Vamos a matarlo para quedarnos con su herencia

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San Mateo 21,33-46.

Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: ‘Respetarán a mi hijo’. Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: «Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia». Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?». Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No han leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos? Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos». Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.

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  1. Ciclo A domingo XXVII – Cristo juzga a su amada

    Un Creador y una creatura, un Señor y una familia, un Dios y un pueblo. Un Padre de familia y unos labradores. Un Novio justo y una novia rebelde. Y un amigo del novio, padrino, que la prepara para Él. Estos son los personajes de la obra que Cristo representa hoy ante las miradas de amigos y enemigos; para que unos y otros tomen sus correspondientes papeles, saquen sus propias conclusiones.
    Isaías nos cuenta, en la primera lectura, una historia de amor. Es la tragedia de un amor no correspondido, de un Amado que va en busca de su novia. He aquí, nos dice, que este Amado tenía una viña por la que había trabajado arduamente: en una colina fértil, quitó las piedras que endurecían la buena tierra, construyó una torre, cavó un lagar, puso un seto y construyó una muralla para defenderla de los ladrones y vándalos, plantando allí cepas escogidas. Le dio todo lo que ella podía necesitar, la cuidó ‘como a las niñas de sus ojos’. Y esperaba fruto dulce, pero su fruto fue amargo.
    Del mismo modo al principio del mundo Dios plantó un vergel, un fértil jardín, y lo dio al hombre para que viviera en él y lo cuidara. Y esperaba justicia, pero no la tuvo. De igual modo sacó, muchos años después, a Israel de la esclavitud de Egipto, y lo puso en una tierra que manaba leche y miel, limpiando de ella a los usurpadores y dándola en heredad a los hijos de Abraham. Y también esperaba, como es claro, buenas ofrendas de este pueblo favorecido. Y no tuvo sino rebeldía y peleas.
    En el evangelio Cristo cuenta la misma historia a las autoridades judías y a sus discípulos, pero desde una nueva perspectiva. Ahora es el Amado mismo quien habla, quien reclama. “Yo”, dice, “soy la Piedra Angular, Aquel a quien ustedes despreciaron desde Abel hasta Zacarías, al cual asesinaron al pie del altar. Todos los profetas son los servidores que Dios envió a su viña y que vosotros asesinasteis; y Yo, Yo soy el Hijo a quien el Padre de todos envía para recibir el fruto de su viña.” Es un juicio terrible. Pero Dios no pronuncia nunca la sentencia, sino que deja que nosotros mismos la descubramos con nuestros propios ojos. Y pregunta, increpa, la voz que descorteza las selvas, que sacude el desierto, “¿qué creéis que hará el Señor con estos viñadores homicidas, que no solo no cumplieron lo pactado sino que además mataron a su propio Hijo?” Los judíos respondieron que los haría morir de mala muerte, y arrendaría la viña a otros labradores que entregaran el fruto a su tiempo. Como debía ser. Y entonces vieron que Cristo era el hijo al que ellos matarían, y que serían echados fuera, desterrados, y que la viña sería dada a otro pueblo que diera el fruto a su tiempo.
    Lo mismo había hecho el Señor por boca de Isaías en la primera lectura: “Ahora, israelitas, juzgad entre mí y mi viña, ¿qué más podría haber hecho Yo por ella? ¿Por qué cuando yo esperaba uvas dulces ella las dio agrias?”
    Dios emite dos juicios sobre su pueblo, el primero en la primera lectura, en el que este es penado con el destierro, y el segundo por Cristo mismo, por el que el templo será destruido en el año 70 y los judíos condenados a la diáspora.
    El que el templo sea en ambos casos destruido no deja de ser significativo: Jesús destruirá, en el tercer juicio divino sobre el hombre, el templo de su Cuerpo, para dar en Él muerte al pecado, como dice el Apóstol. Siendo Él mismo hombre, la humanidad entera habrá pagado su culpa en Él.
    Pero hoy, ¿qué juicio emite Dios sobre nosotros? Nos ha enviado, como enviaba a los israelitas, su Palabra. ¿Qué tenemos para responderle? ¿cuál es nuestro fruto? Esa es la pregunta de nuestra lectio de hoy. El Señor ha limpiado nuestro terreno, lo ha regado, lo ha cercado, y ha plantado en él las mejores cepas, ¿qué fruto dan estas? O bien, siguiendo la parábola evangélica, ¿hemos cosechado de esta viña y ofrecido al Señor los primeros frutos, o le negamos hasta eso, habiéndonos dado Él todo, hasta el ser mismo? Así dicho, suena bastante ingenuo pecar, pero lo hacemos todos los días… Cada vez que ponemos nuestra comodidad antes que la ajena, cada vez que rehusamos sonreír, cada vez que damos más importancia a nuestro criterio que al divino, que es el único verdadero.

    Esta es la historia del Amado y su amada, es el Verbo queriendo comprar por todos los medios el corazón de su amada, y esta rebelándose contra Él y siéndole infiel reiterada y descaradamente. Desde el principio Cristo corteja a la humanidad, su prometida, para consumar con ella sus bodas, y esta huye de sus manos.
    Es el mismo pecado que nos acusa también hoy a nosotros, cuando Cristo nos dice, “te he dado todo lo que tienes, hazlo rendir, sé justo, o tú mismo acabarás por perderlo y te quedarás sin nada”…
    Cristo nos seduce, dejémonos llevar por su hermosura y corramos a su encuentro definitivamente.

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