Historia financiera (V): Así se hizo la logia P2 con el control del dinero del Vaticano

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La serie que recorre la historia de las finanzas de la Santa Sede alcanza ya el pontificado de Pablo VI y la llegada de Roberto Calvi y Michele Sindona al Banco Ambrosiano IOR.


Lea también: 

I: Siglo XIX, arranca la historia financiera del Vaticano

II: Caída de los Estados Pontificios y de la Banca Romana

III: Bernardino Nogara, el primer laico al frente del oro de San Pedro

IV: Creación del IOR o Banco Vaticano

Juan Valera (1824-1905) fue un político y diplomático del s. XIX, además de ilustre novelista y escritor de relatos cortos. En uno de sus cuentos, «El cocinero del Arzobispo», narra la historia de un ficticio Arzobispo de Toledo famoso por su austeridad y sus alardes públicos de penitencia:

En los buenos tiempos antiguos, cuando estaba poderoso y boyante el Arzobispado, hubo en Toledo un Arzobispo tan austero y penitente, que ayunaba muy a menudo y casi siempre comía de vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas.

Su cocinero le solía preparar para la colación, un modesto potaje de habichuelas y de garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba aquel venerable y herbívoro siervo de Dios, como si fuera con el plato más suculento, exquisito y costoso. Bien es verdad que el cocinero preparaba con tal habilidad los garbanzos y las habichuelas, que parecían, merced al refinado condimento, manjar de muy superior estimación y deleite.

Ocurrió, por desgracia, que el cocinero tuvo una terrible pendencia con el mayordomo. Y como la cuerda se rompe casi siempre por lo más delgado, el cocinero salió despedido.

Vino otro nuevo a guisar para el señor Arzobispo y tuvo que hacer para la colación el consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, pero el Arzobispo le halló tan detestable, que mandó despedir al cocinero e hizo que el mayordomo tomase otro.

Ocho o nueve fueron sucesivamente entrando, pero ninguno acertaba a condimentar el potaje y todos tenían que largarse avergonzados, abandonando la cocina arzobispal.

Entró, por último, un cocinero más avisado y prudente, y tuvo la buena idea de ir a visitar al primer cocinero y a suplicarle y a pedirle, por amor de Dios y por todos los santos del cielo, que le explicara cómo hacía el potaje de que el Arzobispo gustaba tanto.

Fue tan generoso el primer cocinero, que le confió con lealtad y laudable franqueza su procedimiento misterioso.

El nuevo cocinero siguió con exactitud las instrucciones de su antecesor, condimentó el potaje e hizo que se le sirvieran al ascético Prelado.

Apenas éste le probó, paladeándole con delectación morosa, exclamó entusiasmado:

-Gracias sean dadas al Altísimo. Al fin hallamos otro cocinero que hace el potaje tan bien o mejor que el antiguo. Está muy rico y muy sabroso. Que venga aquí el cocinero. Quiero darle merecidas alabanzas.

El cocinero acudió contentísimo. El Arzobispo le recibió con grande afabilidad y llaneza, y puso su talento por las nubes.

Animado entonces el artista, que era además sujeto muy sincero, franco y escrupuloso, quiso hacer gala de su sinceridad y de su lealtad y probar que sus prendas morales corrían parejas con su saber y aun se adelantaban a su habilidad culinaria.

El cocinero, pues, dijo al Arzobispo:

-Excelentísimo señor: a pesar del profundísimo respeto que V. E. me inspira, me atrevo a decirle, porque lo creo de mi deber, que el antiguo cocinero lo estaba engañando y que no es justo que incurra yo en la misma falta. No hay en ese potaje garbanzos ni habichuelas. Es una falsificación. En ese potaje hay albondiguitas menudas hechas de jamón y pechugas de pollo, y hay riñoncitos de aves y trozos de criadillas de carnero. Ya ve V. E. que le engañaban.

El Arzobispo miró entonces de hito en hito al cocinero, con sonrisa entre enojada y burlona, y le dijo:

-¡Pues engáñame tú también, majadero!

El anterior es solo un cuento pero explica muy bien el clima que se instaló en el Vaticano en torno a las actividades que desarrollaban ciertos sectores de la Curia encargados de gestionar las entrañas económicas de la institución a partir de la etapa de Bernardino Nogara.

