El Cardenal Müller ha pronunciado una conferencia en Palma de Mallorca con el título «¿Qué podemos esperar de los sacerdotes?».
A continuación, una síntesis de la conferencia.
Crisis actual del sacerdocio
En algunas ocasiones hemos hablado u oído hablar de las crisis en la identidad sacerdotal, especialmente en las dos décadas sucesivas al Sínodo de los Obispos de 1971. Nos hemos preguntado a menudo ¿es realmente necesario el sacramento del orden? ¿Para satisfacer las necesidades de organización de la Iglesia no bastarían algunos ministerios temporales?
En otras ocasiones, detectamos que somos nosotros mismos los que nos hallamos inmersos en una crisis sacerdotal psicoafectiva. Nos sentimos como a la deriva y sin el consuelo de la belleza de la comunión. Lo peor de todo: nos sentimos solos. Son crisis que se pueden originar en una enfermedad inesperada, en la muerte de un ser muy querido, en la incomprensión de nuestro superior o de nuestros hermanos del presbiterio o quizás en un problema pastoral mal resuelto. Cuando superamos el primer aturdimiento e intentamos gestionar tal situación, vemos aflorar en nosotros aquellas fragilidades, miserias y pecados que ignorábamos que existiesen y que luego nos avergüenzan incluso de recordarlas. Nosotros, los hombres de la compasión y de la misericordia, los que tratamos cotidianamente el Misterio… nos vemos reducidos a comportamientos absolutamente mundanos y autoreferenciales, como señala a menudo el Papa Francisco (Evangelii Gaudium, 76-109).
Para afrontar en modo adecuado el tema, nos podríamos preguntar: ¿Cuál ha sido la peor crisis que ha lacerado al hombre? Sorprendentemente, es una que tocó de lleno el sacerdocio: me refiero a la crisis prepascual de los discípulos, la que afectó directamente a su misión y potestad apostólica. Nadie es inmune a los obstáculos, a las dificultades y a las fragilidades, a las caídas y a los errores, pero pienso que deberíamos reflexionar más a menudo en el abismo abrumador que vivieron los Once al ver al Señor crucificado. Cuanto más grande es la promesa que suscita nuestro deseo, más grande es la desilusión si no se cumple. Por ello nos cuesta comprender lo que sintieron los primeros discípulos que acompañaron al Señor en el Calvario: nosotros tenemos una ventaja respecto a ellos, pues con la mirada fija en Él, al que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, sabemos que Él da a sus ovejas la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano (Juan 10, 28).
Como ellos, también deberemos preguntarnos a menudo: ¿Somos verdaderamente conscientes de que Jesucristo nos guía y nos conduce? ¿Somos conscientes que nos ha obtenido una gran gracia, la filiación divina y, con ella, la comunión de la Iglesia, anuncio de una humanidad renovada? ¿Agradecemos el gran regalo de la vocación bautismal y ministerial, que nos permite vivir confiados y alegres incluso en un mundo tan hostil como el nuestro? ¿Fundamos nuestra esperanza en que nadie nos podrá arrebatar de las manos de este Pastor?
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El nuevo contexto cultural y eclesial
Hoy seguramente estamos ante una segunda crisis sobre el sacerdocio, de carácter más existencial y espiritual: Ha explotado cronológicamente tras el Concilio Vaticano II en los años setenta y ochenta, sin que el Concilio fuera su causa. Por otra parte, a pesar de documentos clave como Pastores dabo vobis de 1992, la crisis se ha prolongado con más o menos fuerza hasta el momento presente.
El Concilio Vaticano II, efectivamente, encuadró la constitución jerárquica de la Iglesia en una eclesiología renovada a partir de las fuentes bíblicas y patrísticas (cf. Lumen gentium 18-29). Las afirmaciones de Lumen Gentium sobre los grados del episcopado, del presbiterado y del diaconado, es decir, de un ministerio pastoral articulado en los tres grados del sacramento, se profundizaron posteriormente en los decretos Christus Dominus y Presbyterorum ordinis, avanzando así hacia una nueva comprensión más serena y completa sobre la identidad sacramental del sacerdocio. Por ello, nos podemos preguntar: ¿por qué se llegó en el postconcilio a una crisis de identidad sacerdotal comparable históricamente solo a las consecuencias de la Reforma protestante del siglo XVI? ¿Por qué algunos, desde una eclesiología mal digerida del “pueblo de Dios”, propusieron de nuevo un ministerio funcional y desacralizado? ¿Por qué otros, nostálgicos de una eclesiología de la “sociedad perfecta” entendida parcialmente, reclamaron de nuevo un sacerdocio-mediación entre el cielo y la tierra, un “alter Christus” que transmite en exclusiva la Gracia?
