Entrevista a José Granados, consultor del Santo Oficio

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Por su interés, en particular después del nombramiento como consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, reproducimos entrevista originalmente publicada en AgendaViva.com

Hacía tiempo que queríamos conversar con un teólogo cristiano, sobre los temas que interesan a nuestra revista. El cristianismo nos ha proporcionado una larga tradición de lectura de la naturaleza, de comprensión del misterio de la vida y de sentido del hombre en diálogo con el mundo. Recientemente descubrimos en la obra escrita del teólogo José Granados, una vocación intelectual y un sentido espiritual en concordancia con estas inquietudes. Libros suyos como Teología de la carne, Teología del tiempo: ensayo sobre la memoria, la promesa y la fecundidad, Signos en la carne: el matrimonio y otros sacramentos (entre otros muchos), su labor de reflexión sobre la familia en distintas instituciones como el Instituto Pontificio Juan Pablo II de Roma, su labor docente en universidades de distintos países, su propia formación como doctor en teología por la Universidad Pontificia Gregoriana e incluso su licenciatura en Ingeniería Industrial, además de su labor sacerdotal, lo prefiguran como un pensador receptivo, original y con una gran capacidad de suscitar reflexión. A los lectores menos proclives a una lectura teológica de la naturaleza o el hombre, quisiéramos recordarles, lo que el propio José Granados nos recuerda citando al físico David Bohm: que la realidad esconde órdenes de sentido y de significado que, sin duda, ninguna ciencia humana puede agotar. En este sentido la reflexión cristiana es importante porque aporta una alternativa espiritual, una ciencia de lo sagrado y es, además, parte de nuestra herencia cultural. ¿Qué es la naturaleza para el cristianismo? ¿Cómo hay que relacionarse con ella? Nuestra época moderna tiende a oponer la naturaleza a la civilización. Hasta tal punto que la naturaleza nos parece extraña. ¿No nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en que casi todo ha sido fabricado por el hombre? Basta echar una mirada alrededor… Pues bien, la visión cristiana nos invita a unir lo humano y lo natural. En realidad la naturaleza es parte de todo lo que hacemos. Por eso decían los antiguos, que el arte, el trabajo humano, imita a la naturaleza. En realidad podemos obrar, trabajar, transformar el mundo, porque primero encontramos ya algo que se nos da, algo que es natural, que hemos recibido sin hacerlo nosotros; lo mismo que sólo aprendemos a hablar porque encontramos un lenguaje que nosotros no hemos inventado. Y sucede también al revés, que en la naturaleza podemos descubrir rasgos humanos. La visión cristiana habla del gran libro de la naturaleza, en que cada ser tiene su puesto y nos expresa un orden, una belleza, un sentido. Los antiguos decían que, igual que leemos en el libro de la Biblia, el cristiano tiene que aprender a leer en el libro de la creación. De este modo la naturaleza despierta en nosotros el asombro y suscita la gran pregunta por su origen: ¿quién nos habla en el lenguaje del cosmos? El cristianismo sabe que la naturaleza tiene un lenguaje porque viene de un Creador, porque en el principio existía la Palabra y en Ella se ha creado el mundo. La naturaleza habla sobre todo el lenguaje del don, del regalo: es como la primera morada del hombre, ese lugar en que se siente acogido y agraciado. No se olvide que la palabra natura viene de nascor, de nacer: por eso la experiencia de saberse hijos (núcleo del cristianismo) es esencial para entender lo natural. En ciertos ambientes ecologistas se afirma que la religión cristiana ha contribuido a crear las condiciones desarrollistas que están provocando tantos desequilibrios en la naturaleza. Básicamente sacan estas conclusiones de la afirmación que se hace en el Génesis: «Henchid la tierra y sometedla». Es cierto que se ha ofrecido esta interpretación de la frase del Génesis. Me parece, sin embargo, que es una proyección de una mentalidad ajena al texto bíblico. El dominio de que se habla no es un dominio despótico, sino más bien un cuidado respetuoso y agradecido, como el de un padre por su hijo. La cosa se aclara si seguimos leyendo la Biblia y entendemos la experiencia de Israel. A los seis días de trabajo sigue uno de descanso, que recuerda el descanso de Dios, el hecho de que la naturaleza tiene antes que nada un sentido festivo. Si se olvida el día del sábado, si se quiere sólo explotar la tierra, entonces uno acaba haciendo del trabajo un ídolo, con lo que el trabajo