La princesa prometida

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princesa prometida

“Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Tal vez, esta sea una de las frases más antológicas de la historia del cinematógrafo. Si alguno de los lectores, pues, ha sido capaz de recitarla no bien ha comenzado su lectura, es porque ya conoce la película que hoy recomendaremos a través de estas líneas: La princesa prometida.

José María Pérez Chaves

La semana pasada, inauguramos esta sección con el análisis de La historia interminable, icónico film de la lejana década de los ochenta que, afortunadamente, retornaba aquel viernes a nuestros cines; en ella, afirmamos que este había crecido junto a todos aquellos espectadores que, siendo niños, habían acudido a una sala en el momento de su estreno, por lo que su nuevo visionado no solo les evocaría el nostálgico recuerdo de esos apartados días, sino que, también, les haría descubrir enseñanzas o moralejas que, aun habiendo estado presentes en sus fotogramas desde el principio, habían permanecido ocultas a sus pueriles ojos. Asimismo, esto es aplicable a la película que nos ocupa, ya que, cuando queda atrás la ingenua visión con la que a ella nos acercamos por primera vez, hallamos que contiene una enjundia que trasciende el mero relato infantil (quizás por ello, con el paso de los años, haya adquirido la fama que le fue negada cuando vio la luz en 1987).

Del mismo modo que el largometraje anterior, La princesa prometida enmarca su relato dentro de las tapas de un homónimo libro ficticio; sin embargo, en este caso, y a diferencia de aquel, le es leído al protagonista de la cinta por su entrañable abuelo, quien parece tener el empeño de adentrar a su nieto en el fascinante mundo de la lectura, pues, a todas luces, este último está más interesado en el naciente universo de los videojuegos que en el del papel (como podemos ver, el film se suma a la diatriba que aquel arrojaba contra estos, por lo que no es difícil suponer que la tinta impresa arrostraba, a la sazón, una dura crisis entre los jóvenes ochenteros). Por tanto, la historia que el empecinado anciano declama, narra las vivencias del lozano Westley, un criado al servicio de la hermosa Buttercup que, tras enamorarse de esta, decide hacer fortuna lejos de su país, con el fin de volver adinerado a él y poder desposarla; pero la mala suerte quiere que caiga en manos de piratas, por lo que aquella pierde toda comunicación con él y, en consecuencia, llega a creerlo muerto. Por fortuna, el joven ha sobrevivido a la citada desventura, pero, cuando regresa para cumplir su palabra, descubre que su amada está comprometida con el malvado príncipe Humperdinck, a quien deberá enfrentarse para lograr recuperarla.

Sin lugar a dudas, la película nos propone un relato de aventuras al uso, en el que no están ausentes los factores que caracterizan a este género, como son, principalmente, el amor y el honor, presentados, por supuesto, bajo las conocidas imágenes de una princesa cautiva, de un caballero dispuesto a rescatarla y de los consecuentes duelos a espada. Aunque dichos estereotipos puedan resultar anticuados o manidos, son, en verdad, una ajustada metáfora de la vida del ser humano, que, como los protagonistas de los cuentos infantiles, pugna por conquistar y mantener a su lado el amor que da sentido a su existencia. Ciertamente, el hombre no ha sido creado para la molicie, a pesar de que este sea el vicio hacia el que tienda, sino que, por el contrario, ha sido concebido para la entrega, que es un deseo inherente al afecto, pues, de manera casi irremediable, el que ama aspira al bien del amado y, por tanto, a la unión con él (la inclusión del adverbio “casi” no es un simple adorno gramatical, pues, en efecto, el ser humano, gracias a su libertad, puede combatir dicho deseo, aunque este, como hemos aseverado, nazca indefectiblemente como consecuencia del amor).

Podemos entender, pues, que el amor por el que el hombre suspira es la princesa que aguarda en el castillo a ser rescatada, mientras que cada uno de nosotros es el caballero que pelea por alcanzar dicho objetivo. En la vida ordinaria, experimentamos esta analogía constantemente, sobre todo, en las edades en que la pasión es más evidente, cuando comienza a florecer el amor hacia un hombre o hacia una mujer, ya que el otro es visto como una torre inexpugnable que, sin embargo, debe ser asaltada para encontrar la propia felicidad; por supuesto, las armas que se usan para ello no son flechas, catapultas o mazas, sino la sonrisa, la mirada o el interés (¡las olvidadas misivas románticas!), con los que se pretende atraer la atención del amado y, en consecuencia, seducirlo. En la batalla por esta conquista, nos encaramos a distintos oponentes, que albergan la misma esperanza que nosotros y que, por ello, nos amenazan con sus metafóricas espadas, que no son más que su orgullo o su altanería, mediante los que pretenden vencernos y reclamar para sí la atención y el amor de esa princesa que espera ser liberada (en la película, son muy reveladoras las sucesivas escenas que acontecen después de que Westley retorne a la granja de Buttercup, pues descubre que esta ha sido secuestrada por tres esbirros, a quienes debe doblegar mediante el ingenio y la fuerza).

