El show de Truman

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La sección de cine de esta semana, a cargo del Padre Pérez Chaves, nos recomienda una magnífica cinta protagonizada por Jim Carrey.

A finales del siglo pasado, y en pleno auge televisivo del reality show o de la telerrealidad, llegó a nuestras pantallas cinematográficas esta pequeña obra maestra del séptimo arte, dirigida por el siempre interesante Peter Weir, autor de Gallipoli, La costa de los mosquitos y Master and Commander. Al otro lado del mundo, e interpretada por el excéntrico comediante Jim Carrey, que, dejando a un lado su histriónica manera de trabajar, patente en filmes como Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994) y La máscara (Chuck Russell, 1994), demostró sus valiosas cualidades como actor dramático (no en vano, aquel mismo año, se le concedió el Globo de Oro en este apartado). Aunque la película pretendía ser un lacerante epítome de la televisión de la última década del milenio, lo cierto es que se convirtió muy pronto en un triste vaticinio de lo que esta ofrecería al público un tiempo después (recordemos que la primera edición del famoso Gran hermano se estrenaría en el año 2000) y en una sobrecogedora metáfora acerca del adocenamiento al que está abocado el televidente descuidado; asimismo, empero, le mostró a este último la puerta de la esperanza, para que no permaneciese aherrojado a una vida que no le pertenecía.

Truman (en inglés, homófono de “sincero” o “ingenuo”) es un hombre corriente que vive feliz en la idílica e imaginaria ciudad de Seaheaven, lugar que nunca ha abandonado por temor al mar que lo rodea; aunque se siente dichoso con su esposa, con su trabajo y con su mejor amigo, siente la necesidad de abandonarlos con el fin de viajar a Fiyi, donde cree que lo aguarda la mujer de la que se enamoró durante su juventud. Este amor se torna más intenso cuando presencia una serie de sucesos inauditos que le recuerdan la advertencia de aquella antes de desaparecer: “Todo el mundo ve lo que haces; lo saben todo de ti. Es puro teatro”. En efecto, sin que él lo sepa, está siendo el absoluto protagonista de un programa de televisión que retransmite cada día su vida ordinaria y que es seguido por millones de espectadores en todo el planeta; por este motivo, cuando intenta escapar del ciclópeo estudio en el que aquel se rueda, su director, Christof, se opone rotundamente, procurando, por todos los medios, que continúe allí hasta que muera.

Al hilo de las palabras con las que hemos comenzado este escrito, podemos descubrir en el film hasta cuatro lecturas diferentes: en primer lugar, la del intérprete principal, Truman, que vive al margen de la engañifa en la que habita desde que nació; en segundo lugar, la de los directivos del espectáculo, en especial, la de Christof, que rige el programa como si de un ente divino se tratara (no es casual, pues, que el nombre sea una evocación del que portó en la tierra el Hijo de Dios); en tercer lugar, la de los fieles espectadores de la emisión, que comparten con el primero los sentimientos que este comunica a través de la pantalla, y, por último, la de nosotros mismos, que somos testigos imparciales del armazón televisivo que une las visiones anteriores. Por supuesto, el interés mayor recae sobre los dos primeros, ya que, el uno por ingenuidad y el otro por malicia, han elaborado el entramado que sirve de distensión a los que nos ubicamos al otro lado del monitor.

Truman es abordado con compasión por la película, ya que es el único en ella que desconoce la verdadera naturaleza de su propia existencia; además, es el ejemplo del hombre inocente, pues, sin saberlo, ha vendido su intimidad a las cámaras, algo que le ha usurpado de inmediato la dignidad que todos poseemos (recordemos que su vida cotidiana es exhibida como si se tratase de un animal en un zoológico mediático). Christof, por el contrario, es descrito con la frialdad que él mismo expone a lo largo del relato, ya que el valor que le otorga a aquel se circunscribe exclusivamente a los beneficios económicos que le reporta (ver la escena en que dirige el reencuentro entre Truman y su padre o aquella en la que somete al primero a la furia de la tormenta marina, que es imagen de la que él está sintiendo en esos instantes). No hay duda de que podemos vislumbrar aquí la contraposición que existe entre la persona que acude a un reality show para revelar atrevidamente su privacidad (y que tal vez no sea consciente del peligro que ello conlleva, por lo que sería tan ingenua como el mismísimo Truman), y aquella que hace uso de dicha imprudencia para dirigirla conforme a su crematística ambición (Christof intentando ganarse al público mediante la dádiva de lo que este reclama es imagen del directivo que pide a su criatura cualquier sorpresa mórbida que cautive el interés de sus seguidores).

Tal vez, los espectadores que salpican esporádicamente el desarrollo de la narración sean los peores parados en esta diatriba, puesto que son presentados como oscuros seres abúlicos que viven esclavizados a una existencia que no es la suya, con la reservada perspectiva, quizás, de habitar en el colorido pueblo que observan a través del televisor (como prueba de ello, tenemos al hombre que no abandona su cómoda bañera o a las camareras que desatienden su labor a causa del visionado del programa). Sin embargo, son los mismos que, cuando Truman inicia su odisea particular, se suman a su alegría y anhelan su libertad, puesto que comparten con él la esperanza de una vida auténtica, que es lo que ninguno de ellos parece estar viviendo (es desolador el plano final, en el que un espectador cambia de canal cuando concluye su vida falaz).

En cuanto a la aspiración de Truman por una vida auténtica, no es trivial que esta sea aguijoneada por el amor que experimenta hacia la mujer de su juventud, aquella que le abrió los ojos a la realidad, pues tal vez este sea el sentimiento que más nos entronque con la verdad. Movido, pues, por esta pasión, el hombre asustadizo es capaz de desafiar su temor (en este caso, la mar, que es, a la vez, símbolo de la vida) y pugnar por su conquista (me pregunto si tampoco es baladí que el umbral de la felicidad se abra en el trampantojo del cielo). Es por ello que, en la escena final, pese a que Christof le promete una existencia regalada en el sereno mundo que ha creado para él, este prefiere encarar la dureza de la vida real junto a su amada (si no somos partícipes de este romántico encuentro, es porque el expuesto Truman ya ha recuperado su intimidad y, con ella, su dignidad).

Por tanto, nos encontramos ante un film de sorprendente actualidad, que, a modo de oráculo, pronosticó la invasión de telerrealidad que hoy padecemos y que no parece que vaya a abandonar nuestros hogares en mucho tiempo (cada vez, los argumentos que propone son más rocambolescos, con la intención, como hemos indicado, de captar mayor número de público); a la vez, es una dura crítica contra aquellos que se subyugan a ella, bien como espectadores, bien como directores. Sin embargo, y por fortuna, les abre a todos ellos una puerta a la esperanza, haciéndoles entender que han de abandonar la ficticia existencia en la que se han acomodado y abrazar la vida real, que se extiende más allá de sus televisores.

 

José María Pérez Chaves

 

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