destruye al hombre. Un conocido exegeta, Paul Beauchamp, ha descrito así la alternativa: «O adoras al que te ha hecho, o adoras lo que tú has hecho». El sábado recuerda al hombre que la tierra es ante todo un regalo, y que tiene que aprender a recibir la bendición de Dios en ella. Es interesante la conexión que hay en la Biblia entre el fruto del trabajo y el fruto del vientre, entre la bendición de la cosecha y la bendición de la descendencia (la misma frase «henchid la tierra y sometedla» así lo muestra). Esto ilumina mucho qué significa «someter». Es algo que va unido, como el nacimiento de un hijo (véase Gén 4,1) a una actitud de sorpresa, de agradecimiento, y por tanto de respeto y protección por lo que se recibe. El verdadero desarrollo, podemos decir citando a Benedicto XVI (encíclica Deus Caritas Est), va siempre unido a una vocación, a una llamada, a un don inicial recibido que me invita a hacerlo fructificar. Basilio de Cesarea (siglo IV) decía sobre el mundo que los cuerpos más distantes entre sí están «unidos por simpatía». Una visión claramente ecológica desde el punto de vista funcional; pero, además, la palabra «simpatía» alude también a un nivel espiritual ¿Realmente es positivo que ciencia y espiritualidad estén separadas como afirma gran parte de la mentalidad científica actual? La visión de Basilio recoge una intuición muy presente en el mundo antiguo, y Dante le dio expresión hablando del amor que mueve el cielo y las estrellas. El universo, para los antiguos, no era ciego, movido solo por fuerzas mecánicas y choques de partículas; en él los seres se hallaban en relación, buscando cada cual su orden en el cosmos. Es interesante que, tanto en la Biblia como en algunos filósofos griegos, se diera el nombre de «espíritu» a la fuerza que los mantenía unidos, y los animaba, igual que el viento penetra en los pulmones y en la sangre y anima un ser vivo (la palabra espíritu en todas las lenguas antiguas está emparentada con viento o respiro). Lo espiritual, para ellos, no era la mente, separada de la materia, sino la capacidad de relación, la apertura más allá de uno mismo hacia los demás seres. Y esta es la idea cristiana de Espíritu: el Espíritu es el amor, el que une a Dios con los hombres y a los hombres entre sí, el que da unidad a todas las cosas. Podríamos recuperar hoy esta visión, en un mundo que tiende a separar la realidad en esferas que no se comunican. La ciencia, como ha escrito el físico cuántico David Bohm, busca el orden que permite comprender la natura, y entiende que siempre hay órdenes más grandes, porque lo real supera a las fórmulas con que intentamos entenderlo. Y la espiritualidad, la religión, consiste en entender que hay un orden último, una razón de todas las cosas. Para un cristiano ese sentido último es el sentido del amor, porque Dios es amor, un amor que no está separado del mundo, porque, recordando otra vez a Dante, mueve el sol y las demás estrellas. En su libro Teología de la carne usted coloca al cuerpo en un lugar preeminente, distanciándose de ciertas teologías y corrientes más «espiritualistas» y dualistas. ¿Qué puede aportar esta perspectiva a nuestro trato con el mundo? Es una perspectiva importante, porque el primer lugar en que experimentamos la naturaleza es nuestro propio cuerpo. Si no sabemos entender el lenguaje de nuestro cuerpo, nunca entenderemos el lenguaje de la naturaleza. Si nuestro cuerpo es sólo un lugar que proyectamos a voluntad y capricho, también el mundo estará abierto a nuestra explotación arbitraria. En cambio, quien reconoce en su cuerpo el primer regalo (según la Biblia, es Dios quien lo ha modelado y formado con amor), sabrá reconocer que toda la creación es un regalo. Si el hombre fuera sólo mente, miraría a la naturaleza material desde fuera, como algo extraño; pero, al ser cuerpo, entiende que la naturaleza entra dentro de su propio ser, que hay una ecología de la persona (Benedicto XVI). El cuerpo, podemos decir, es la primera morada del hombre en el mundo. En el cuerpo entendemos que tenemos necesidad de una casa, es decir, de un lugar donde somos acogidos. Cuando no estamos en paz con el propio cuerpo, entonces el mundo entero nos parece un sitio peligroso, al que miramos con sospecha, y que pretendemos sólo controlar para que no nos dañe. La crisis ecológica creo que pasa primero por una crisis de nuestra corporalidad. En la visión cristiana el cuerpo es el testimonio del primer don del Creador; y el cuerpo ha sido asumido por Dios mismo para manifestar en él toda su gloria. El cuerpo, y con él toda la creación, tiene un valor sagrado, está llamado a manifestar lo divino. Es