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Dios nos preguntará: ¿Qué hiciste con tu hermano?

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Ya desde los primeros capítulos del Génesis resuena este convencimiento: para Dios nadie es insignificante, nadie le es ajeno. En Génesis 4, 9 leemos:

«Entonces el Señor preguntó a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?». «No lo sé», respondió Caín. «¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?».»

Desde los orígenes se nos muestra cómo el pecado, que toma diversas formas (envidia, vanidad, egoísmo, ira…), nos divide y nos aísla. Resulta un tanto desolador ver que no conseguimos corregirnos y aún en nuestros días esta división sigue estando presente y enfrentándonos uno a otros.

Para Dios nadie es ajeno ni extraño, para Dios todos cuentan y todos somos importantes, somos sus hijos (buenos y malos). A lo largo de la historia la pedagogía divina ha ido mostrando este camino de la fraternidad como el único camino hacia la felicidad del ser humano aunque nosotros ebrios de vanidad y envidias seguimos insistiendo en encontrar cualquier excusa para separarnos.

En la liturgia de hoy, fiesta de santa Isabel de Hungría, el evangelio que se proclamará en todas las iglesias narra el encuentro de Jesús con Zaqueo. Ya sabemos, un publicano, cobrador de impuestos, colaboracionista con el imperio romano que había invadido sus tierras, ladrón que se aprovechaba de su posición… podemos decir que no cumplía los requisitos de lo que, a ojos de los más puristas de la época, merecería un encuentro personal con el Mesías. Como siempre, resulta muy enriquecedor observar las miradas y los encuentros tan diversos que aparecen en el Evangelio.

Donde escribas y fariseos no veían más que un pecador e indeseable, Jesús ve un hombre a quien salvar, a quien recuperar… ¡Qué importante saber mirar con los ojos de Dios que no excluye a nadie y que nos saca de nuestras lógicas humanas!

Para Jesús, Zaqueo, es importante. Por eso se para, alza la mirada y le pide que le invite a hospedarse en su casa. Algunos de los que observan esa escena son incapaces de mirar con la ternura y la compasión de Jesús… cegatos por sus complejos y prejuicios solo sabían murmurar, chismorrear, criticar, condenar… «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador», decían.

Pero la lección de Dios fue y es contundente: «el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Vienen a mi mente las palabras del papa Francisco: «quiero una Iglesia en salida»… Una Iglesia misericordiosa, compasiva… una Iglesia más preocupada en salvar lo que está perdido que en condenar. Dejemos el juicio a Dios, a fin de cuentas, lo rezamos cada domingo en el Credo… solo a Él le corresponde juzgar a vivos y muertos. Nuestra labor en esta mies es salvar, salir al encuentro, buscar lo perdido, regalar misericordia y construir fraternidad.

Que cuando Dios nos pregunte ¿Dónde está tu hermano? no tengamos que agachar la cabeza respondiendo no lo sé, como Caín.

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