Gracias a esa actitud los movimientos “audaces” en la Administración Especial de la Santa Sede empezaron a ser emulados también por funcionarios pertenecientes al Instituto para las Obras de Religión (IOR), lo que derivó en que el «Banco Vaticano» acabase convertido a todos los efectos en una especie de paraíso fiscal que se beneficiaba del estatus diplomático de la Ciudad del Vaticano como Estado independiente para lucrarse, ofreciendo refugio a capitales de dudosa procedencia.

Desde Paul I. Murphy, La Popessa: The Controversial Biography of Sister Pasqualina (1983), un libro sobre la figura de Josefina Lehnert una monja alemana que alcanzó un gran poder en la sombra como integrante de la camarilla de confianza de Pío XII, hasta Gerald Posner en su reciente y sensacionalista, God´s Bankers (2015), existen varios libros que relatan cómo desde su misma creación en 1942 ocurrieron cosas extrañas en torno al IOR y los cardenales de la Curia implicados en su control, especialmente en relación al papel desempeñado por algunos religiosos romanos para ayudar a ocultarse obtener nueva documentación y huir de las fuerzas aliadas a diversos miembros de la Ustacha croata, como Ante Pavelic, que vivió en Roma un tiempo haciéndose pasar por sacerdote hasta que se le facilitó su huida a Sudamérica, paso previo a acabar sus días en Madrid.

Según esos libros esa “labor caritativa” tendría que ver con la posibilidad de que fueran clientes del IOR y durante la Guerra Mundial hubiesen usado tal institución para poner a salvo parte del dinero. En otras palabras, según esos libros se trataría de incómodos “clientes” cuya puesta a salvo jugaba en beneficio tanto de una parte de la Curia (que se ahorraría así el escándalo y de paso la incautación de esos fondos o incluso el cierre del recién nacido IOR) como de los propios militares en fuga.

Sin embargo se puede argumentar que tal acusación resulta aventurada a falta de que un día aparezca por una inverosímil carambola del destino alguna documentación que la pruebe sin género de duda.

Llegamos ya al Papado de Pablo VI, que tuvo lugar entre 1963 y 1978. Aunque casi todo el pontificado estuvo marcado por la conclusión del Concilio Vaticano II y la magnífica «Humanae Vitae», vale la pena detenerse en una serie de hechos a los que en su momento no se prestó demasiada atención.

Hay que tener en cuenta que el cardenal Giovanni Battista Enrico Antonio María Montini, antes de ser elegido Pontífice, en 1963, había sido Arzobispo de Milán, a partir de 1954. Tradicionalmente, por razones de proximidad, era precisamente el Arzobispo de Milán el encargado de vigilar de cerca las actividades de una pequeña entidad, el Banco Ambrosiano. Tras más de medio siglo de perfil muy bajo, fue a partir del acceso de Montini al Pontificado cuando dicho banco, que Pablo VI conocía muy bien, comenzó a expandir sus actividades a gran escala, en paralelo al ascenso dentro del mismo de un personaje gris y tenebroso, otro laico al frente de dinero eclesial: Roberto Calvi.

Al mismo tiempo, valiéndose de una antigua amistad con Pablo VI cuando este era Arzobispo de Milán, durante los años 60 se le abrieron las puertas tanto del Banco Ambrosiano como del IOR a otro siniestro individuo, un siciliano llamado Michele Sindona, aparentemente un exitoso y elegante tiburón bursátil del cual hoy sabemos, por testimonios de sicarios “arrepentidos” en los años 80, que en realidad, ya por entonces, se dedicaba a blanquear dinero de la mafia procedente del tráfico de drogas.

Pero en esos años no solo hicieron acto de aparición esos dos peculiares laicos revoloteando en torno a la estructura financiera eclesiástica. En lo que respecta al interior de la Curia el Pontificado de Pablo VI resulta también muy interesante en tanto que fue él quien elevó al cardenalato a tres prometedores clérigos: Albino Luciani, Karol Wojtyła y Joseph Ratzinger, que acabarían siendo los tres siguientes Papas en la línea sucesoria…

 

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