el sentido cristiano de los sacramentos, de la transfiguración de todo en Cristo. No obstante hay una idea muy generalizada de que el cristianismo ve el cuerpo como prisión del alma y enemigo del espíritu. Si esta visión no es cristiana, ¿de dónde procede? ¿Por qué en algunos círculos anticristianos se presenta como cristiana? La visión del cuerpo como prisión o incluso tumba del alma se formula en la religión órfica. Es una visión posible de la vida humana, que corresponde con una parte de nuestra experiencia. Pues a veces el cuerpo se nos hace pesado, parece que limita nuestro movimiento, o que nos esclaviza y nos impide obrar bien. Uno puede pensar en un vicio arraigado, o en una enfermedad. Ahora bien, esta visión es equivocada cuando se absolutiza, como quien describiera la anatomía humana estudiando solo cuerpos enfermos. Lo propio del cuerpo es estar sano, hacer posible nuestra presencia en el mundo, darnos capacidad de movimiento y de relación… El cristianismo, precisamente porque revela la bondad última del cuerpo, la gloria última a que está llamado, nos permite entender también la gravedad de su enfermedad cuando se niega su sentido último. San Pablo, que habla del cuerpo glorioso, habla también de la carne enemiga del Espíritu. Ha habido interpretaciones del cristianismo que han insistido en este punto, y han pintado el cuerpo como la gran amenaza. Siempre han sido interpretaciones heterodoxas, no correspondientes con lo que ha defendido la Iglesia. Se han mezclado a esto filosofías paganas, pienso sobre todo en el platonismo, y también nuestra modernidad cartesiana, que tiende a oponer el alma pensante al cuerpo extenso (Descartes, por ejemplo, cuando habla del cuerpo, usa casi siempre ejemplos de cuerpos enfermos). Pero el cristianismo es la religión que más habla del cuerpo, que pregona la salvación del cuerpo, que incluso dice que el cuerpo está llamado a llenarse de gloria, a ser divinizado. Y esto precisamente en cuanto el cuerpo se abre al amor, a la relación, al encuentro. A alguien que no entienda esta capacidad del cuerpo para unirse a los otros y al Creador, la propuesta cristiana le puede parecer enemiga del cuerpo, como alguien que nos vea danzar sin escuchar la música pensará que nos hemos vuelto locos. Parece inevitable que una publicación como la nuestra, cuando dialoga con un teólogo saque el tema del evolucionismo. ¿Existe realmente oposición entre creacionismo y evolucionismo, como muchos medios de comunicación alimentan? Parece, sin embargo, que la teología actual ha superado este nivel de debate, en los términos en que científicos y divulgadores suelen presentarlos. En efecto, la teología católica no ve oposición entre ambos términos. Ya desde los primeros teólogos la idea de creación se ha visto unida a la idea de conservación, que es como una creación continuada. La creación, por tanto, no es una realidad estática, sino que está en continuo movimiento. Esto resulta claro en la idea bíblica de la historia. En realidad, todo el pensamiento sobre la evolución es deudor, paradójicamente, de este trasfondo bíblico, que lee la historia no en modo circular, como hacían los griegos, sino como un camino que tiene un origen, una dirección, una meta. Creo que aquí es esencial recuperar la teología del Espíritu Santo, que en la Biblia representa la presencia discreta de Dios entre las cosas y a la vez la fuerza divina, como un viento, que mueve el mundo hacia la plenitud. De este modo puede verse que Dios es capaz de dirigir todo hacia sí, de guiar la evolución, pero sin hacer violencia a las cosas, dejando que la fuerza que les hace crecer nazca de dentro de ellas. Dante lo expresa bellamente cuando habla de «el amor que mueve el sol y las demás estrellas». El Espíritu es el amor de Dios que mueve el mundo, y el amor no es estático, sino que hace crecer lo que ama, pues lo va haciendo similar a sí. ¿Qué puede significar «guiar la evolución»? En otras perspectivas, como la islámica, Dios sostiene activamente el mundo en cada instante y su presencia es absoluta. En el cristianismo fructifica una idea muy particular de la libertad, de cierta autonomía, de ir hacia un destino… La gran pregunta es cómo Dios se hace presente en la creación, y cómo puede guiarla hacia una meta sin quitarle su libertad. Una visión de Dios que hubiera programado la evolución, de forma que esta se limitara a seguir sus dictados, quitaría a la historia su novedad, su sorpresa, su riesgo. Se parecería más a un guiñol de marionetas, y entiendo que esto pueda parecer una imagen negativa de Dios. Ahora bien, esta no es la perspectiva cristiana. El modo de guiar