Joseph Ratzinger puso en evidencia, con gran perspicacia, que donde se menoscaba el fundamento dogmático del sacerdocio católico no solo se agota la fuente que permite una vida plena en la sequela Christi, sino que caen también las auténticas motivaciones para una comprensión razonable tanto de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos (cf. Mateo 19,12) y, por tanto, del celibato como signo escatológico del mundo que vendrá, como de la fraternidad vivida en el seno del presbiterio, signo de una nueva comunión vivida con la fuerza del Espíritu Santo en alegría.
Si se obscurece la relación simbólica de la naturaleza del sacramento del Orden, el celibato sacerdotal se convierte en el resto de un pasado hostil a la corporeidad y se le combate por ser la supuesta gran causa de la escasez de sacerdotes. Además, se pone también en cuestión la evidencia, fundada en el Magisterio y la praxis de la Iglesia, acerca de la administración del sacramento del Orden solo a los hombres: convertido en un oficio concebido en términos simplemente funcionales, el sacerdocio es visto con sospecha, pues supuestamente legitima un dominio sexista contrario a los postulados democráticos e igualitarios de toda sociedad “moderna”.
Para encuadrar este problema, debemos recordar que la actual crisis del sacerdocio se debe a factores, en primer lugar, extraeclesiales. La identidad cristiana se halla desorientada porque somos hijos de nuestro tiempo y esta sociedad se ha olvidado de Dios: nuestra gente es psicológica y afectivamente frágil, reacia al compromiso y a la responsabilidad, inmersa en una cultura hedonista y fragmentaria. El fin último de la historia se ha mundanizado y la existencia humana ha quedado privada de su sentido más profundo, robándosele su horizonte trascendente y su perspectiva escatológica. El contraste es aún mayor si lo comparamos con la lógica de nuestra vocación, basada en la confianza plena en Dios, pues en Él esperamos y fundamos toda nuestra vida. Cristo nos lo ha dado todo y este don, vivido en plenitud, nos transforma en completa donación de nosotros mismos.
Por otra parte, la crisis sacerdotal de hoy obedece también a factores intraeclesiales. Joseph Ratzinger, en sus primeros escritos teológicos de los años cincuenta denunció las primeras sacudidas que anunciaban el terremoto posterior y, con gran agudeza, detectó su causa: Me refiero a la peligrosa asunción acrítica de la exégesis protestante en lo referente al sacerdocio ministerial. Al respecto, añado a ello la grave incomprensión teológica de los postulados del Concilio de Trento: es cierto que este último delineó principalmente un sacerdocio teológicamente cultual, referido al sacrificio eucarístico, pero no se puede silenciar que su propuesta era también profundamente pastoral y misionera, tal y como reflejaron algunos grandes pastores como S. Carlos Borromeo o S. Francisco de Sales.
En la segunda mitad del s. XX se ha cuestionado una y otra vez que el sacerdocio ministerial comportase ninguna prerrogativa especial respecto a los laicos o que adquiriese su sentido pleno al conformar una “comunión orgánica” (Christifideles laici 20) en la que los ministros dirigen a todo el pueblo sacerdotal porque efectúan (conficit) el sacrificio eucarístico in persona Christi, mientras que los fieles participan (concurrunt) en él y ejercen el sacerdocio mediante la recepción de los sacramentos, la oración, la acción de gracias y el testimonio de una vida santa (LG 10). Ahora sabemos que el Concilio Vaticano II, rectamente entendido, ha integrado de manera óptima las tres tareas propias del sacerdocio ministerial (el anuncio, la celebración y la guía), derivadas todas ellas del Sacramento del Orden. Por ello, considero que han quedado desautorizadas todas aquellas críticas, incomprensiones y experimentos supuestamente “creativos” con el culto y con su función de mediación.
