propios talentos tan franca y agradecidamente como de los talentos de su prójimo… o de un amanecer, un elefante, o una catarata. Quiere que cada hombre, a la larga, sea capaz de reconocer a todas las criaturas (incluso a sí mismo) como cosas gloriosas y excelentes. Él quiere matar su amor propio animal tan pronto como sea posible; pero Su política a largo plazo es, me temo, devolverles una nueva especie de amor propio: una caridad y gratitud a todos los seres, incluidos ellos mismos; cuando hayan  aprendido realmente a amar a sus prójimos como a sí mismos, les será permitido amarse a sí mismos como a sus prójimos. Porque nunca debemos olvidar el que es el rasgo más repelente e inexplicable de nuestro Enemigo: Él realmente ama a los bípedos sin pelo que Él ha creado, y siempre les devuelve con Su mano derecha lo que les ha quitado con la izquierda.

Todo su esfuerzo, en consecuencia, tenderá a apartar totalmente del pensamiento del hombre el tema de su propio valor. Preferiría que el hombre se considerase un gran arquitecto o un gran poeta y luego se olvidase de ello, que dedicase mucho tiempo y esfuerzo a tratar de considerarse uno malo. Tus esfuerzos por inculcar al paciente o vanagloria o falsa modestia serán combatidos consecuentemente, por parte del Enemigo, con el obvio recordatorio de que al hombre no se le suele pedir que tenga opinión alguna de sus propios talentos, ya que muy bien puede seguir mejorándolos cuanto pueda sin decidir su preciso lugar en el templo de la Fama. Debes tratar, a cualquier costo, de excluir este recordatorio de la conciencia del paciente. El Enemigo tratará también de hacer real en la mente del paciente una doctrina que todos ellos profesan, pero que les resulta difícil introducir en sus sentimientos: la doctrina de que ellos no se crearon a sí mismos, de que sus talentos les fueron dados, y de que también podrían sentirse orgullosos del color de su pelo. Pero siempre, y por todos los medios, el propósito del Enemigo será apartar el pensamiento del paciente de tales cuestiones, y el tuyo consistirá en fijarlo en ellas. Ni siquiera quiere el Enemigo que piense demasiado en sus pecados: una vez que está arrepentido, cuanto antes vuelva el hombre su atención hacia afuera, más complacido se siente el Enemigo.

Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO

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