de Dios es el modo propio del amor, del que atrae sin forzar. Para mostrar su grandeza Dios no tiene que hacer que el mundo parezca pequeño. Para mostrar su señorío no tiene que esclavizar a sus criaturas. Al contrario, Dios se muestra grande en que hace una creación grande; se muestra Señor en que hace una creación libre. El misterio de la historia en el cristianismo es que Dios puede dirigir todo hacia una meta sin forzarlo. Y creo que el símil que nos puede ayudar es, de nuevo, el del amor. Sabemos que el amor nos mueve, que tiene una capacidad para actuar en nosotros, y esto incluye también nuestro cuerpo. Y esta fuerza del amor no nos quita la libertad, sino que nos la dona, nos hace libres, si ese amor no estuviera presente habríamos perdido el norte, giraríamos en círculo, no seríamos libres. Creo que puede pensarse en algo parecido para toda la creación. Pues el hombre es un microcosmos, en él se encuentra presente toda la naturaleza. Y si el hombre puede ser movido por el amor, ¿no podría ser movido también todo el mundo por el amor? Esta es la respuesta cristiana: toda la creación tiende a un gran acto de amor, que ha sido el acto de amor de Jesús en la Cruz, un acto encarnado en que estaba presente también el mundo material. El acto de Jesús es plenamente humano, plenamente libre, y a la vez está guiado, atraído por el amor del Padre. Usted está realizando una amplia labor sobre el matrimonio. ¿Por qué se está destruyendo esta institución? ¿Le parece que es posible trazar una relación entre matrimonio y ecología? ¿El conservacionismo de carácter medioambiental necesita conservar también la función y el valor del matrimonio? El matrimonio es importante porque en él se da la clave para entender el lenguaje de nuestro propio cuerpo. Hoy el cuerpo se ve, sea como una prisión, algo que me limita, que no puedo cambiar y me oprime, sea como algo totalmente plástico, que puedo modelar a mi gusto, que no tiene ningún lenguaje previo. En ambos casos la relación con el cuerpo, y por tanto con todo lo natural, se ve de forma conflictiva, o como algo que se impone o como algo que domino y administro. En la experiencia del matrimonio y la familia, sin embargo, se da un modo distinto de vivir el cuerpo. A un hijo, el cuerpo le habla del amor que ha recibido de sus padres. A unos esposos, el cuerpo les habla de su capacidad de ser una sola cosa con el otro, con una unión tan misteriosa que es capaz de generar nueva vida. A unos padres, el cuerpo les habla de su fecundidad. Este lenguaje de la diferencia sexual es un lenguaje que el hombre no ha creado, un lenguaje de la naturaleza. Pero no por ello se percibe como imposición: al contrario, gracia a este idioma el hombre puede expresar su amor, entender el amor de otros, generar nuevas vidas, pertenecer a una familia… La familia aparece como lugar donde entendemos que la naturaleza no se nos opone, sino que habita precisamente en el centro de nuestras relaciones, a través de nuestro cuerpo. No se olvide que la palabra ecología viene de oikos, de casa. Se ha dicho que nuestro mundo moderno es un mundo sin casa. Un mundo sin familia es un mundo sin casa, sin hogar. ¿Y qué ecología puede realizarse cuando no hay oikos? Todas nuestras soluciones serán soluciones técnicas, que no tocan el fondo del problema, la verdadera conversión de mentalidad, en que la naturaleza se experimenta como un don que preservar y cuidar, porque pertenece a nuestra misma identidad personal. El matrimonio y la familia es el gran educador ecológico. Creo que la crisis del matrimonio y la familia y la crisis ecológica están bastante relacionadas. Además, al mismo tiempo que se reduce el espacio de la familia y su valor, está aumentando el poder del Estado que domina nuestras relaciones, valores y conciencias. ¿No es este modelo político actual poco o nada cristiano? ¿Qué nos dice la política social de la iglesia sobre los modos de gobierno? El cristianismo inspira un modo concreto de política a partir de su visión de la comunión entre los hombres. Nuestro sistema político vive de grandes separaciones, una de ellas se da entre la vida privada y la pública. Por eso cuando se habla de amistad, de amor, se entiende que esto vale para la vida privada. En el ámbito público impera otro tipo de lógica, racional, impersonal. La propuesta cristiana (el Papa Benedicto XVI ha dado un gran ejemplo de ella en su encíclica Deus Caritas Est) quiere modelar todas las relaciones humanas a partir del amor, de la comunión entre los hombres. Y lo hace diciendo, en primer lugar, que es bueno vivir juntos, que el hombre está creado para la comunión, que la otra