El señor de los anillos

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Una estupenda saga que recupera la épica característica del cristiano y anima a este en su combate contra el mal.

José María Pérez Chaves

Si la semana pasada afrontábamos la dura empresa de analizar someramente El hobbit, tanto en su versión literaria como en la cinematográfica, es de obligado sentido que, en esta, hagamos lo propio con El señor de los anillos, también en las dos vertientes citadas. Como indicábamos hace siete días, esta última trilogía fue estrenada antes que aquella, pese a que narraba acontecimientos posteriores, pues, aunque las aventuras de Bilbo Bolsón precedieron a las de su sobrino Frodo, el recuerdo de las de este estaba más presente en el universo intelectual que las del primero (recordemos que El señor de los anillos se encuentra en el puesto quincuagésimo octavo del listado de los cien libros más influyentes del pasado siglo XX, escalafón en el que no aparece El hobbit). Por tanto, del mismo modo que hicimos con el artículo dedicado a aquella primera saga, en el de hoy, trataremos esta como un único largometraje, pues así fue concebida por su responsable.

La película se sitúa sesenta años después de los eventos explicados en La batalla de los cinco ejércitos (Peter Jackson, 2014), colofón de la trilogía dedicada a El hobbit. En ese ínterin, como podemos apreciar en La comunidad del anillo (Peter Jackson, 2001), Bilbo se ha convertido en el vecino más próspero de toda la Comarca, ya que aún conserva parte del tesoro que logró tras la derrota del dragón Smaug, tal y como estaba estipulado en el contrato que le habían ofrecido los enanos en el film Un viaje inesperado (Peter Jackson, 2012). Sin embargo, y entre todas sus riquezas, la que simboliza un valor mayor para él es una sencilla sortija de oro que halló en el escondrijo del huidizo Gollum, quien se considera a sí mismo como su legítimo propietario. El anillo, no obstante, representa en verdad un grave peligro para toda la Tierra Media, pues fue forjado por el malvado Sauron con el fin de someter a esta última bajo su letal dominio. Por este motivo, y auspiciado por el mago Gandalf, el sobrino de aquel, Frodo, se encamina, junto con una compañía de amigos, hacia el monte del Destino, el lugar donde el objeto fue creado y el único en el que, por consiguiente, puede ser destruido.

Cuando J.R.R. Tolkien publicó su libro de aventuras El hobbit (1937), nunca imaginó que este lograría el éxito que cosechó, ya que, pese a las dificultades por las que pasaban las editoriales del Reino Unido como consecuencia del precio del papel, incrementado gracias a los estragos causados por la Gran Guerra en el continente, contó con más de mil quinientas ventas en solo tres meses y con una rápida reimpresión a finales de ese mismo año. Por este motivo, la compañía George Allen & Unwin, famosa por haber dado a conocer la obra del filólogo inglés, le solicitó inmediatamente a este que escribiera una secuela, que debía prolongar las peripecias de los hobbits a lo largo de varios capítulos más. Sin embargo, aunque el autor acogió la idea con entusiasmo, pronto se percató de que los derroteros de su nuevo libro se alejaban progresivamente de los que él mismo había marcado en su primer escrito, pues ya no se trataba de una simple correría en pos de un tesoro, sino de una auténtica peregrinación interior enmarcada por la eterna lucha entre el bien y el mal.

En efecto, como aseverábamos en el texto dedicado a El hobbit, la motivación que aletea sobre toda la obra de Tolkien es eminentemente religiosa, como él mismo señaló en una de sus cartas enviadas a la editorial arriba citada. Por esta razón, no es de extrañar que, a lo largo de ella, podamos encontrar varias alegorías veladas en ese sentido, como la presencia del anillo Único, que tiene sobre el hombre efectos similares a los del pecado (ejemplo de ello son la corrupción a la que, por su culpa, se ha visto abocado Gollum y la esclavitud con la que están encadenados a él los nueve espectros), el auxilio prestado al portador de este por la dama Galadriel, que es una elocuente imagen de la mismísima Virgen María ayudando a sus hijos en la pugna contra el maligno (no en vano, en otra de sus famosas epístola, subraya: “Sobre nuestra Señora se funda toda mi escasa percepción de la belleza, tanto en majestad como en simplicidad”) y la entrañable figura de Samsagaz Gamyi, un diminuto cireneo que es capaz de cargar lealmente con el pecador hasta el final de su destino.

Sin embargo, y como anunciábamos en el artículo anterior, la premisa religiosa fue relegada en esta trilogía en favor de un potente alegato antibelicista y de una perentoria llamada a la conservación de la naturaleza, factores que, por otro lado, también están presentes en el relato literario. Con respecto al primero, cabe destacar el pensamiento que, en voz alta, manifiesta Faramir cuando contempla el cadáver de uno de sus enemigos en la película Las dos torres (Peter Jackson, 2002): “¿Te preguntas cuál es su nombre?, ¿de dónde procede?, ¿si era en verdad malvado en su corazón? Y las mentiras y amenazas que provocaron su larga marcha… ¿por qué no prefirió permanecer allí, en paz?”, palabras calcadas de las páginas de Tolkien, que se vio asimismo asaltado por ellas durante su participación en la contienda mundial; en cuanto al segundo, por supuesto, todo aquel conflicto que enfrenta al hechicero Saruman con el bosque de Fangorn, que está siendo víctima de la demencia industrializadora del primero.

No obstante lo dicho, El señor de los anillos es hoy, como El hobbit, una estupenda saga que conviene revisar esporádicamente, pues recupera la épica característica del cristiano y anima a este en su combate contra el mal. Por este motivo, y con respecto a la muerte, que es el camino hacia el que todo hombre se aproxima en este enfrentamiento, tal vez sea menester concluir el presente escrito con las palabras de aliento que Gandalf, en El retorno del rey (Peter Jackson, 2003), le transmite al hobbit Pippin antes de entrar en combate contra los orcos: “El viaje no concluye aquí: la muerte es otro sendero que recorreremos todos. El velo gris de este mundo se levanta y todo se convierte en plateado cristal; es entonces cuando se ve la blanca orilla y, más allá, la inmensa campiña verde tendida ante un fugaz amanecer”.

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