De dioses y hombres

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La caridad y la valentía se dan la mano en este estupendo film en el que se presenta el dilema entre el martirio y la huida.

José María Pérez Chaves– Al hilo de la película que analizábamos la semana pasada, El apóstol (Cheyenne Carron,2014), hoy traemos a colación esta otra, de temática similar. A diferencia de aquella, sin embargo, y aunque afronte igualmente un asunto controvertido para el mundo islámico, esta sí gozó de la amplia distribución internacional que le fue negada a la primera; tanto es así, que no solo obtuvo numerosos reconocimientos en su país de origen, Francia, donde fue galardonada con el Gran Premio del Jurado en el festival de Cannes y con tres premios César de la Academia (mejor película de 2010, mejor actor secundario y mejor fotografía), sino que también alcanzó un merecido éxito en entidades foráneas, como la Asociación de Críticos Norteamericanos, que le otorgó el premio al mejor film extranjero, y la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión (BAFTA), que le concedió la palma a la mejor cinta de habla no inglesa. Esto no es motivo de sorpresa, pues la película, pese a presentar una problemática eminentemente religiosa en una sociedad secularizada, la actual, ahonda en realidades tan humanas y universales como el miedo, el amor y la lealtad.

El film que nos ocupa está situado en la Argelia del año 1996, es decir, durante la guerra civil que asoló dicha nación entre 1991 y 2002, y presenta los sucesos reales vividos por una comunidad cenobítica cisterciense de la abadía de Tibhirine, en la falda del monte Atlas, a lo largo del funesto enfrentamiento. En un principio, el combate está tan alejado de estos muros, que los religiosos protagonistas mantienen el ritmo de vida que los ha caracterizado hasta el momento, dedicado a la oración, al trabajo y a la atención caritativa a los habitantes de la zona. Paulatinamente, empero, la ofensiva se endurece y se radicaliza, y esta coyuntura es aprovechada por un grupo islamista para asesinar a un conjunto de obreros croatas cristianos que trabaja a pocos kilómetros de distancia de donde aquellos ejercen su labor, suscitando, así, el miedo entre la población y la inquietud entre los monjes. Acuciado por este lance, el Gobierno del país recomienda a estos últimos que abandonen sus fronteras, con el fin de evitar la matanza que prevé, pero ellos, en vez de aceptar dicho consejo, discuten la posibilidad de permanecer en ellas y de continuar cuidando del pueblo donde moran.

Como hemos indicado arriba, la película es una puesta en escena de los sentimientos más primarios y, por ende, más característicos del ser humano. Esta disposición no es casual, puesto que, al detallar una trama de carácter histórico, cuyo resultado puede ser conocido de antemano por el espectador, prefiere ahondar en el alma de cada uno de sus protagonistas, describiendo sus diferentes reacciones ante el inminente final que los aguarda. Dichas respuestas oscilan entre el citado temor a la muerte y la madura responsabilidad para con Dios y para con sus vecinos, ya que, como puede verse en el film, estos admiran a aquellos por su ejemplaridad y por las atenciones que de ellos reciben. Para manifestar este debate, que se asienta entre los monjes como un hermano más de la comunidad, la cinta nos presenta las respectivas luchas internas de cada uno de ellos, las pausadas reuniones donde exponen sus posturas, y el oneroso cargo del abad, que debe decidir en nombre de todos y, al mismo tiempo, aleccionarlos paternalmente sin influir en la medida que deseen proponer (impagable la escena en que infunde valor a uno de ellos recordándole su vocación religiosa: “Tu vida ya la has entregado: se la entregaste a Cristo cuando decidiste dejarlo todo por él”).

Ciertamente, el dilema entre el martirio y la huida, que ronda la mente de los monjes, no habría tenido lugar, si estos hubiesen postergado la caridad como norma fundamental de sus vidas (recordemos que, en el análisis de la semana pasada, aseverábamos que esta virtud es el amor al prójimo a través del corazón de Cristo), pues, en efecto, ante una tesitura de esta índole, la opción más acertada es la segunda. Sin embargo, a lo largo del metraje, descubrimos que, precisamente, es el amor de Dios el que alimenta sus vidas, ya que podemos comprobar en él hasta qué punto está presente la liturgia en su jornada y cómo son capaces de consagrar esta, en consecuencia, a las personas que los rodean, aun formando parte de un credo diferente al suyo (en este sentido, y en la misma escena mencionada arriba, el superior afirma con claridad que su misión en ese pueblo es ser hermanos de todos). Con este valeroso testimonio, además, acercan el amor de Dios a quienes están lejos de él (es necesario evocar aquí el momento en que el abad anuncia el nacimiento del Salvador a sus futuros captores).

La caridad y la valentía, pues, se dan la mano en este estupendo film, que perfila un retrato intenso y atinado de la primera, y que presenta la segunda como la característica apropiada para afrontar la consecuencia más extrema del amor, que es la muerte. Es posible, por tanto, que este fuera el motivo de su éxito, incluso en círculos ajenos al católico, ya que, en definitiva, narra la vida de unos hombres que encaran el riesgo de su exterminio por el sentimiento que invade sus corazones; sin embargo, lo hace bajo el prisma de la humanidad, alejado de cualquier referencia de tintes hagiográficos, transmitiéndole, pues, al espectador la sensación de estar participando de una historia que él mismo puede protagonizar, ya que también está llamado a vivir el amor de la manera tan radical con la que aquellos lo han vivido.

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