El Concilio ha insertado felizmente las referencias cristológicas del sacerdocio católico en una eclesiología basada en el sacerdocio bautismal y en la común dignidad y misión de todo el pueblo de Dios. Lutero, después de estudiar la carta a los Hebreos, no solo había sostenido que el sacerdocio sacramental ponía en discusión la unicidad del sumo sacerdocio de Cristo, sino que marginaba el sacerdocio universal de todos los fieles afirmado en 1ª Pedro 2,5: recelando de todo ejercicio de la autoridad y cayendo en los anacronismos, concluyó que Jesús no había sido un sacerdote con funciones cultuales sino un “laico” y que, por tanto, había sido la Iglesia del s. III la que, de modo impropio, había transformado las originarias “funciones” eclesiales en un nuevo “sacerdocio cultual”. En cambio, debemos a Joseph Ratzinger un examen en profundidad de la crítica histórica de la teología protestante, poniendo de relieve los prejuicios filosóficos y teológicos que la fundaban: este gran teólogo ha demostrado fehacientemente que las afirmaciones dogmáticas católicas sobre el sacerdocio, sobre todo las del Concilio de Florencia, las de Trento y las del Vaticano II, casaban perfectamente con las adquisiciones de la moderna exégesis bíblica y del análisis histórico-dogmático.
Llamados a vivir por pura Gracia nuestra identidad sacerdotal
Tal y como he recordado en el estudio reciente que acabo de publicar en español Informe sobre la esperanza, toda acción pastoral debe partir siempre de Cristo y debe tomar en serio a las personas “concretas”. Las acciones pastorales que propone el pastor son, prioritariamente, los sacramentos y muy en particular, la Eucaristía: el sacerdote no es un organizador de acontecimientos para entretener a la gente en su tiempo libre o un psicopedagogo que debe proponer actividades que diviertan a los niños y a los jóvenes de la catequesis. Imitando al Buen Pastor en el cuidado de las almas, entra en el tejido de la vida de las personas y de las familias, en sus dramas y en sus dificultades concretas, en el trabajo, en sus relaciones…
El Año Jubilar de la Misericordia ha sido también convocado por el Papa Francisco para nosotros, los sacerdotes, los “ministros de la misericordia” heridos y frágiles. No se trata de unas “rebajas de final de temporada” o una especie de abaratamiento en la exigencia de los sacramentos, de la vida cristiana, del Decálogo, de los Mandamientos, de las Bienaventuranzas (Informe sobre la esperanza): un cristianismo light no interesa a nadie. Este Jubileo invita a todos los fieles, pero especialmente a los sacerdotes, a redescubrirnos amados tiernamente por Dios desde la Eucaristía, a ser más responsables, maduros y exigentes con nosotros mismos, a convertirnos en profundidad y a acercarnos con mayor entusiasmo, cariño y frecuencia al sacramento de la Reconciliación, a vivir siempre y con todos una mayor compasión y caridad.
La misión a la que Cristo nos ha asociado de modo misterioso pero real en nuestra vocación sacerdotal nos llama, por un lado, a conservar nuestro tesoro, el patrimonio de la fe, y por otro, a dilatarlo con entusiasmo y con renovado celo a todos, pero especialmente a los más pobres. Esta es su esperanza. Esta es también nuestra esperanza como sacerdotes. Gracias.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando
Pareciera que para los infovaticanos el Papa es Müller.
Muller es bastante más ortodoxo y seguro que el errático e indocto Papa Francisco.
Que alguien sea Papa no significa que tenga que ser el que más sabe, ni el que mejor habla, ni el más listo, ni el más simpático, ni el más guapo.
¿Y fue a NMallorca para conocer la situación de Salinas, de su «novia» y demás¿
Este Müller tiene menos futuro qque un submarino descapotable.
Le quedan dos telediarios antes de que le apliquen la doctrina Burke
Maravillosa exposición de nuestro prefecto para la doctrina de la fe, está haciendo lo que tiene que hacer, aunque sea escuchado por muy pocos en un clima de tanta confusión, ha tratado temas claves adelantándose a lo porvenir 1. sacerdocio de la mujer 2. celibato de los sacerdotes. 3. el tema de la comunión de los divorciados y por ende de todos los demás en estado de pecado… La agenda se está cumpliendo al pie de la letra… Pero los poderes de las tinieblas no podrán destruir la barca de Pedro.