persona es un bien para mí. Y esto es contrario al sistema actual de gobierno, que está basado más bien en el miedo al otro. Pues sucede que la otra persona se ve como un límite a mi libertad, a mi capacidad de acción. Se parte de la persona aislada y de sus derechos, y se ven los otros como potenciales enemigos. Se dice: mi libertad termina donde empieza la tuya. Y el Estado se tiende a concebir como el gran controlador de la acción de los individuos. El cristianismo dice, sin embargo: la sociedad se construye a partir de la comunión, mi libertad empieza con la tuya, porque la libertad no tiene sentido en el aislamiento, sino que vive siempre en una amistad que potencia mi vida, que la hace más grande. La clave del gobernante cristiano es el servicio del bien común. Su meta no es controlar, limitar, evitar choques entre partículas autónomas, sino potenciar las relaciones entre los hombres, para que den fruto, para que generen más riqueza social. La Iglesia habla del principio de subsidiariedad: el Estado no debe hacer lo que puede realizarse desde dentro de la sociedad. No debe sustituir la riqueza social, sino potenciarla. Para eso es esencial no mirar a los ciudadanos como individuos aislados, sino en sus relaciones: relaciones entre ellos, relaciones con el medio ambiente, relaciones con las generaciones pasadas y futuras. Pues en las relaciones está la riqueza que nos permite vivir en plenitud. Y aparece aquí, de nuevo, la importancia de la familia, que no es asunto privado, sino célula básica donde se aprende la bondad de la vida común y de la relación con la natura. Hoy se está poniendo de moda una espiritualidad «por libre», sin iglesias, doctrinas ni tradición ¿Qué piensa de esta forma de vivir la espiritualidad? En el cristianismo la palabra espíritu está unida al concepto de comunión. La espiritualidad cristiana no es simple elevación que se separa del mundo, sino armonía ordenada con el cosmos y con su sentido último en Dios. Por eso no tiene sentido una espiritualidad «por libre». En realidad solo es libre quien tiene un hogar, un lugar donde es acogido. Para el cristiano ese hogar es la Iglesia, que tiene figura materna. Creo que la crisis ecológica está unida a esta falta de raíces del hombre actual, que ya no aprecia lo que significa una casa, que no es capaz de ver la natura como un hogar y por eso no sabe qué hacer con su libertad. En este contexto esa visión de la espiritualidad por libre, creo que está pasada de moda, que corresponde a una modernidad caduca que ha mostrado que no tiene mucho recorrido. Algo parecido sucede con la idea de tradición. La tradición es una herencia viva. El hombre sin tradición es como el árbol sin raíces, que se seca y no da fruto. Esto ayuda a distinguir la tradición de una mera fijación en lo pasado. Como decía el músico Gustav Mahler, la tradición consiste en transmitir vivo el fuego, no en adorar las cenizas. Para terminar me gustaría hacerle una pregunta ya muy recurrente en nuestra publicación ¿No estamos inmersos en una cascada de crisis que nos señalan que estamos ante una auténtica crisis de civilización? Efectivamente, pienso que la crisis que vivimos no es coyuntural, sino unida al planteamiento de la sociedad moderna. Es verdad que nuestro tiempo ha traído muchas mejoras a la vida humana, que ha ganado muchos puntos de vista irrenunciables. Pero subsiste de fondo una perspectiva individualista que no ha mirado la persona en sus relaciones, y no ha entendido que estas relaciones son manantiales de riqueza social y de bienestar. A la larga nos hemos encontrado con el programa de que este ritmo es insostenible, que puede funcionar solo por un poco de tiempo, pero no garantiza el largo plazo. Por poner un ejemplo, podemos pensar si no podría desarrollarse una visión distinta de empresa, que no se base solo en la búsqueda de ganancia, sino que incluya también la idea de don, de gratuidad, de un beneficio social… En todo esto hay que proponer una visión basada en las relaciones, pues solo ellas duran y ofrecen continuidad: enfatizar la unión de los hombres entre sí, del hombre con la naturaleza y el cosmos, de nuestra generación con las generaciones que nos precedieron y que nos seguirán, de todo con el Creador que es el fundamento último de todas las relaciones… La confianza en la fuerza creativa de esas relaciones, donde el cristiano descubre la llamada de Dios a la comunión, ayuda a evitar una mirada pesimista y a recobrar la esperanza. La belleza de la vida es tal, que nos hace presentir en ella una promesa, más fuerte que todas las crisis.

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