Por otro lado, para que una persona desarrolle sanamente el amor que late en su interior, guiando con cordura la entrega que nace de él, debe haber vivido esa misma oblación en el seno de su hogar, en donde debe hallar el ejemplo de unos padres amorosos, que no solo se desvivan por ella, sino también entre ellos; en este sentido, no es baladí que los amantes protagonistas se conozcan en el bucólico ambiente de una granja, como paradigma del citado hogar, o que el famoso espadachín Íñigo Montoya anhele vengar el asesinato de su padre, como un modelo del respeto que se debe a los progenitores (en el primer caso, la frase con la que Westley seduce a Buttercup, “como desees”, es también ejemplo de ese amor puro por el que el hombre suspira, pues, como ha sido dicho, es su esencia el buscar el bien del amado).

En la vida del cristiano, este sentimiento no es ajeno en absoluto, pues también él está llamado a conquistar el amor de Jesucristo, quien lo observa desde un torreón a la espera de ser embelesado. En su caso, la diferencia con el amor romántico, antes descrito, no es tan grande como pueda parecer en un primer momento, puesto que, asimismo, intenta atrapar su corazón mediante la observancia de los mandamientos, la fidelidad a él o el íntegro seguimiento de sus pasos (y, en cuanto a las cartas de amor, ¿no es esto lo que le escribe cuando le reza?). Además, se enfrenta una y otra vez a los enemigos que planean disuadirlo, que, en muchas ocasiones, son tan humanos como él (reconozcamos que siempre habrá quien se oponga a nuestra fe), pero que, en su mayoría, provienen del reino invisible y son tan auténticos como aquellos: el diablo y el pecado. El cristiano, pues, como los caballeros de los cuentos o el de esta película, conseguirá vencerlos en tanto y en cuanto su propósito sea más firme, y el uso de su fuerza y de su ingenio, más frecuente (como decíamos arriba, estos se pueden entender como una metáfora, que simbolizan, en este caso, la oración y los sacramentos).

Por tanto, nos encontramos ante un largometraje que recupera la alegoría que ha vertebrado las narraciones infantiles desde los albores de la poesía, y que, consecuentemente, nos sitúa frente a la mismísima esencia de la vida: el amor. Por consiguiente, y después de este somero análisis, podemos plantearnos una sencilla disyuntiva: bien reservarnos para nosotros ese amor y esa entrega a los que estamos llamados, con el fin de evitar el dolor o el fracaso, bien aventurarnos a su conquista y, por tanto, ganar la felicidad a la que todos aspiramos.

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Comentarios
1 comentarios en “La princesa prometida
  1. Estimado lector:

    Ante todo, permítame que le agradezca su crítica, que es siempre constructiva, y que, a la vez, le felicite por sus amplios conocimientos acerca del séptimo arte, que, sin duda, avergüenzan a los míos.
    Evidentemente, esta cinta no es ninguna apología del cristianismo, sino, como usted afirma, un relato de aventuras que, tal vez, busque su parodia. No obstante, el propósito de esta sección es dar a conocer un número de títulos familiares; como usted recomienda, podría centrarme solamente en la crítica, prescindiendo de la visión apologética, pero renunciaría también al segundo propósito de la sección.
    En cuanto a esto último, me gustaría indicarle que, para elaborar el presente artículo, me basé en el estudio de Tolkien sobre los cuentos de hadas, donde asevera que estos contienen la antropología humana y cristiana que he intentando plasmar en estas líneas (por su temática, «La princesa prometida» es un epítome de dicho pensamiento). Por otro lado, también me fundamenté en el libro del filósofo católico Hadjadj «Tenga usted éxito en su muerte», en el que, al igual que Tolkien, asegura que la vida del cristiano es la del caballero que rescata a la princesa cautiva en su torreón.
    Lógicamente, el artículo ya era lo suficientemente extenso como para profundizar en estas dos personalidades, pero no dude que, con el fin de evitar problemas ulteriores, lo haré si llegare el caso.
    Gracias de nuevo por sus palabras y que Dios le bendiga.

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